– Comprendo -dijo el coronel, de nuevo interesado-. Una especialización del trabajo, digamos.
– Exactamente, sir… En cualquier caso, estoy acostumbrado a este tipo de trabajos de nivelación de tierras. Antes de ser director de empresa, era jefe de obras. He excavado pozos a más de trescientos pies de profundidad… Esta mañana, de todas maneras, mis equipos han comenzado a trabajar de la forma que acabo de explicar. Todo iba estupendamente. Se encontraban muy adelantados con respecto al calendario previsto por los japoneses. En fin, en esto que aparece uno de los gorilas y se pone a gesticular y a dar alaridos, exigiendo la reunión de los tres grupos en uno solo. Más fácil de vigilar, supongo… ¡Vaya idiota! Resultado: el estropicio, la confusión y la anarquía. Los unos estorban a los otros y todo deja de funcionar. Sir, compruebe usted el bonito espectáculo por sí mismo.
– Tiene toda la razón. Ahora comprendo -sancionó el coronel Nicholson, tras haber observado la escena concienzudamente-. Ya me había apercibido de ese desorden.
– Aún hay más, sir: esos imbéciles han fijado la cuota en un metro cúbico de tierra por hombre, sin darse cuenta que nuestros soldados, bien dirigidos, pueden realizar mucho más. Entre usted y yo, sir, esa cuota la podría cumplir un niño. Cuando estiman que todos y cada uno han cavado, transportado y esparcido su metro cúbico, sir, se acabó la cosa. ¡Insisto en que son estúpidos! Si faltan sólo varias encañizadas de tierra para unir dos tramos aislados, ¿piensa que exigen un esfuerzo suplementario, aun cuando el sol todavía está alto? La mayoría de las veces interrumpen el trabajo del equipo, sir. ¿Y cómo puedo dar yo la orden de continuar? ¿Qué pensarían los hombres de mí?
– ¿Cree usted realmente que esa cuota es insuficiente? -interrogó el coronel Nicholson.
– Es totalmente ridícula, sir -repuso Reeves-. En India, bajo un clima tan duro como éste, y en un terreno mucho más complicado, los coolíes despachan fácilmente un metro cúbico y medio.
– Ese asunto también a mí me parecía… -dijo el coronel como ensimismado-. Una vez tuve que dirigir un trabajo de ese tipo, hace tiempo, en África, para una carretera. Mis hombres iban mucho más rápido… Definitivamente, no podemos continuar así -resolvió enérgicamente. Han hecho bien en hablar conmigo.
Tras releer sus notas, reflexionó y se dirigió a sus dos colaboradores.
– ¿Quieren saber cuál es, a mi juicio, la conclusión de todo esto, Hughes, y usted también, Reeves? Prácticamente todos los errores que me han indicado tienen un mismo origen: una falta absoluta de organización. De hecho, yo soy el principal culpable: debería haber puesto las cosas en su sitio desde el principio. Cuando se quiere ir demasiado rápido siempre se pierde tiempo. Ésa debe ser nuestra misión prioritaria: la creación de una organización simple.
– Usted lo ha dicho, sir -ratificó Hughes-. Una empresa de este tipo está condenada al fracaso si no cuenta desde el principio con una base sólida.
– Lo mejor sería que convocáramos una conferencia -dijo el coronel Nicholson-. Debería habérseme ocurrido antes… Los japoneses y nosotros. Necesitamos una discusión conjunta para determinar el papel y las responsabilidades de cada uno… Eso es, una conferencia. Hoy mismo voy a hablar de ello con Saíto.
La conferencia tuvo lugar varios días más tarde. Saíto no había comprendido muy bien de qué se trataba, pero aceptó asistir, sin atreverse a pedir explicaciones complementarias, temeroso de mostrar debilidad dando la impresión de ignorar las costumbres de una civilización que odiaba, pero por la que, a su pesar, sentía una gran admiración.
El coronel Nicholson había redactado una lista de asuntos a debatir, y aguardaba, rodeado de sus oficiales, en la larga barraca que servía de refectorio. Saíto llegó en la compañía de su ingeniero, varios guardaespaldas y tres capitanes que había llevado para abultar su comitiva, pese a que no comprendían una palabra de inglés. Los oficiales británicos se levantaron y se pusieron firmes, al tiempo que el coronel les saludaba reglamentariamente. Saíto pareció desconcertado. Había acudido al lugar con la intención de afirmar su autoridad y ya se sentía manifiestamente en inferioridad ante los honores que se le ofrecían con tradicional y majestuosa corrección.
Siguió un prolongado silencio, en el que el coronel Nicholson no dejó de interrogar con su mirada al japonés, a quien, a todas luces, le correspondía la presidencia. Una conferencia no era concebible sin un presidente. Los hábitos y la cortesía occidentales obligaban al coronel a esperar a que la otra parte declarara el debate abierto, pero el malestar de Saíto no dejaba de aumentar y a duras penas soportaba ser el punto de mira de todos los asistentes. Los procedimientos del mundo civilizado le rebajaban. No podía admitir ante sus subordinados su desconocimiento de ellos, pero se sentía paralizado por el miedo de quedar en evidencia tomando la palabra. El pequeño ingeniero japonés daba la impresión de sentirse aún más apocado.
Saíto hizo un esfuerzo considerable para recomponerse y, en tono malhumorado, le pidió al coronel Nicholson que expresara lo que quería decir. Esa actitud fue la que consideró menos comprometedora. Al ver que no sacaría nada de él, el coronel determinó actuar y pronunció las palabras que el bando inglés, cada vez más angustiado, empezaba a perder las esperanza de escuchar. Abrió su alocución con «gentlemen», declaró la conferencia abierta y expuso en pocas palabras su objetivo: crear una organización adecuada para la construcción de un puente sobre el río Kwai, y establecer las pautas de un programa de acción. Clipton, que también se encontraba presente (el coronel lo había convocado porque consideraba conveniente la participación de un médico desde el punto de vista de la organización general), pudo comprobar que su superior había recuperado toda su prestancia, y que su desenvoltura se afirmaba conforme iba creciendo el desconcierto de Saíto.
Tras un breve y clásico preámbulo, el coronel entró de lleno en el asunto abordando el primer punto de importancia.
– Antes que nada, coronel Saíto, hemos de hablar sobre el emplazamiento del puente. Éste fue determinado, en mi opinión, con un poco de apresuramiento. Consideramos necesario modificarlo. Para ello hemos localizado un punto situado aproximadamente a una milla de aquí, río abajo. Dicha modificación, evidentemente, conllevará la prolongación de la vía. Asimismo, sería preferible trasladar el campamento y construir nuevas barracas al lado de la obra. Pese a todo, considero que ése es el camino que debemos emprender.
Saíto dejó escapar un gruñido ronco, que indujo a Clipton a adivinar la inminencia de un ataque de cólera. No era difícil imaginar sus pensamientos. El tiempo se acababa. Había pasado más de un mes sin ningún resultado positivo y, ahora, le proponían una ampliación considerable del alcance de la obra. Se levantó bruscamente, con la mano fuertemente apretada sobre la empuñadura de su sable, pero el coronel Nicholson no le dio ocasión de proseguir con su manifestación.
– Permítame, coronel Saíto -dijo en tono imperioso-. He mandado realizar un pequeño estudio a mi colaborador, el capitán Reeves, oficial del cuerpo de ingenieros, que es nuestro especialista en materia de puentes. La conclusión de este estudio…
Dos días antes, tras haber observado detenidamente, por sí mismo, el modo de proceder del ingeniero japonés, se había convencido definitivamente de su incapacidad y adoptó de inmediato una decisión radical. Agarró por el hombro a su colaborador técnico y le espetó:
– Escúcheme, Reeves. Nunca conseguiremos nada con ese chapucero, que sabe de puentes incluso menos que yo. Usted es ingeniero, ¿no es cierto? Me va a retomar toda la obra desde el principio, haciendo caso omiso de todo lo que él diga o haga. Antes que nada, localíceme un emplazamiento adecuado. Luego ya veremos.
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