Claudia Piñeiro - Betibú

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Cuando parece que la tranquilidad ha vuelto a reinar en el country La Maravillosa, Pedro Chazarreta aparece degollado, sentado en su sillón favorito, con una botella de whisky vacía a un costado y un cuchillo ensangrentado en la mano. Todo hace suponer que se trata de un suicidio. Pero pronto aparecen las dudas. ¿Acaso algún justiciero habrá querido vengar la muerte de la mujer del empresario, asesinada tres años antes en esa misma casa? ¿Será ésta la última muerte?
El Tribuno, uno de los diarios más importantes del país, deja de lado por unos días su enfrentamiento con el gobierno para cubrir a fondo la noticia. Al escenario del crimen, envía a Nurit Iscar, una escritora retirada, y a un periodista joven e inexperto. Y aunque el antiguo jefe de la sección Policiales, Jaime Brena, ha sido desplazado por sacar los pies del plato, decide involucrarse en el caso y ayudar a su reemplazante y a Nurit, a quien admira en secreto.

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Media hora después llaman de la guardia. Atiende Carmen y le pasa el teléfono a Nurit: De la puerta para que autorices que pase alguien. El pibe de Policiales, dice ella a sus amigas y luego al teléfono: Hola, sí. Pero el nombre que le dan del otro lado de la línea la confunde: ¿Quién?, no, yo esperaba a otra persona, ¿cómo dijo que se llama? Matías Gallo, responde el guardia, acá me dice que es un amigo de su hijo Rodrigo. Ah, sí, Matías, ¿pero qué hace Matías acá?, bueno, sí, dígale que pase. Nurit se inquieta, ¿por qué está entrando un amigo de Rodrigo en La Maravillosa?, tiene que haber pasado algo, ¿le habrán pedido que me traiga alguna mala noticia? Sus amigas tratan de tranquilizarla, pero la cara de Nurit demuestra que no lo logran. Ay, por favor, ¿por qué siempre tenés que ser tan dramática cuando se trata de tus hijos?, la reta Paula. Seguro que es una pavada, seguro que viene a la casa de alguna otra persona y pasa por acá a dejarte algo, o a saludarte, dice Carmen. No, si no hay tanta confianza, es un compañero de la facultad de Rodrigo, yo lo conozco, sé quién es, pero no tengo una relación con ese chico como para que se sienta obligado a venir a saludarme. A lo mejor te viene a dejar algo para Rodrigo, insiste Carmen. Él me habría avisado. ¿Te parece?, con los chicos se puede esperar cualquier cuelgue. Nurit llama al celular de su hijo: apagado. Carmen Terrada intenta sacar a relucir el principio de la navaja de Ockham. ¿La navaja de quién?, le pregunta Paula. Carmen explica: es un principio filosófico que enunció un tal Guillermo de Ockham, que dice que ante dos teorías que explican la misma consecuencia, es mucho más probable que la verdadera explicación esté en la teoría más simple; por ejemplo, si alguien a quien esperás no llega, un hijo por ejemplo, es mucho más lógico pensar que perdió el colectivo o se atrasó en la casa de un amigo, a que se mató en un accidente de tránsito. Paula y Nurit se la quedan mirando. Sí, okey, no fue un ejemplo feliz, pero la navaja de Ockham, bien aplicada, es útil para no hacerse mala sangre. Sus amigas siguen calladas, ella decide hacer lo mismo. Paula propone ir a la puerta y esperar allí a Matías, y eso hacen. No saben por dónde vendrá, el camino desde la entrada del country a la casa que Nurit Iscar ocupa puede hacerse por la izquierda o por la derecha, porque la calle sobre la que está es un semicírculo perfecto. Miran a un lado y al otro como si fuera un partido de tenis en cámara lenta. El tiempo parece no pasar. ¿Tanto tarda este chico desde la entrada hasta acá?, dice Paula, ¿en qué viene?, ¿en sulky? ¿Querés que lo salgamos a buscar con el auto?, propone. Me parece mejor, contesta Nurit y su amiga está a punto de ir a buscar las llaves en el mismo momento en que por la izquierda, a unos veinte metros de la casa, aparece detrás de la curva un muchacho que camina sin apuro. ¿Será ése?, pregunta Carmen. Y sin esperar que nadie conteste las tres salen corriendo a su encuentro. El chico las mira venir hacia él algo desconcertado, mochila al hombro y iPhone en los oídos. La primera en alcanzarlo es Nurit, que se para frente a él y mientras se aferra a sus hombros le pregunta: ¿Qué pasó? El chico se la queda mirando sin contestar. Decime ya qué pasó, insiste ella. ¿Qué pasó cuándo?, se anima a preguntar el amigo de su hijo. Cuando pasó lo que pasó, dice ella. ¿Qué pasó?, repite Matías. Eso es lo que quiero saber, le grita ahora Nurit. Matías mira a las otras mujeres como diciendo “tirame una cuerda, no sé qué hacer con esta loca”. Nurit empieza a llorar. Paula, aunque sigue apostando a que no es para tanto, la abraza y la deja llorar en su hombro. El chico transpira, se pasa el brazo por la frente. Carmen trata de mantener la calma, pero con firmeza le pide: Lo que tengas que decir, sea lo que sea, decilo ya. El chico se queda pensando, se nota en su rostro que nada le gustaría tanto como acertar con la respuesta correcta a las preguntas de estas mujeres, pero no tiene la menor idea de qué esperan de él. Dale, hablá, insiste Carmen, decilo, tenés que decirlo. ¿Gracias?, dice Matías. ¿Gracias qué?, le pregunta Carmen sin entender. Gracias, señora Iscar, por invitarme a pasar el día en su quinta, completa el chico como si recitara. Nurit deja el hombro donde llora y dice: ¿Que yo te invité a qué? Bueno, usted no, Rodrigo, me invitó a pasar el fin de semana en su quinta. En mi quinta. Sí, a mí y a unos amigos, ¿no llegaron? No, dice Nurit después de un suspiro que le devuelve la calma y la llena de ganas de matar a su hijo. Ah, ellos vienen con una combi que sale de Plaza Italia, pero como yo vengo de la casa de mi abuela, en San Isidro, me corté solo. El conductor de un Audi les toca la bocina, apenas un toque discreto, para que lo dejen pasar. Sin darse cuenta, las mujeres y el chico ocupan toda la calle. Se corren hacia la banquina, dejan pasar el auto y luego van detrás de él hacia la casa. Y decime, le pregunta Nurit a Matías, ¿cuántos son esos que vienen en la combi? Y… pocos, unos cuatro o cinco. Cuatro o cinco, repite Nurit. Sin contar a Rodrigo, aclara el chico. Sí, a Rodrigo no lo contemos porque creo que va a sufrir un pequeño accidente doméstico, dice Paula. El chico no entiende el chiste. Ella se da cuenta, mira al cielo y concluye: Alabado sea el Señor que sólo me dio sobrinos.

Cuando entran en la casa, Anabella le cuenta a Nurit que llamó Viviana Mansini para avisar que va a llegar después de comer -¿quién invitó a Viviana Mansini?, pregunta Paula- y que otra vez llamaron de la guardia: Hay una visita en la puerta que tiene que autorizar, dice la mujer y sigue cortando lechuga. Ahora llamo, contesta Nurit mientras evalúa que la cantidad de verdura ya no será suficiente: Agregá una planta más de lechuga y dos o tres tomates que se nos sumaron unos invitados, yo en seguida pido más empanadas. Nurit llama a la guardia: Sí, me dijeron que tengo que autorizar el ingreso de alguien. Ella escucha el nombre de la nueva visita. ¿Juan?, dice, sí, sí, que pase, es mi hijo. Parece que viene Juan también, no me contestan los llamados pero se caen de sorpresa. ¿Le molesta si me pongo la malla y nado un rato mientras vienen Rodrigo y los chicos?, la interrumpe Matías. No, claro, hacé tranquilo como si la casa fuera tuya, dice Nurit con cierta ironía que el amigo de su hijo no advierte. Se lo queda mirando en silencio sin agregar una palabra más como para que el chico entienda que lo mejor que puede hacer es ir y zambullirse en la pileta. Bueno, parece que hoy no estreno el natatorio, dice Paula en cuanto Matías desaparece para cambiarse. ¿Por qué?, le pregunta Nurit. ¿Viste ese cuerpo?, ¿viste esa piel?, ¿viste esa juventud?, bueno, todo eso se va a multiplicar por cinco cuando llegue Rodrigo y por no sabemos cuántos cuando llegue Juan, y yo no estoy preparada para ese contraste. Ay, dejate de joder, somos mujeres grandes, nadie espera de nosotras juventud, le dice Carmen. No, juventud no, pero sí sentido crítico, respeto por los demás y dignidad. Más que nada dignidad. En eso coincido, dice Nurit, y se recuerda a sí misma unos días atrás frente al espejo sintiéndose indigna de que Lorenzo Rinaldi vea cómo su cuerpo envejeció en estos tres años. Yo tendría que haber hecho como Greta Garbo, dice Paula, o como Mina, que se retiraron de la vida pública a tiempo. ¿Mina la de Parole, parole?, pregunta Carmen. Sí, Mina. No sabía que se había retirado. Se recluyó, la vejez nos asusta a los artistas, somos seres estéticos, almas jóvenes en cuerpos que envejecen. Y algo ególatras, agrega Carmen Terrada. Ponele el nombre que quieras, pero yo también fui una artista consagrada aunque ese chico no parezca haberme reconocido, se queja Paula, ¿se dieron cuenta de que no tiene ni idea de quién soy? Pasó por al lado mío y me ignoró como a un poste. Con más razón, metete en la pileta tranquila que el chico ni te va a mirar, le sugiere Carmen. Sí, yo sé que el riesgo es bajo, pero existe, ¿qué pasa si uno de los amigos de Rodrigo me enganchó en una película vieja en el cable, me reconoce, saca una foto y la manda a un programa de chimentos? Me meto en la pileta mañana, total los chicos no se van a quedar a dormir, ¿o sí? A mí me pareció que este tal Matías habló de “fin de semana”, dice Carmen. Las tres se miran. Paula se acerca a la ventana y, con el dedo índice y el meñique haciendo cuernitos, toca madera.

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