Pierre Boulle - El Puente Sobre El Río Kwai

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Inteligente relato de aventuras, perspicaz novela psicológica, tragedia con ironía, El puente sobre el río Kwai fue uno de los fenómenos literarios más populares a mediados del siglo xx. Escrita por Pierre Boulle, aventurero y autor entre otras obras de El planeta de los simios, fue traducida a más de veinte idiomas. Hollywood la consagró definitivamente con la versión cinematográfica de 1957, ganadora de siete Oscars. Basada en un hecho real y autobiográfico de la II Guerra Mundial, Boulle narra las tribulaciones de una tropa de soldados ingleses que, habiendo sido apresada por el ejército japonés, debe construir un puente sobre el río Kwai, en mitad de la selva, destinado a unir por ferrocarril el golfo de Bengala con Bangkok y Singapur, lo que facilitará la presencia de los soldados japoneses en los lugares claves de la guerra.El coronel Nicholson, al mando de los prisioneros, utiliza lo mejor de sí mismo para construir el puente, mientras un comando inglés, entrenado especialmente para destruirlo, aguarda en la selva el momento oportuno. Como explica Javier Coma en su prólogo a esta nueva traducción de la obra, Nicholson, «imbuido de militarismo tradicional y de racismo, pretende demostrar su superioridad personal, nacional y racial por medio de la construcción de un puente que, en realidad, ha de favorecer la expansión del enemigo y la multiplicación de muertes en las fuerzas aliadas». Por eso Boulle construye magistralmente esta novela, con el propósito de efectuar un apólogo moral sobre lo absurdo de las guerras, influido por cierta ética oriental: «la trama sugiere una estructura metafórica donde el hombre construye y destruye sucesivamente al tiempo que pierde de vista si actúa en beneficio o en perjuicio propio».

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– El secado de la madera, sir. Ninguna obra seria puede ejecutarse con árboles recientemente abatidos. Haría falta exponerlos antes al aire libre.

– ¿Cuánto tiempo se precisa para secar su madera, Reeves?

– Ello depende de la calidad, sir. En ciertas especies, es prudente dejarla hasta dieciocho meses, o incluso dos años.

– Imposible, Reeves -dijo el coronel con vehemencia-. Sólo disponemos de cinco meses en total.

El capitán hundió la cabeza con gesto afligido.

– Desgraciadamente ya lo sabía, y es justo eso lo que me tiene desolado.

– ¿Qué inconveniente hay en utilizar madera fresca?

– Determinadas especies se contraen, sir, lo que puede provocar grietas y holguras después de montada la obra… aunque no en todas las maderas. El olmo, por ejemplo, prácticamente no se altera. Naturalmente, he escogido árboles con características similares a este último… Los machones de olmo del «London Bridge», sir, han resistido seiscientos años.

– ¡Seiscientos años! -exclamó el coronel Nicholson. Una llama brillaba en sus ojos cuando se giró instintivamente hacia el río Kwai-. Seiscientos años no estaría nada mal, Reeves.

– ¡Ah!, pero es un caso excepcional, sir. Aquí apenas podemos esperarnos cincuenta o sesenta años; tal vez un poco menos, si la madera no seca bien.

– Debemos arriesgarnos, Reeves -sentenció el coronel con autoridad-. Utilice madera fresca. No podemos hacer milagros. Si se nos reprocha algún fallo, basta con que podamos responder que fue inevitable.

– Entiendo, sir… Hay otro punto: la creosota, que protege las vigas del ataque de los insectos. Creo que tendremos que prescindir de ella, sir.

Los japoneses no tienen. Naturalmente, nosotros podríamos fabricar un sucedáneo. He pensado en montar un aparato para la destilación de la madera. Es factible, pero exigiría un poco de tiempo… Aunque no lo recomiendo, después de mucha reflexión.

– ¿Por qué motivo, Reeves? -preguntó el coronel Nicholson, a quien encantaba este tipo de detalles técnicos.

– Si bien hay división de opiniones al respecto, los mejores especialistas desaconsejan el creosotado cuando la madera no ha sido secada convenientemente, sir. La creosota ayuda a conservar la savia y la humedad, con el consiguiente riesgo de que se origine un rápido enmohecimiento.

– En ese caso, suprimiremos el creosotado, Reeves. Tenga en cuenta que no debemos meternos en empresas que están por encima de los medios de los que disponemos. No hay que olvidar que el puente tiene una utilidad inmediata.

– Aparte de esos dos asuntos, sir, ahora estoy convencido de que podemos construir en este lugar un puente apropiado desde el punto de vista técnico, y medianamente resistente.

– De eso justamente se trata, Reeves. Va por buen camino. Un puente medianamente resistente y apropiado desde el punto de vista técnico. «Un puente» y no un andamiaje innombrable. No está nada mal. Se lo repito, tiene toda mi confianza.

El coronel Nicholson se despidió de su asesor técnico, satisfecho de haber encontrado una fórmula breve que definiera la meta a alcanzar.

V

Shears -«Number One», como le denominaban los partisanos tailandeses en la aislada aldea donde se habían escondido los hombres enviados por la Unidad 316- era también de esa estirpe de seres humanos que dedica mucha reflexión y cuidados a la preparación metódica. De hecho, la estima en la que le tenían sus superiores se debía justamente a la prudencia y paciencia que demostraba en el período anterior a la acción, así como a su nervio y capacidad de decisión llegada la hora. Warden, el profesor Warden, su adjunto, disfrutaba igualmente de una justificada fama de no dejar nada al azar cuando las circunstancias lo permitían. En cuanto a Joyce, el último miembro y benjamín del equipo, con el curso seguido en Calcuta, en la escuela especial de la «Explosivos Plásticos y destrucciones S.L.», aún fresco en su memoria, parecía tener las ideas muy claras, pese a su juventud. Shears tenía bien en cuenta sus opiniones. Asimismo, en el curso de las conferencias cotidianas, celebradas en la choza indígena donde se habían reservado dos cuartos, todas las ideas interesantes eran analizadas minuciosamente y todas las sugerencias examinadas a fondo.

Los tres camaradas discutían esa noche acerca de un mapa que Joyce acababa de colgar en un bambú.

– Éste es el trazado aproximado de la línea, sir -señaló-. Las informaciones recibidas son prácticamente coincidentes.

A Joyce, diseñador industrial en la vida civil, se le había encargado detallar sobre un mapa a gran escala las informaciones recogidas sobre la vía férrea de Birmania y Tailandia.

Contaban con abundantes datos. Desde que un mes atrás fueran lanzados en paracaídas, sin percance alguno y en el punto previsto, habían conseguido granjearse la simpatía de numerosas personas, en un amplio espacio geográfico. Fueron recibidos por agentes tailandeses y albergados en esa pequeña aldea de cazadores y contrabandistas, perdida en medio de la selva, lejos de toda vía de comunicación. La población odiaba a los japoneses. Shears, desconfiado por profesión, se fue convenciendo poco a poco de la lealtad de sus anfitriones.

La primera parte de su misión la estaban cumpliendo con éxito. Se habían puesto secretamente en contacto con varios jefes de aldea, encontrando así voluntarios dispuestos a ayudarles. Los tres oficiales habían iniciado ya la instrucción de éstos. Les iniciaron en el empleo de las armas utilizadas por la Unidad 316. La principal de ellas era el plástico, una pasta blanda, oscura y maleable como la arcilla, en la que varias generaciones de químicos del mundo occidental pacientemente habían logrado concentrar todas las virtudes de los explosivos conocidos hasta la fecha, y otras adicionales.

– Hay un gran número de puentes, sir -retomó Joyce- pero muchos de ellos ofrecen escaso interés, en mi opinión. He aquí la lista, desde Bangkok a Rangún, a no ser que se reciban datos más precisos.

El «sir» había sido dirigido al comandante Shears, «Number One». No obstante, si bien la disciplina era estricta en el seno de la Unidad 316, no era habitual dicho formalismo en los grupos en misión especial. Shears, por otra parte, había insistido ante Joyce varias veces para que suprimiera el «sir», pero no había encontrado satisfacción en este punto. Un hábito anterior a su movilización, a juicio de Shears, era el que le obliga a acudir siempre a esa fórmula.

A pesar de ello, Shears, hasta el momento, tenía todas las razones para felicitarse por Joyce, que él mismo había escogido en la escuela de Calcuta, a partir de las calificaciones de los instructores, su aspecto físico y, sobre todo, confiando en su propio olfato.

Las calificaciones eran buenas y las apreciaciones elogiosas. A todas luces el aspirante Joyce, voluntario, como todos los miembros de la Unidad 316, había dado siempre plena satisfacción en su rendimiento y ofrecido pruebas, por todos los sitios donde había pasado, de una buena voluntad extraordinaria, lo cual ya no era poco, pensaba Shears. Su ficha de incorporación lo presentaba como un ingeniero diseñador, empleado en una gran empresa industrial y comercial. Un pequeño empleado, con casi toda seguridad. Shears no había investigado más sobre ese punto. Era de la opinión de que todas las profesiones podían conducir a la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.», y que lo pasado, pasado está.

Por el contrario, todas las cualidades destacadas de Joyce no hubieran bastado al comandante Shears para elegirlo como tercer miembro de la expedición, si no se hubieran visto reforzadas por otras cualidades más difíciles de apreciar, cualidades en las que sólo se fiaba de su impresión personal. Había conocido voluntarios excelentes durante el entrenamiento, cuyos nervios, sin embargo, eran incapaces de soportar determinadas tareas que el servicio en la Unidad 316 exigía. Tampoco les guardaba rencor por su incapacidad. En esta cuestión, Shears tenía opiniones muy personales.

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