En ese instante, Clipton se sintió invadido por una de sus crisis periódicas de compasión. Antes de ello, había sentido ganas de estrangular a su jefe en varias ocasiones. Ahora su mirada no podía despegarse de esos ojos azules que, tras haber observado fijamente al coronel japonés, buscaban ingenuamente como testigo a todos los participantes de la reunión, uno detrás de otro, como solicitando aprobación a la ecuanimidad de esa petición. Se despertó en su interior la sospecha de que esa fachada de apariencia tan límpida tal vez escondiera un sutil maquiavelismo. Escrutó con ansiedad, apasionamiento y desesperación cada rasgo de esa fisonomía serena, con la descabellada intención de descubrir en ella algún indicio de pérfido pensamiento secreto. Al cabo de un momento, bajó la cabeza, desistiendo de su propósito.
– No es posible -resolvió-. Cada una de las palabras que pronuncia es sincera. Ciertamente ha estado buscando los medios más convenientes para acelerar los trabajos.
Luego se irguió para observar la actitud de Saíto, cosa que le reconfortó ligeramente. La cara del japonés era la de un hombre sometido a suplicio, un hombre que se encontraba al límite de su resistencia. La vergüenza y la furia le martirizaban, pero se había dejado atrapar por esa serie de razonamientos implacables. No contaba con muchas posibilidades de ofrecer resistencia. Dio su brazo a torcer una vez más, tras debatirse entre la insurrección y la sumisión. Tenía la vana esperanza de recuperar parte de su autoridad conforme fueran progresando los trabajos. Aún no se había dado cuenta de la situación tan abyecta con que le amenazaba la sabiduría occidental. Clipton estimó que sería incapaz de remontar la cuesta de sus renuncias.
Saíto capituló a su manera. Súbitamente se le oyó dar órdenes a sus capitanes, en japonés, en un tono feroz. El coronel, tras hablar a una velocidad tal que sólo él fue capaz de comprenderse, presentó la propuesta como idea propia, transformándola a continuación en orden imperiosa. Cuando hubo finalizado, el coronel Nicholson abordó un último punto, un detalle, aunque lo suficientemente delicado como para concederle toda su atención.
– Sólo queda establecer la cuota de trabajo de sus hombres para el terraplén de la vía, coronel Saíto. Primeramente pensé en un metro cúbico, para evitar que se esforzaran demasiado, pero tal vez usted estime conveniente que sea igual a la de los soldados ingleses. Ello, por otra parte, daría lugar a una positiva rivalidad…
– La cuota de los soldados japoneses será de dos metros cúbicos -exclamó Saíto-. Ya he dado órdenes al respecto.
El coronel Nicholson se inclinó en señal de respeto.
– Dadas esas condiciones, pienso que la obra avanzará con rapidez… No se me ocurre nada más que añadir, coronel Saíto. Sólo me queda agradecerle su comprensión. Gentlemen, si nadie desea formular ninguna otra observación, creo que podemos dar esta reunión por finalizada. Mañana comenzaremos a trabajar sobre las bases acordadas.
Seguidamente se levantó, saludó y abandonó el lugar dignamente, satisfecho de que el debate tomara el curso que había previsto para él, de haber hecho prevalecer el sentido común y de haber dado un gran paso en la realización del puente. Se había mostrado como un técnico hábil y sentía que había jugado sus cartas de la mejor manera posible.
Clipton le acompañó hacia la choza donde ambos se alojaban.
– ¡Qué insensatos, sir! -exclamó el doctor mirándole con curiosidad-. Cuando pienso que, si no fuera por nosotros, ahora estarían construyendo su puente sobre un fondo de fango, y que éste acabaría hundiéndose bajo el peso de los trenes cargados de tropas y munición…
Sus ojos refulgían con un extraño resplandor al pronunciar estas palabras, pero el coronel permaneció impasible. La esfinge no podía desvelar un secreto inexistente.
– Ciertamente -respondió con solemnidad-. Son tal como los he creído siempre: un pueblo muy primitivo, aún en su infancia, un pueblo que se ha hecho demasiado rápido con un barniz de civilización. No han aprendido absolutamente nada en profundidad. Cuando se les deja solos, no son capaces de dar un paso adelante. Si no fuera por nosotros, se encontrarían todavía con barcos de vela y no tendrían ni un solo avión. Unos verdaderos niños… ¡Y qué pretenciosos, Clipton! ¡Una obra de tal magnitud! Créame, ésos sólo son capaces de construir puentes de lianas.
No hay comparación posible entre un puente, tal como lo concibe la civilización occidental, y los prácticos andamios que los soldados japoneses habían tomado la costumbre de levantar en el continente asiático. No existe tampoco ningún parecido en los métodos empleados para su construcción. El imperio nipón contaba ciertamente con técnicos cualificados, pero éstos habían sido reservados para la metrópoli. En los países ocupados, la responsabilidad de las obras había sido puesta en manos del ejército. Los contados especialistas, destacados a toda prisa a Tailandia, carecían de autoridad y de brillantez, y casi siempre delegaban sus funciones en los militares.
El modo de proceder de estos últimos, rápido y hasta cierto punto eficaz, todo hay que decirlo, venía dictado por la necesidad, cuando, en el transcurso de su progresión en el país conquistado, se topaban con obras de fábrica destruidas por el enemigo en retirada. El procedimiento consistía, primeramente, en clavar líneas de pilares en el fondo del río y, luego, montar sobre esos soportes un amasijo inextricable de fragmentos de madera, fijados sin orden ni concierto, con un desprecio absoluto por la mecánica estática y acumulados en los puntos en los que la experiencia inmediata había revelado una debilidad.
Sobre esta tosca superestructura, que a veces alcanzaba una altura muy considerable, colocaban dos hileras paralelas de gruesas vigas como soporte para los raíles, los únicos trozos de madera medianamente escuadrados. El puente se consideraba entonces terminado. Bastaba para satisfacer la necesidad del momento. No contaba ni con barandilla ni con carril para peatones. Éstos, en caso de que quisieran utilizarlo, tenían que andar en equilibrio por las vigas, sobre el abismo, una práctica en la que, por cierto, los japoneses eran expertos.
El primer convoy pasaba lentamente, bamboleándose. La locomotora a veces descarrilaba en el empalme con tierra firme, pero un equipo de soldados, armados de palancas, conseguía generalmente volver a colocarla sobre la vía. El tren proseguía entonces su ruta. Si dañaba ligeramente la estructura del puente, le añadían algunos trozos de madera. El convoy siguiente lo atravesaba de acuerdo al mismo patrón. El andamio se tenía en pie durante varios días, semanas o incluso meses. Después, una inundación se lo llevaba por delante o una serie de sacudidas demasiado violentas producían su derrumbamiento. En ese caso, los japoneses reiniciaban su construcción, con toda calma. El material lo proporcionaba la inagotable selva.
El método de la civilización occidental evidentemente no era tan simplista. Al capitán Reeves, que representaba a un elemento esencial de esa civilización, el tecnológico, le hubiera avergonzado dejarse guiar por un empirismo tan primitivo.
Pero la tecnología occidental conlleva, en materia de puentes, una retahíla de engorrosos trámites que complican y multiplican las operaciones previas a la ejecución. Por ejemplo, exige un plano detallado, y para trazar ese plano se debe conocer de antemano la sección de cada viga, su forma, la profundidad a la que se clavarán los pilares y muchos otros detalles. Ahora bien, esa sección, esa forma y esa profundidad precisan también complicados cálculos, basados en cifras que representan la resistencia de los materiales empleados y la consistencia del terreno. Dichas cifras, a su vez, dependen del coeficiente característico de las muestras estándar que, en los países civilizados, vienen especificadas en formularios. De hecho, la ejecución implica el conocimiento completo a priori, y esta creación espiritual, anterior a la creación matemática, es una de las mayores conquistas de la ingeniería occidental.
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