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Joanne Harris: Cinco cuartos de naranja

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Joanne Harris Cinco cuartos de naranja

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Cuando tras décadas de ausencia Framboise Simon regresa a su pequeño pueblo en la campiña francesa, los habitantes no la reconocen como la hija de la mal afamada Mirabelle Dartigan,la mujer que aún consideran responsable de la tragedia sucedida en los años de la ocupación nazi. A la búsqueda de un nuevo comienzo en su vida, Framboise descubre rápidamente que el presente y el pasado se encuentran inextricablemente unidos, mientras recorre las páginas del cuaderno de recetas de cocina heredado de su madre. Con la ayuda de esas recetas, Framboise recrea los platos de su madre, que sirve en un coqueto restaurante. Y a medida que analiza el cuaderno -a la búsqueda de pistas que le permitan comprender la contradicción entre el amor de su madre por la cocina y su conducta opresiva-, descubre poco a poco un significado oculto detrás de las crípticas anotaciones de Mirabelle. Entre las páginas del cuaderno, Framboise encontrará la clave para comprender lo que realmente sucedió aquel fatídico verano en el que tenía tan solo nueve años. Exquisito y lleno de matices, Cinco cuartos de naranja es un libro sobre madres e hijas del pasado y del presente, sobre la resistencia y la derrota y, sin lugar a dudas, una extraordinaria muestra del talento de la autora de Chocolat.

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Fui incluso al monumento a los caídos. A un lado, los dieciocho nombres de nuestros soldados muertos en guerra, bajo el lema grabado: «Morts pour la patrie». Observé que el nombre de mi padre ha sido borrado, dejando un parche rugoso entre Darius G. y Fenouil J-P. Al otro lado, una placa conmemorativa con diez nombres escritos en letras más grandes. No necesitaba leerlos. Los sabía de memoria. Pero fingí interés, sabiendo que, inevitablemente, alguien acabaría por contarme la historia, quizá me mostraría el lugar contra el muro oeste de la iglesia de Saint Benedict, me contaría que cada año hay un servicio especial en su memoria, que leen sus nombres en voz alta desde la grada del monumento y que les ponen flores… Me pregunto si podría soportarlo. Me pregunto si no lo adivinarían por mi expresión.

Martin Dupré, Jean-Marie Dupré, Colette Gaudin, Philippe Hourias, Henri Lemaître, Julien Lanicen, Arthur Lecoz, Agnès Petit, François Ramondin, Auguste Truriand. Hay tanta gente que aún lo recuerda… Tanta gente con los mismos nombres, los mismos rostros. Las familias han permanecido aquí. Los Hourias, los Lanicen, los Ramondin, los Dupré. Sesenta años después todavía recuerdan, los jóvenes criados en el odio casual de los mayores.

Durante algún tiempo desperté cierto interés. Algo de curiosidad. La misma casa. Abandonada desde que ella se fuera, la mujer Dartigen, «No, no puedo recordar los detalles, señora, pero mi padre, mi tío…». En cualquier caso, ¿por qué había comprado aquel lugar?, me preguntaban. Era una monstruosidad, un lugar lóbrego. Los árboles que aún permanecían en pie estaban medio podridos a causa del muérdago y la enfermedad. El pozo había sido tapado con hormigón, y estaba lleno de escombros y de piedras. Pero yo recordaba una granja limpia, próspera y animada; caballos, cabras, gallinas, conejos… Me gustaba pensar que quizá los conejos salvajes que veía correr por los campos del norte y en los que vislumbraba algunos parches blancos entre el color pardusco eran descendientes de aquellos otros. Para satisfacer a los curiosos, me inventé una infancia en una granja bretona. La tierra era barata, expliqué. Me mostré humilde, apologética. Algunas de las personas mayores me miraban con recelo, pensando, tal vez, que la granja debería haber seguido siendo un monumento conmemorativo para siempre. Iba de luto y ocultaba mi cabello bajo una sucesión de pañuelos. Como veis, fui vieja desde el principio.

Aun así, tardé algún tiempo en ser aceptada. La gente era educada pero poco cordial, y dado que yo tampoco poseo un talante demasiado sociable por naturaleza -áspera, solía decir mi madre-, las cosas continuaron igual. No iba a la iglesia. Sé cómo debía de sentar aquello, pero no podía obligarme a ir. Arrogancia quizá, el tipo de rebeldía que hizo que mi madre nos pusiera nombres de frutas en vez de los santos de la iglesia… Tuve que esperar a la tienda para pasar a formar parte de la comunidad.

Empezó como una tienda, aunque siempre tuve la intención de crecer. Dos años después de mi llegada, el dinero de Hervé casi se había agotado. Ahora la casa era habitable, aunque la tierra era prácticamente inútil: una docena de árboles, una parcela de hortalizas, dos cabras pigmeas y algunas gallinas y patos; era evidente que tardaría bastante tiempo en poder ganarme la vida con la tierra. Empecé a hacer pasteles y a venderlos: el brioche y pain d'épices de la región, así como otras especialidades bretonas de mi madre, paquetes de crêpes dentelle, tartas de frutas y paquetes de sablés , galletas, pan de nueces, pastelillos de canela… Al principio los vendía desde la panadería del pueblo, luego desde la granja misma, añadiendo poco a poco otros productos: huevos, quesos de cabra, licores de frutas y vinos. Con las ganancias compré cerdos, conejos y más cabras. Utilizaba las viejas recetas de mi madre, trabajando casi siempre de memoria pero consultando el álbum de cuando en cuando.

La memoria resulta a veces tan extraña… nadie en Les Laveuses parecía recordar la cocina de mi madre. Algunas de las personas mayores llegaron incluso a comentar la diferencia que mi presencia había supuesto; la mujer que estuvo aquí antes era severa y desaliñada. Su casa apestaba, sus hijos corrían descalzos. Fue un alivio librarse de ella, de ellos. Sentí que un estremecimiento me recorría por dentro, pero no dije nada. ¿Qué podría haberles dicho? ¿Que mi madre enceraba el suelo cada día, que nos obligaba a llevar zapatillas en la casa para evitar que le rayásemos el suelo con nuestros zapatos? ¿Que las jardineras de nuestras ventanas estaban siempre rebosantes de flores? ¿Que nos frotaba con la misma fiera imparcialidad con la que frotaba las escaleras, abrasándonos las caras con la manopla hasta que a veces temíamos sangrar?

Es una leyenda malvada de aquí. Incluso hubo una vez un libro. En realidad no fue más que un panfleto. Cincuenta páginas y algunas fotografías. Una del monumento, una de la iglesia de Saint Benedict, un primer plano del fatídico lado oeste. Sólo una referencia de pasada a sus tres hijos, ni siquiera nuestros nombres. Me sentí agradecida por ello. La ampliación de una fotografía borrosa de mi madre, con el cabello peinado hacia atrás con tal fiereza que sus ojos parecían achinados, la boca encrespada en una fina línea rígida de desaprobación. La fotografía oficial de mi padre con uniforme, la misma del álbum, en la que aparece ridículamente joven, con el rifle apoyado despreocupadamente en el brazo, sonriente. Luego, al final del libro, la fotografía que me hizo contener el aliento como un pez con el anzuelo en la boca. Cuatro hombres jóvenes con uniformes alemanes, cogidos todos del brazo salvo el cuarto, que permanece un poco apartado del resto, como cohibido, con el saxofón en la mano… Los otros también llevan instrumentos musicales: una trompeta, un tamboril, un clarinete, y aunque no se mencionan sus nombres los conozco a todos. «La banda militar de Les Laveuses, hacia el año 1942. A la derecha, Tomas Leibniz.»

Tardé algún tiempo en entender cómo pudieron llegar a averiguar tantos detalles. ¿Dónde habían descubierto la fotografía de mi madre? Que yo supiese, no había fotografías suyas. Incluso yo sólo había visto una, una vieja fotografía de boda en el fondo del cajón del dormitorio, dos personas enfundadas en abrigos de invierno en la escalera de la iglesia de Saint Benedict, él con un sombrero de ala ancha y ella con el pelo suelto y una flor detrás de la oreja… Una mujer diferente entonces, sonriendo rígida y tímidamente a la cámara. El hombre a su lado rodeándole los hombros con el brazo en actitud protectora. Comprendí que si mi madre se enteraba de que había visto aquella fotografía se enfadaría y la volví a poner en su lugar, temblando un poco, preocupada sin saber apenas el motivo.

La fotografía del libro es más como era ella, más como la mujer que creía conocer pero a la que en realidad nunca llegué a conocer de verdad, una mujer con el rostro endurecido y eternamente al borde de la ira… Entonces, al mirar la autora de la fotografía al final del libro, entendí de dónde se había sacado la información: Laure Dessanges, periodista y escritora gastronómica, pelo corto y pelirrojo y sonrisa adiestrada. La mujer de Yannick. La nuera de Cassis. Pobre, estúpido Cassis. Pobre ciego Cassis, cegado por el orgullo en su hijo triunfador. Arriesgando nuestra ruina por… ¿Por qué? ¿O, acaso había acabado por creerse su ficción?

Capítulo 3

Tenéis que entender que para nosotros la Ocupación fue muy diferente que para la gente de las ciudades. Les Laveuses apenas ha cambiado desde la guerra. Miradla ahora: un puñado de calles, algunas de ellas no son más que anchos caminos sin asfaltar que se prolongan desde el cruce principal. La iglesia queda al fondo, ahí, el monumento de guerra en la Place des Martyrs con su pedazo de jardín y la vieja fuente detrás, luego en la Rue Martin et Jean-Marie Dupré, la oficina de correos, la carnicería de Petit, el Café de La Mauvaise Réputation, el bar con su anaquel de postales del monumento a los caídos y el viejo Brassaud sentado en su balancín junto a la escalera, enfrente el director de la funeraria-floristería (la comida y la muerte siempre fueron un buen negocio en Les Laveuses), la tienda de ultramarinos (que todavía pertenece a la familia Truriand, aunque afortunadamente la lleva el nieto que se trasladó aquí hace poco) y el viejo buzón de correos pintado de amarillo.

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