Lo único que les importaba a los Grant era la manera de lograr que Ira fuese útil a su causa. ¿Y cuál era su causa? ¿Estados Unidos? ¿La democracia? Si alguna vez el patriotismo ha sido un pretexto para el egoísmo, el interés propio, la adoración de sí mismo… Mira, aprendemos de Shakespeare que, al contar un relato, no puedes mitigar la simpatía que experimentas en tu imaginación hacia cualquier personaje. Pero yo no soy Shakespeare, y todavía desprecio a esa pareja, ejecutores de tareas inescrupulosas por cuenta ajena, por lo que le hicieron a mi hermano, y lo hicieron con tanta facilidad, utilizando a Eve como utilizas a un perro para que te vaya a buscar el periódico al porche. ¿Recuerdas lo que dice Gloucester del viejo Lear? «El rey está muy encolerizado.» Yo también me sentí muy encolerizado cuando vi a Katrina Van Tassel en Yorba Linda. «No es nada», me dije, «no es nadie, una partiquina. En la vasta historia de la malevolencia ideológica del siglo XX, ha representado un papel minúsculo y nada más». Pero verla allí seguía resultándome insoportable.
Cierto que el funeral de nuestro trigésimo octavo presidente apenas era soportable. La orquesta y el coro de los marines tocando todas las canciones destinadas a suspender el pensamiento de la gente y ponerla en estado de trance: Saludo al jefe, América, Eres una espléndida y vieja bandera, El himno de batalla de la República y, por supuesto, la más estimulante de esas drogas, gracias a las que la gente se olvida momentáneamente de todo, el narcótico nacional, La bandera tachonada de estrellas. Nada como las exaltantes observaciones de Billy Graham, un ataúd envuelto en una bandera y un grupo de soldados de varias razas para llevarlo a hombros, todo ello coronado por La bandera tachonada de estrellas y seguido por el saludo de veintiuna salvas de artillería y el toque de silencio para provocar la catalepsia en la multitud.
Entonces los realistas toman el mando, los expertos en hacer y deshacer tratos, los maestros en las maneras más desvergonzadas de arruinar al adversario, aquellos para quienes las inquietudes morales deben quedar siempre para el final, pronuncian el consabido, irreal e hipócrita canturreo sobre todo menos las verdaderas pasiones del difunto. Clinton exalta a Nixon por su «notable trayectoria» y, bajo el hechizo de su propia sinceridad, expresa su profunda gratitud por los «sabios consejos» que Nixon le había dado. El gobernador Pete Wilson asegura que cuando la mayoría de la gente piensa en Richard Nixon, piensa en su «elevadísimo intelecto». Dole y su inundación de clichés lacrimosos. El «doctor» Kissinger, magnánimo, profundo, hablando con ese engreimiento que adopta cuando quiere convencer de que él no es egoísta, y con la fría autoridad de su voz sumida en el fango, lleva a cabo un tributo tan prestigioso como el de Hamlet a su padre asesinado para referirse a «nuestro valeroso amigo». «Era un hombre, en todo y por todo, como no volveré a ver otro igual.» La literatura no es una realidad primordial, sino una especie de costosa tapicería para un sabio a su vez tan rollizamente tapizado, y así no tiene idea del contexto equívoco en el que Hamlet habla del rey sin par. ¿Pero quién, sentado ahí y obligado al tremendo esfuerzo de mantener la cara seria mientras contempla la ejecución del encubrimiento definitivo, va a sorprender al judío de la corte en una metedura de pata cultural cuando menciona una obra maestra inadecuada? ¿Quién está ahí para advertirle de que no debería citar a Hamlet hablando de su padre, sino de su tío, Claudio, de que debería mencionar lo que dice Hamlet del nuevo rey, el usurpador asesino de su padre? ¿Quién ahí, en Yorba Linda, se atreve a gritar: «Eh, doctor, cite esto: "Aunque toda la tierra las aplaste, las fechorías aparecerán ante los ojos de los hombres"»? ¿Quién? ¿Gerald Ford? Gerald Ford. No recuerdo haberle visto jamás tan concentrado como en esa ocasión, tan lleno de inteligencia como lo estaba claramente en aquel terreno sagrado. Ronald Reagan haciendo a la guardia de honor su famoso saludo, aquel saludo que era siempre medio demencial. Bob Hope sentado al lado de James Baker. El traficante de armas en el conflicto Irán-Contra, Adnan Kashogi sentado junto a Donald Nixon. El ladrón G. Gordon Liddy, con su arrogante cabeza afeitada, estaba allí. El más desacreditado de los vicepresidentes, Spiro Agnew, con su cara de mañoso sin conciencia. El más cautivador de los vicepresidentes, el brillante Dan Quayle, tan lúcido como un botón. El esfuerzo heroico que hacía ese pobre hombre, siempre jugando el papel de inteligente sin estar nunca acertado. Todos ellos trivialmente de duelo bajo el sol y la brisa deliciosa de California: los encausados, los declarados culpables y los que se habían librado de ambas cosas, y el elevadísimo intelecto del ex presidente por fin descansando en el ataúd tachonado de estrellas, terminado para siempre el forcejeo y la búsqueda de un poder sin obstáculos, el hombre que volvió del revés la moral de todo un país, el generador de un enorme desastre nacional, el primero y único presidente de los Estados Unidos de América que ha obtenido de un sucesor elegido a dedo un perdón completo e incondicional de todas las irregularidades cometidas durante su mandato.
Y Van Tassel Grant, la adorada viuda de Bryden, ese abnegado funcionario, gozaba de su importancia y charlaba por los codos. Durante toda la ceremonia fúnebre, la boca de la malignidad temeraria habló atropelladamente, debido a su aflicción televisada, acerca de nuestra pérdida nacional. Lástima que no hubiera nacido en China en lugar de en los Estados Unidos. Aquí tenía que conformarse con ser una novelista de best sellers, una famosa personalidad radiofónica y una anfitriona de la alta sociedad washingtoniana. Allí podría haber dirigido la Revolución Cultural de Mao.
En mis noventa años de vida, Nathan, he presenciado dos funerales causantes de una hilaridad sensacional. En el primero estuve presente cuando tenía trece años, y el segundo lo vi en televisión hace sólo tres, a los ochenta y siete. Dos funerales que vienen a ser como los paréntesis entre los que transcurre mi vida consciente. No son acontecimientos misteriosos. No requieren un genio que descubra su significado. Son tan sólo unos acontecimientos naturales que revelan, tan claramente como Daumier reveló las características peculiares de la especie en sus caricaturas, las mil y una dualidades que tuercen su naturaleza y forman el nudo humano. El primero fue el funeral del canario del señor Russomanno, cuando el zapatero remendón se hizo con un ataúd, portadores y un coche fúnebre tirado por caballos, y enterró majestuosamente a su amado Jimmy, y cuando mi hermano menor me rompió la nariz. El segundo fue cuando enterraron a Richard Milhous Nixon con un saludo de veintiún cañonazos. Ojalá los italianos del distrito primero hubieran podido estar allí, en Yorba Linda, con el doctor Kissinger y Billy Graham. Ellos sí que habrían sabido disfrutar del espectáculo. Se habrían desternillado de risa al oír lo que se proponían aquellos dos individuos, las indignidades a las que descendían para dignificar aquel alma flagrantemente impura. Y si Ira hubiera estado vivo para oírles, se habría vuelto loco de nuevo ante el hecho fehaciente de que el mundo lo entendía todo mal.
– Ira siguió desbarrando, pero ahora contra sí mismo. ¿Cómo era posible que aquella farsa le hubiera arruinado la vida? Todo cuanto era accesorio, la materia periférica de la existencia contra la que le había prevenido el camarada O'Day. El hogar, el matrimonio, la familia, las queridas, el adulterio. ¡Toda la mierda burguesa! ¿Por qué no había vivido como O'Day? ¿Por qué no había recurrido a prostitutas como O'Day? Auténticas prostitutas, profesionales fiables que comprendían las reglas, y no aficionadas chismosas como su masajista estonia.
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