– En fin, ¿tengo razón? ¿Sí o no? -preguntó al comandante Hughes-. Usted que es técnico industrial, ¿es capaz concebir que tal empresa pueda culminarse satisfactoriamente sin una jerarquía de cuadros responsables?
Tras las bajas de la trágica campaña, su estado mayor se limitaba a dos oficiales, aparte del doctor Clipton, un grupo que había conseguido mantener a su lado desde Singapur. Apreciaba sus consejos y sentía constantemente la necesidad de someter sus ideas a la crítica de una discusión colectiva, antes de adoptar una decisión. Se trataba de dos oficiales de reserva: el primero, el comandante Hughes, era en su vida civil director de una compañía minera de Malasia. Había sido destinado al regimiento del coronel Nicholson, que detectó inmediatamente en él su talento de organizador.
El segundo, el capitán Reeves, trabajaba como ingeniero de obras públicas en India, antes de la guerra. Tras ser movilizado a un cuerpo de ingeniería, nada más iniciarse los combates fue alejado de su unidad. El coronel lo recogió y le nombró consejero también a él. No era un militar cerril; le encantaba rodearse de especialistas. Reconocía sinceramente que ciertas empresas civiles emplean en ocasiones métodos que pueden servir de fructífera inspiración al ejército, y no desperdiciaba ninguna ocasión para instruirse. Apreciaba por igual a los técnicos y a los organizadores.
– Ciertamente no le falta razón, sir -replicó Hughes.
– Yo soy de la misma opinión -señaló Reeves-. En la construcción de un ferrocarril y un puente (creo que se trata de un puente sobre el río Kwai) no hay lugar para las improvisaciones apresuradas.
– Usted es, en efecto, especialista en este tipo de obras -declaró el coronel, como soñando en voz alta-. Espero haber metido un poco de sentido común en la cabeza de ese insensato. ¿Comprende lo que le quiero decir?
– Por otra parte -añadió Clipton, con la mirada puesta en su superior-, si ese acertado argumento no basta, podemos recurrir al Manual de derecho militar y a los convenios internacionales.
– Cierto. Tenemos los convenios internacionales -ratificó el coronel Nicholson-. Eso me lo he reservado para una nueva sesión, en caso de que sea necesaria.
Clipton hizo este comentario, matizado de pesimista ironía, porque se temía muy mucho que aquel Llamamiento al buen sentido no fuera suficiente. Durante la escala que interrumpió la marcha por la selva, le habían llegado ciertos rumores sobre el carácter de Saíto. Corría la voz de que, en ayunas, el oficial japonés se mostraba en ocasiones razonable, pero que cuando bebía sin moderación podía convertirse en un verdadero animal.
La gestión del coronel Nicholson tuvo lugar durante la mañana del primer día, un día reservado a la instalación de los prisioneros en las barracas medio destruidas del campamento. Saíto reflexionó, tal y como había prometido. Comenzó por encontrar sospechosas las objeciones presentadas y, para aclarar un poco sus ideas, recurrió al alcohol. Gradualmente se fue convenciendo de que el coronel le había hecho una afrenta inadmisible al discutir sus órdenes y, poco a poco, fue pasando de la desconfianza a un estado de rabia incontenible.
Tras haber alcanzado el paroxismo de su cólera, poco antes de la puesta de sol, determinó reafirmar inmediatamente su autoridad, para lo que ordenó una convocatoria general. Él también tenía la intención de soltar una arenga. Desde el comienzo de su discurso, quedó claro que se estaban agrupando siniestros nubarrones sobre el horizonte del río Kwai.
– Odio a los británicos…
Con esa fórmula empezó su discurso, colocándola una y otra vez, intercalada entre sus frases, como si de un signo de puntuación se tratara. Su inglés era bastante bueno; en el pasado había ocupado un puesto de agregado militar en un país del Imperio Británico, cargo que tuvo que abandonar a causa de sus problemas con el alcohol. Su actual puesto de simple carcelero era el miserable final de una carrera profesional sin esperanza alguna de ascenso. El encono mostrado contra los prisioneros estaba cargado de la humillación acumulada por no poder participar en la batalla.
– Odio a los británicos -comenzó diciendo el coronel Saíto-. Ustedes están aquí bajo mi exclusivo mando para realizar las obras necesarias en pro de la victoria del gran ejército japonés. Quiero decirles, y no lo voy a repetir, que no toleraré que mis órdenes se discutan lo más mínimo. Odio a los británicos. A la primera protesta, sufrirán un castigo terrible. Es necesario mantener la disciplina. En caso de que algunos de ustedes tengan la intención de proceder como les venga en gana, les recuerdo que tengo el poder de decidir sobre la vida y muerte de todos, y no dudaré en hacer uso de ese derecho para garantizar la correcta ejecución de las obras que me ha confiado Su Majestad Imperial. Odio a los británicos. La muerte de algunos prisioneros no me va a afectar. Que todos ustedes mueran resulta insignificante para un oficial superior del gran ejército japonés.
Se había encaramado sobre una mesa, al igual que el general Yamashita y, a semejanza también de éste, había estimado conveniente enfundarse un par de guantes gris claros y un par de botas relucientes, en sustitución de las viejas pantuflas con las que había aparecido esa misma mañana. Portaba, por supuesto, el sable al costado, que golpeaba una y otra vez sobre la empuñadura para recalcar sus palabras, o bien para enardecerse a sí mismo con objeto de mantenerse en el estado de furia que estimaba indispensable. Tenía un aspecto grotesco, agitando la cabeza con movimientos desordenados, como si de un títere se tratara. Se encontraba ebrio, ebrio de alcohol europeo, del whisky y el coñac abandonados en Rangún y Singapur.
Mientras escuchaba esa perorata que afectaba dolorosamente a sus nervios, Clipton recordó un consejo recibido tiempo atrás de un amigo, que había vivido entre japoneses durante mucho tiempo: «Si tiene que vérselas con ellos, no olvide nunca que este pueblo cree en su ascendencia divina como credo indiscutible». No obstante, tras un momento de reflexión, llegó a la conclusión de que no había ningún pueblo en la Tierra que no alimentara duda alguna sobre su propio origen divino, más o menos lejano. Comenzó a buscar entonces otros motivos que justificaran esa hosca autosuficiencia y rápidamente se convenció, efectivamente, de que una buena parte de los elementos fundamentales del discurso de Saíto eran atribuibles a un carácter universal, tan propio de Oriente como de Occidente. Reconoció de pasada, e identificó, diversas influencias incrustadas en las frases que explotaban en los labios del japonés: el orgullo racial, la mística de la autoridad, el miedo a no ser tomado en serio, un extraño complejo que le hacía pasear su mirada sobre los rostros, recelosa e inquieta, como temeroso de descubrir en ellos una sonrisa. Saíto había vivido en un país del Imperio Británico y no podía dejar de ignorar el ridículo del que en ocasiones eran objeto ciertas pretensiones japonesas, ni la jocosidad que despertaban las actitudes copiadas por una nación desprovista del sentido del humor en un pueblo que lo poseía por instinto. La brutalidad de sus expresiones y gestos desordenados debían achacarse, sin embargo, a un resto de salvajismo primitivo. Clipton sintió un extraño desasosiego al oírle hablar de disciplina, pero resolvió, tranquilizado, que al menos había un punto a favor del gentleman occidental: su comportamiento en estado de embriaguez.
Los oficiales escucharon en silencio, delante de sus hombres y flanqueados por los guardias, que habían adoptado una actitud amenazante, como para subrayar la ira de su jefe. Todos apretaban los puños y acomodaban trabajosamente cada uno de los rasgos de su cara, modelando su impasibilidad aparente sobre la del coronel Nicholson, que había dado instrucciones de acoger con calma y dignidad cualquier manifestación hostil.
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