– Todos los cabos -replicó el coronel- tienen la obligación de conocer el número exacto de hombres bajo sus órdenes… ¿Cuál es la cuota?
– Un metro cúbico de tierra que cavar y transportar, por hombre y día. Con estas malditas raíces, sir, tengo la impresión de que esa tarea, insisto, esta fuera de nuestro alcance.
– Comprendo -dijo el coronel, en un tono aún más seco.
El coronel Nicholson se alejó murmurando entre dientes algunas palabras incomprensibles. Hughes y Reeves le siguieron.
Luego, ascendió con su comitiva sobre un montículo, desde el que se divisaba perfectamente el río y el conjunto de la obra. El Kwai tenía una anchura, en ese tramo, de más de cien metros, con unas orillas elevadas considerablemente sobre el nivel del agua. El coronel inspeccionó el terreno en todas las direcciones y, a continuación, se dirigió a sus subordinados. Enunció algunos tópicos, pero en un tono de voz restituido de todo su vigor:
– Estos tipos, quiero decir, los japoneses, acaban de salir de su estado de salvajismo, y lo han hecho con demasiada rapidez. Han intentado copiar nuestros métodos, sin asimilarlos. Los dejan sin modelos y, ahí los tienen, desorientados. Son incapaces, en este valle en el que nos encontramos, de conducir una empresa que sólo requiere un poco de inteligencia. Ignoran que se gana tiempo reflexionando un poco de antemano, en lugar de revolverse en el desorden. ¿Qué opina usted, Reeves? Las vías férreas y los puentes son lo suyo.
– Ciertamente, sir -respondió el capitán con su vivacidad instintiva-. He construido en India más de diez obras de este tipo. Con el material que hay en esta selva y la mano de obra de la que disponemos, un ingeniero cualificado levantaría el puente en menos de seis meses… Hay momentos, he de confesarlo, en los que la incompetencia de los japoneses me hace hervir la sangre…
– A mí también -reconoció Hughes-. Tengo que admitir que el espectáculo de anarquía al que asistimos me exaspera a veces. Con lo simple que es…
– Y a mí -interrumpió el coronel-, ¿creen ustedes que este escándalo me llena de júbilo? Lo que he visto esta mañana me ha conmocionado profundamente.
– En cualquier caso, podemos estar tranquilos en lo que respecta a la invasión del subcontinente indio, sir -dijo entre risas el capitán Reeves-, si, como pretenden, esta línea de comunicación ha de contribuir a ello… El puente sobre el río Kwai aún no está listo para cargar con sus trenes.
El coronel Nicholson seguía adentrándose en sus propios pensamientos, con sus ojos azules clavados en los colaboradores.
– Gentlemen -exclamó-, creo que a todos nos va a hacer falta mucha firmeza para recuperar el control sobre nuestros hombres. Con esos bárbaros han adquirido el hábito de la negligencia y la pereza, lo cual es incompatible con su condición de soldados ingleses. Ello va a requerir también mucha paciencia, y tacto, puesto que no podemos hacerlos responsables de la situación. Necesitan una autoridad, algo de lo que han carecido hasta ahora. Los golpes no pueden remplazaría. Lo que hemos visto es una prueba… de convulsión desordenada. En definitiva, nada positivo. Estos asiáticos han demostrado solos su incompetencia en materia de mando.
Se produjo un silencio, en el que los dos oficiales se preguntaron en su fuero interno sobre el significado real de estas palabras. El lenguaje era claro, no ocultaba ningún doble sentido. El coronel Nicholson hablaba con su habitual franqueza. Tras otro momento de honda reflexión, añadió:
– Les recomiendo, por lo tanto, y así se lo haré saber a todos los oficiales, un esfuerzo inicial de comprensión. Ahora bien, nuestra paciencia bajo ningún concepto deberá caer en la debilidad. De proceder así, pronto nos hundiríamos al mismo nivel que esos seres primitivos. Yo me encargaré personalmente de hablar con los hombres. A partir de hoy, hemos de corregir las faltas más graves. Naturalmente, nuestros soldados no podrán ausentarse de la obra con el más mínimo pretexto. Los cabos responderán con resolución a las preguntas que se les haga. Huelga insistir sobre la necesidad de reprimir con firmeza todo intento de sabotaje o cualquier otra ocurrencia. El trazado de un ferrocarril debe ser horizontal, no una montaña rusa, como muy bien ha indicado usted, Reeves…
En Calcuta, el coronel Green, jefe de la Unidad 316, releía con atención un informe que había llegado a sus manos, tras un enrevesado recorrido, enriquecido de comentarios escritos por media docena de servicios secretos, militares o adjuntos. La Unidad 316 («Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.», como la denominaban los iniciados) no había alcanzado aún el desarrollo que habría de adquirir en Extremo Oriente, en la fase final de la guerra, pero ya se hacía cargo con brío, cariño y una meta precisa, de las instalaciones japonesas en varios países ocupados: Malasia, Birmania, Tailandia y China. Trataba de suplir la exigüidad de sus medios con la audacia de sus ejecutores.
– Es la primera vez que veo a todos de acuerdo -dijo en voz baja el coronel Green-. Tenemos que intentar algo.
La primera parte de dicha observación hacía referencia a los numerosos servicios secretos con los que la Unidad 316 no tenía más remedio que colaborar, los cuales, separados por un muro de hermetismo, en su celo por conservar el monopolio de sus métodos, desembocaban a menudo en conclusiones contradictorias. Ello provocaba profundo enojo al coronel Green, encargado de establecer un plan de acción a partir de las informaciones recibidas. La acción era el dominio de la Unidad 316.
Al coronel Green sólo le interesaban las teorías y las discusiones en la medida en que convergían hacia aquélla. Incluso se le conocía por exponer esta concepción a sus subordinados al menos una vez al día. No tenía más remedio que dedicar una parte de su tiempo a intentar desgranar la verdad contenida en los informes, considerando no sólo los datos en sí, sino también las tendencias psicológicas de los diferentes organismos emisores (optimismo, pesimismo, inclinación a reelaborar irreflexivamente los hechos o, al contrario, incapacidad absoluta de interpretación).
El coronel Green reservaba un lugar especial en su corazón para el verdadero, magno, ilustre y único Servicio de Inteligencia, un cuerpo que se consideraba a sí mismo esencialmente espiritual, se negaba sistemáticamente a colaborar con el cuerpo ejecutivo y, encerrado en su torre de marfil, no permitía el acceso a sus documentos más valiosos a ninguna persona susceptible de sacar partido de ellos, bajo pretexto de que eran demasiado secretos, razón por la que los guardaba cuidadosamente en una caja fuerte. Allí permanecían durante años, hasta ser totalmente inutilizables o, más concretamente, hasta que uno de los jefes, mucho tiempo después de terminada la guerra, sentía la necesidad de escribir sus memorias antes de morir, confesarse ante la posteridad y revelar a la nación cautivada cómo, en tal fecha y tales circunstancias, el servicio había dado pruebas innegables de sutilidad interceptando el plan completo del enemigo: el punto y el momento fijados por éste para atacar habían sido determinados de antemano con gran precisión. Dichos pronósticos eran rigurosamente exactos, ya que, en efecto, el citado enemigo había atacado en las condiciones anunciadas y con el desenlace igualmente previsto.
Ése era, al menos, el punto de vista, tal vez un poco excesivo, del coronel Green, que no gustaba de la teoría del amor al arte por el arte en materia de inteligencia militar. Masculló una observación incomprensible mientras meditaba sobre aventuras precedentes y acto seguido, ante la precisión y la milagrosa coincidencia de las informaciones en el caso presente, se sintió casi apesadumbrado de tener que reconocer que, esta vez, los servicios habían realizado una tarea útil. Se consoló concluyendo, con cierta mala fe, que las revelaciones contenidas en el informe eran conocidas desde hacía mucho tiempo en todo el subcontinente indio. Finalmente, las resumió y clasificó en su cabeza para uso futuro.
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