A orillas del río Kwai, el capitán Reeves carecía de formularios, pero era un ingeniero experto y su saber teórico le permitía prescindir de ellos. Bastaba con elevarse un poco sobre el mar de inconvenientes y, antes de iniciar sus cálculos, efectuar una serie de pruebas sobre muestras de peso y forma simples. De esa manera, podría determinar los coeficientes con métodos sencillos y la ayuda de varios aparatos que hizo fabricar con toda urgencia, puesto que el tiempo apremiaba.
Con el consentimiento del coronel Nicholson y bajo la mirada angustiada de Saíto y la irónica de Clipton, inició el trabajo con dichas pruebas. Paralelamente, diseñó el mejor trazado posible para la vía férrea y luego se lo envió al comandante Hughes, para su ejecución. Con el ánimo más desahogado y, tras haber logrado reunir los datos necesarios para sus cálculos, se dispuso a abordar la parte más interesante de la obra: el proyecto teórico y el plano del puente.
Se consagró a ese proyecto con el rigor profesional que ya aportaba anteriormente a la práctica de su oficio en la península india, cuando realizaba estudios análogos por cuenta del gobierno. Ahora se añadía un entusiasmo febril que, en vano, se había esforzado por sentir en el pasado, con ayuda de lecturas apropiadas (como, por ejemplo, El constructor de puentes), un entusiasmo que le invadió súbitamente, cual repentina embriaguez, al oír una mera reflexión de su jefe.
– ¿Sabe una cosa, Reeves? Confío totalmente en usted. Es la única persona técnicamente cualificada de las que tenemos aquí. Le daré un gran poder de iniciativa. Tenemos que demostrar nuestra superioridad a esos bárbaros. No ignoro las dificultades, en este país perdido y con escasez de medios. Justamente por ello, el resultado será mucho más meritorio.
– Puede confiar en mí, sir -respondió Reeves, subyugado de inmediato-. Usted se sentirá satisfecho y ellos verán de lo que somos capaces.
Ésta era la ocasión que había estado esperando toda su vida. Siempre había soñado emprender una gran obra, sin sentirse constantemente acosado por los servicios administrativos, irritado por la injerencia en su trabajo de funcionarios que le exigían insípidas justificaciones, que se las arreglaban una y otra vez para ponerle trabas bajo un pretexto económico y desbarataban todos sus esfuerzos en pro de una creación original. Ahora únicamente tendría que rendir cuentas a su coronel, que le había declarado su simpatía. Si bien el coronel Nicholson respetaba la organización y un cierto formalismo indispensable, al menos era comprensivo y no se dejaba hipnotizar por cuestiones de financiación o política en lo referente a puentes. Además, con una buena fe absoluta, había reconocido su ignorancia de los asuntos técnicos y afirmado su intención de dejar las riendas en manos de su adjunto. La obra, ciertamente, era complicada y los medios escasos, pero él, Reeves, supliría todas las carencias con su entrega. Dentro de él bramaba ya el soplo que atiza el fuego creador del alma, que da nacimiento a esas grandes llamas devoradoras capaces de consumir todos los obstáculos.
A partir de ese instante, los días dejaron de tener un minuto de reposo para él. En primer lugar, bosquejó rápidamente un boceto del puente, tal como lo veía ante sí cuando contemplaba el río, con sus cuatro hileras de majestuosos pilares meticulosamente alineados; con su armoniosa y audaz superestructura, elevándose a más de cien pies sobre el nivel del río, provista de unos tirantes ensamblados por un procedimiento que él había inventado y que, en vano, en el pasado, había intentado hacer adoptar al rutinario gobierno de la India; con su ancho tablero, flanqueado por robustas barandillas caladas, que comprendía no sólo el corredor para los raíles, sino también, a su lado, un carril para los peatones y los vehículos.
A continuación, abordó los cálculos y los diagramas y, por último, realizó un plano definitivo. Había conseguido un rollo de papel aceptable de su colega japonés, que en ocasiones se apostaba silenciosamente detrás de él, contemplando la obra en ciernes, sin poder disimular su estupefacta admiración.
Tomó también la costumbre de trabajar del alba a la puesta de sol, sin un instante de reposo, hasta que comprendió que el tiempo pasaba demasiado rápido, hasta el momento en que, angustiado, cayó en la cuenta de que los días eran demasiado cortos y que su proyecto no sería concluido en el plazo que se había impuesto a sí mismo. Entonces, tras la mediación del coronel Nicholson, obtuvo de Saíto la autorización para conservar una luz tras el apagado de la iluminación. A partir de esa fecha, sentado sobre su tambaleante taburete, con su miserable cama de bambú como pupitre, su papel de dibujo extendido sobre una plancha de madera cuidadosamente cepillada por él, iluminado con una minúscula lámpara de aceite que apestaba la choza con su hedor fétido y desplazando con su mano experta una te y una escuadra talladas con infinita precaución, se pasaba las tardes y, a veces, las noches diseñando el plano del puente.
Sus instrumentos sólo los abandonaba para coger otra hoja de papel y efectuar febrilmente más pies cuadrados de cálculos, sacrificando su sueño tras una jornada agotadora, decidido a incorporar su ciencia en la obra que habría de demostrar la superioridad occidental, ese puente destinado a cargar con los trenes japoneses en su recorrido triunfal hacia el golfo de Bengala.
Clipton pensaba que los engorros del modus operandi occidental (primero el establecimiento de la organización, luego las pacientes investigaciones y especulaciones técnicas) retrasarían la realización de la obra un poco más de lo que el desordenado empirismo japonés hubiera hecho. Sin embargo, no tardaría en darse cuenta de lo vano de esa esperanza y del error cometido al burlarse de los preparativos durante los insomnios provocados por la lámpara de Reeves. Empezó a reconocer que se había dejado llevar por una crítica demasiado fácil de los usos civilizados el día en que Reeves entregó al comandante Hughes su plano completamente finalizado, cuya ejecución fue iniciada con una celeridad que superaba los sueños más optimistas de Saíto.
Reeves no era una de esas personas que, completamente hipnotizadas por el simbolismo de la preparación, retardaban indefinidamente el momento de la realización por consagrar toda su energía al espíritu, en detrimento de la materia. Él tenía los pies bien puestos sobre el suelo. Además, en los momentos en que se mostraba propenso a una búsqueda excesiva de la perfección teórica y a envolver el puente en una maraña de cifras abstractas, ahí estaba el coronel Nicholson para reconducirle por el buen camino. Este último estaba dotado del buen juicio propio de un jefe, lleno de realismo, que no pierde nunca de vista la meta a alcanzar, ni los medios de que dispone, y que alimenta entre sus subordinados una proporción armoniosa entre ideal y práctica.
El coronel había dado su aprobación a las pruebas preliminares con tal de que fueran realizadas rápidamente. Asimismo, vio con buenos ojos el trazado del plano y solicitó explicaciones detalladas acerca de las innovaciones introducidas por el creativo ingenio de Reeves. Solamente insistió en que éste no se excediera en sus fuerzas.
– Si cae enfermo, Reeves, nos pondrá en un brete. Toda la obra depende de usted. No lo olvide.
A pesar de ello, empezó a aguzar el oído y a meterle un poco de sentido común en la cabeza el día en que Reeves fue a buscarle con aspecto preocupado para exponerle cierta aprensión…
– Hay un asunto que me inquieta, sir. No pienso que debamos tenerlo muy en cuenta, pero me gustaría contar con su aprobación.
– ¿Qué sucede, Reeves? -inquirió el coronel.
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