Tras ese preámbulo destinado a atizar la imaginación, Saíto pasó a tratar el núcleo de la cuestión. Su tono se volvió más sosegado, casi solemne. Durante un momento, los presentes se dispusieron a escuchar palabras más sensatas.
– Escúchenme bien. Todos ustedes saben en qué consiste la obra a la que Su Majestad Imperial ha tenido a bien destinar a los prisioneros británicos. El objetivo es unir las capitales de Tailandia y Birmania a través de cuatrocientas millas de jungla, para permitir el paso de los convoyes japoneses y abrir la ruta de Bengala al ejército que ha liberado a esos dos países de la tiranía europea. El pueblo japonés necesita la vía férrea para continuar su serie de victorias, conquistar el subcontinente indio y finalizar rápidamente esta guerra. Por ello es esencial acabar la obra lo más pronto posible; en el plazo de seis meses, de acuerdo a las órdenes de Su Majestad Imperial. Ello redunda también en interés de todos ustedes. Cuando la guerra termine, es posible que se les conceda la oportunidad de volver a sus hogares, bajo la protección de nuestro ejército.
El coronel Saíto prosiguió en un tono aún más comedido, como si se hubiera desembarazado definitivamente de los vapores de la embriaguez.
– ¿Saben ya cuál va a ser la misión de ustedes, que están bajo mi mando en este campamento? Les he reunido aquí para informarles de ello. Consiste sencillamente en construir dos pequeños tramos de vía, que servirán de enlace con los otros sectores. Pero, sobre todo, habrán de edificar un puente sobre el río Kwai, el cual pueden observar más allá. Ese puente será su principal tarea, y pueden considerarse unos privilegiados, pues se trata de la obra más importante de toda la línea. El trabajo es agradable, requiere habilidad más que fuerza. Además, tendrán el honor de contarse entre los pioneros de la esfera de coprosperidad surasiática…
– He ahí otro acicate que bien podría provenir de la boca de un occidental -reflexionó Clipton, muy a su pesar…
Saíto inclinó hacia adelante la parte superior de su cuerpo y permaneció inmóvil, con la mano derecha apoyada sobre el puño de su sable, mientras escrutaba a los hombres de las primeras filas.
– Naturalmente, la parte técnica de los trabajos será dirigida por un ingeniero cualificado, un ingeniero japonés. En lo concerniente a la disciplina, tendrán que vérselas conmigo y con mis subordinados. Como pueden comprobar, no habrá escasez de cuadros. Por todas estas razones que he estimado conveniente explicarles, he dado órdenes a los oficiales británicos de trabajar fraternalmente, codo con codo, en compañía de sus soldados. En las circunstancias actuales, no puedo tolerar bocas inútiles. Espero no verme obligado a repetir esta orden. De lo contrario…
Saíto recayó entonces, sin transición alguna, en su estado de furia inicial y se puso de nuevo a gesticular como un poseso.
– De lo contrario, emplearé la fuerza. Odio a los británicos. Si es necesario, les haré fusilar a todos, antes que seguir alimentando a unos haraganes. La enfermedad no será motivo de dispensa. Un hombre enfermo siempre puede contribuir con su esfuerzo. Construiré el puente sobre los huesos de los prisioneros, si me obligan a ello. Odio a los británicos. Los trabajos comenzarán mañana al amanecer; serán convocados con los silbatos, en este mismo lugar. Los oficiales formarán filas aparte; constituirán un equipo que deberá cumplir la misma cuota de trabajo que los demás. Les distribuiremos herramientas y el ingeniero japonés se encargará de proporcionar las instrucciones. Dedicaré mis últimas palabras de esta noche a recordarles la divisa del general Yamashita: «Trabajen con agrado y ahínco». No se olviden de ello.
Saíto descendió de su estrado y volvió a su cuartel general a zancadas enormes y furiosas. Los prisioneros rompieron filas y pusieron rumbo a sus barracas, afligidos profundamente por tan deslavazada elocuencia.
– Parece no haber comprendido, sir. Creo que no habrá más remedio que apelar a los convenios internacionales -dijo Clipton al coronel Nicholson, que había quedado pensativo y en silencio.
– Yo también lo creo, Clipton -respondió el coronel gravemente-, y me temo que nos enfrentamos a un período lleno de dificultades.
Clipton temió por un momento que el período lleno de dificultades previsto por el coronel Nicholson no durara mucho y acabara, nada más comenzar, con una espantosa tragedia. Como médico, era el único oficial al que la disputa no afectaba directamente. Ya estaba sobrecargado de trabajo cuidando a los numerosos lisiados, víctimas de la terrible marcha a través de la selva, razón por la cual no había sido incluido entre la mano de obra. No por ello su angustia fue menor cuando asistió al primer choque, desde la barraca pomposamente bautizada como «el hospital», en la que se encontraba desde poco antes del amanecer.
Tras ser despertados en mitad de la noche por los silbatos y los gritos de los centinelas, se dispusieron a formar filas, de mal humor y aún exhaustos, ya que no habían podido recuperar las fuerzas por culpa de los mosquitos y su mísero acomodamiento. Los oficiales se reagruparon en el lugar indicado. El coronel Nicholson les había dado instrucciones precisas.
– Hay que dar pruebas de buena voluntad -declaró-, siempre y cuando ello sea compatible con nuestro honor. Yo también iré personalmente a formar filas.
Había dejado bien claro que la obediencia a las órdenes de Saíto se limitaría a eso.
Permanecieron un buen rato en pie, inmóviles en medio de la fría humedad. Más tarde, cuando el día empezaba a nacer, vieron llegar al coronel Saíto, rodeado de algunos oficiales subalternos y seguido del ingeniero que había de dirigir las obras. Daba la impresión de estar malhumorado, si bien su rostro se iluminó al divisar al grupo de oficiales británicos, alineados detrás de su jefe.
Un camión cargado de herramientas seguía a los mandos. Mientras el ingeniero se encargaba de su distribución, el coronel Nicholson dio un paso al frente y solicitó a Saíto una breve entrevista. La mirada de éste se ensombreció, pero no dijo ni una palabra. El coronel entonces fingió interpretar su silencio por un signo de asentimiento y se acercó a él.
Clipton no pudo observar sus gestos, puesto que estaba de espaldas a él. Después de un momento, cambió de posición, situándose de perfil, lo que permitió al médico ver cómo le ponía un librito delante de las narices al japonés, al tiempo que le señalaba con el dedo un pasaje. Se trataba sin lugar a dudas del Manual de derecho militar. Saíto titubeó, lo que llevó a pensar a Clipton que quizá la noche le hubiera inspirado mejores sentimientos. Rápidamente comprendió cuan vano era su anhelo. Tras el discurso de la víspera, aunque había aplacado su cólera, la obligación de «salvar la cara» dictaba ineluctablemente su conducta. Su rostro empezó a enrojecer. Tenía la esperanza de haber terminado con esa historia y ahora, de nuevo, se enfrentaba a la obstinación del coronel. Volvió entonces a sumirse, de golpe, en un estado de furia histérica, provocado por la testarudez del coronel Nicholson. Éste, mientras tanto, seguía leyendo en voz baja y ayudándose con el dedo, sin percatarse de la transformación de Saíto. Clipton, que observaba atentamente los cambios en la fisonomía del japonés, estuvo a punto de lanzar un grito para advertir a su jefe, pero ya era demasiado tarde. En un par de movimientos rápidos, Saíto hizo saltar el libro por los aires y propinó una bofetada al coronel. Luego, permaneció un rato enfrente de él, con el cuerpo inclinado hacia adelante y los ojos fuera de las órbitas, mientras gesticulaba y alternaba, de modo grotesco, insultos en inglés y japonés.
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