Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Sólo pensarlo me paraliza. Por espacio de un segundo me siento invadido de ardor. Ese cerdo inteligente que llevo dentro no hace más que reír y hacer corvetas. Yo podría introducirme en su casa, me dice. La puerta trasera de la casa es vieja y está medio podrida. Yo podría forzarla. Colarme en la tienda armado con un garrote. El chocolate es una materia frágil, es fácil destrozarlo. Bastarían cinco minutos entre sus cajas de regalos para conseguir mis propósitos. Ella duerme en el piso de arriba. Seguramente no lo oiría. Además, yo actuaría con rapidez. También podría ponerme una máscara, de modo que aunque me viera… Todos sospecharían de Muscat, dirían que el ataque era una venganza. Y él no está aquí para desmentirlo y por otra parte…

Père, ¿se ha movido? Por un momento me ha parecido que la mano de usted se había crispado, he visto que se le retorcían dos dedos como si fuera a darme la bendición. Otra vez ese espasmo, como un fusilero que recordase antiguas batallas. Una señal.

¡Alabado sea Dios! Una señal.

38

30 de marzo

Domingo de Pascua

4 de la madrugada

Anoche apenas pude dormir. Ella tuvo luz en la ventana hasta las dos y ni siquiera entonces me atreví a moverme por si seguía despierta a pesar de la oscuridad. Estuve dormitando un par de horas en la butaca, aunque puse el despertador para no quedarme dormido del todo. Pero no había necesidad de preocuparse. Dormí de tal modo que sólo tuve algunos alfilerazos fugaces de sueños que, pese a despertarme, ni siquiera entonces logré recordar. Creo que soñé con Armande -una Armande joven, aunque como es lógico no la haya conocido de joven-, que corría a través de los campos que se extienden detrás de Les Marauds con un vestido rojo y los negros cabellos al viento. O quizás era Vianne y las confundí. Después soñé con el incendio de Les Marauds, soñé con la arpía y su hombre, soñé con las inhóspitas orillas rojas del Tannes y soñé con usted, père, y con mi madre en la cancillería… En mis sueños se filtró, entera, la amarga vendimia de aquel verano y, como un cerdo que hoza la tierra en busca de trufas, fui revolviendo una y otra vez las podridas exquisiteces y me atiborré de ellas hasta hartarme.

A las cuatro me levanté de la butaca. Había dormido vestido, así que me quité la sotana y el alzacuello. La Iglesia no tiene nada que ver con este asunto. He preparado café muy fuerte pero sin azúcar, aunque técnicamente ya han terminado mis privaciones. He dicho técnicamente. En el fondo de mi corazón sé que todavía no ha llegado la Pascua. Todavía no ha subido a los cielos. Si hoy tengo éxito en mis planes, entonces Él subirá a los cielos.

Descubro que estoy temblando. Como pan seco para infundirme valor. El café está caliente y amargo. Prometo resarcirme con una buena comida así que haya terminado la tarea: huevos, jamón, bollos azucarados de la tienda de Arnauld. Se me hace la boca agua sólo pensarlo. Pongo la radio y localizo una emisora que da música clásica. Que las ovejas puedan pacer en paz. Pero mis labios se tuercen en una mueca dura y seca de desdén. No es momento de pastorales. Ésta es la hora del cerdo, del cerdo taimado. Fuera música.

Faltan cinco minutos para las cinco de la madrugada. Me acerco a la ventana y contemplo la primera rendija de luz en el horizonte. Tengo tiempo sobrado. A las seis vendrá el coadjutor para hacer sonar el carillón de Pascua, me queda tiempo para realizar lo que me he propuesto. Me pongo el pasamontañas que he dejado aparte para ponérmelo en el momento de realizar mi plan. Me miro en el espejo y me veo diferente, doy miedo. Un terrorista. Sonrío de nuevo. La boca, debajo de la máscara, tiene una expresión dura y cínica. Casi me gustaría que ella me viese.

5.10 horas

La puerta no está cerrada con llave. Apenas puedo creer en mi suerte. Así hace ella gala de su confianza, de su insolencia al creer que nadie puede oponérsele. Desecho el grueso destornillador con el que me proponía hacer palanca para forzar la puerta y levanto con las dos manos el grueso madero, que no es otra cosa, père, que parte del dintel que se desprendió durante la guerra. La puerta se abre con sigilo. De la parte superior del vano de la puerta cuelga y se balancea otra de sus bolsitas rojas, tiro de ella y, tras arrancarla, la arrojo despreciativamente al suelo. Durante un breve instante me siento desorientado. Desde los tiempos en que era una panadería el establecimiento ha cambiado y, en cualquier caso, estoy menos familiarizado con la parte trasera de la casa. En las superficies embaldosadas brilla un levísimo reflejo de luz y me alegra haberme acordado de proveerme de una linterna. La enciendo y por un momento me ciega la blancura de las superficies esmaltadas, las repisas, las pilas y hornos viejos, todo centellea con un brillo lunar bajo el delgado haz de luz de la linterna. No se ven bombones en parte alguna. No podía ser de otro modo. Aquí se confeccionan. No sé muy bien por qué me sorprende tanto verlo todo tan limpio. Imaginaba que esa arpía tendría un montón de pucheros sucios y la pila llena de cacharros, y que habría largos cabellos enredados en la masa de hacer pasteles. En cambio, todo está escrupulosamente limpio, en las repisas se alinean los peroles por orden de tamaño, el cobre con el cobre, el esmalte con el esmalte, cuencos de porcelana al alcance de la mano además de utensilios -cucharas, cazos- colgados de las paredes encaladas. En la vieja mesa mellada hay varios recipientes de piedra para preparar el pan. En el centro, un jarrón con dalias amarillas despeinadas proyecta una masa de sombras. Por alguna razón, las flores me atacan los nervios. ¿Cómo se permite tener flores sabiendo que Armande Voizin está muerta? El cerdo que llevo dentro vuelca las flores sobre la mesa con risa sarcástica. Le dejo hacer. Necesito su ferocidad para llevar a cabo la tarea que tengo entre manos.

5.20 horas

Los bombones deben de estar en la tienda. Atravieso sigilosamente la cocina y abro la gruesa puerta de pino que da acceso a la parte delantera del edificio. A mi izquierda, una escalera conduce a la vivienda. A mi derecha, el mostrador, los estantes, los expositores, las cajas… El olor a chocolate, aunque esperado, me turba. La oscuridad parece hacerlo más intenso, si bien por un instante el olor es la propia oscuridad, que se disemina a mi alrededor como un precioso polvo oscuro que me sofoca los pensamientos. La luz de la linterna arranca haces de fulgores del papel metálico, de las cintas, de los centelleantes pelotones de celofán. Estoy en la cueva del tesoro. Siento un estremecimiento que me recorre el cuerpo. Pensar que estoy aquí, en la casa de la bruja, pensar que nadie me ve, que soy un intruso. Tocar sus cosas en secreto mientras ella duerme… Siento una compulsión al ver el escaparate, querría arrancar esa pantalla de papel que lo cela y ser así el primero. Un deseo absurdo, puesto que a lo único que aspiro es a destruirlo todo. Pero no puedo negarme a la compulsión. Camino sin que mis pisadas levanten ningún ruido, puesto que llevo zapatos con suela de goma, y sostengo en la mano el pesado artefacto de madera. Tengo tiempo sobrado. Tiempo suficiente para saciar mi curiosidad, si lo deseo. Por otra parte, este momento es demasiado precioso para dilapidarlo. Quiero saborearlo.

5.30 horas

Procurando no hacer ruido, levanto el papel que cubre el escaparate. Al retirarlo produce un leve ruido y no lo toco más, mientras me esfuerzo por captar cualquier indicio de movimiento del piso de arriba. No oigo ninguno. La luz de la linterna ilumina el escaparate y por un momento llego casi a olvidar qué he venido a hacer. Me quedo asombrado al contemplar esa profusión de exquisiteces, frutas glacé, flores de mazapán y montañas de bombones de todas las formas y tamaños posibles, además de conejos, patos, gallinas, polluelos, corderitos, muchos animales que me miran con sus ojillos de chocolate con expresión entre tristona y feliz, como esos ejércitos de soldados del Japón antiguo, esculpidos en barro cocido, y por encima de todo descuella una estatua de mujer, cuyos brazos morenos y gráciles sostienen una gavilla de trigo también de chocolate, el viento agita sus cabellos. Todo está realizado fielmente hasta los más mínimos detalles, los cabellos son de una tonalidad de chocolate más oscura, los ojos pintados de blanco. El olor a chocolate es agobiante, su aroma rico y sensual se introduce por la garganta y deja en ella un rastro dulce y exquisito. La mujer de la gavilla de trigo sonríe apenas, como si celara algún misterio.

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