Uno de mis métodos favoritos de evadirme consistía en algo que venía a ser lo mismo que asfixiarme de forma suave. Utilizaba un pedazo de paño que corté de los restos de una manta. Lo llamé el trapo de los sueños. Lo mojaba con agua del mar para que estuviera empapado, pero no chorreando. Buscaba una posición cómoda encima de la lona y me tapaba la cara con el trapo de los sueños, adaptándolo a mis rasgos. Caía en un profundo sopor. No me resultaba difícil teniendo en cuenta el estado de letargo avanzado que ya llevaba encima. Pero el trapo de los sueños daba una calidad especial al sopor. Supongo que se debía a que me limitaba el paso del aire. Me venían unos sueños, trances, visiones, pensamientos, sensaciones y recuerdos extraordinarios. Y el tiempo pasaba mucho más deprisa. Cuando me sorprendía un tic o un grito ahogado y el trapo se caía, recobraba el sentido por completo, encantado de que hubiese transcurrido tantas horas. La prueba era que el trapo ya estaba seco. Pero más que eso, notaba que el momento actual era diferente al momento actual anterior.
Un día nos encontramos con un montón de basura. Primero vi unas manchas de aceite que refulgían en el agua. Poco después aparecieron residuos domésticos e industriales. Casi todos los desechos eran de plástico, de formas y colores diversos, pero también había trozos de madera, latas de cerveza, botellas de vino, andrajos y trozos de cuerda, todo rodeado de una espuma amarillenta. Nos adentramos en ella. Eché un vistazo para ver si había algo que nos pudiera ser útil. Recogí una botella de vino vacía que todavía conservaba el corcho. El bote salvavidas chocó contra un frigorífico que había perdido el motor. Estaba flotando con la puerta mirando hacia el cielo. Extendí la mano, agarré el pomo de la puerta y la abrí. Me asaltó un olor tan acre y asqueroso que hasta tiñó el aire. Con la mano sobre la boca, miré en el interior. Había manchas, líquidos oscuros, una gran cantidad de verduras podridas, leche tan cortada e infectada que se había convertido en una gelatina verdosa y los restos descuartizados del animal muerto que estaba tan negro de la putrefacción que ni siquiera acerté a identificarlo. Por el tamaño, creo que debía de ser cordero. En los confines cerrados y húmedos de la nevera, el hedor había tenido tiempo suficiente para multiplicarse, fermentar, amargarse y encolerizarse. Me agredió los sentidos con tanta rabia contenida que me revolvió el estómago, hizo que me diera vueltas la cabeza y que me temblaran las piernas. Afortunadamente, el mar llenó el agujero vacío y se lo tragó rápidamente. El espacio que había dejado la nevera se llenó de otros desechos.
Dejamos los residuos atrás. Durante muchas horas, cada vez que el viento soplaba de aquella dirección, todavía los olía. El mar tardó un día entero en lavar las manchas aceitosas de los costados del bote salvavidas.
Introduje una nota en la botella: «Carguero de propiedad japonesa, Tsimtsum, con bandera panameña, hundido el 2 de julio de 1977 en el Pacífico, a cuatro días de Manila. Estoy en un bote salvavidas. Me llamo Pi Patel. Algo de comida, algo de agua, pero tigre de Bengala gran problema. Por favor, notifiquen a mi familia en Winnipeg, Canadá. Agradezco cualquier ayuda. Gracias». Puse el corcho a la botella y lo tapé con un trozo de plástico. Até el plástico al cuello de la botella con un trozo de cordel de nylon, haciendo varios nudos. Arrojé la botella al agua.
Todo se deterioró. Todo se destiñó a causa del sol. Todo acabó azotado por los elementos. El bote salvavidas, la balsa hasta que la perdí, la lona, los alambiques, los colectores de agua de lluvia, las bolsas de plástico, las cuerdas, las mantas, la red… Todo acabó gastado, desfigurado, flojo, rajado, seco, podrido, desgarrado, decolorado. Lo que había sido de color naranja se volvió blanco anaranjado. Lo que había sido suave se volvió áspero. Lo que había sido áspero se volvió liso. Lo que había estado entero se volvió harapiento. Y por mucho que lo frotara todo con las pieles de los peces y con grasa de tortuga con la intención de engrasarlo, no servía de nada. La sal se lo seguía comiendo todo con sus millones de bocas hambrientas. Y el sol se encargó de tostarlo todo. Mantuvo a Richard Parker parcialmente subyugado. Limpió los restos de la carne de los huesos y los coció hasta dejarlos blancos y relucientes. Hizo trizas mi ropa y hubiese hecho lo mismo con mi piel, aunque fuera oscura, si no me hubiese protegido con mantas y caparazones de tortuga. Cuando hacía mucho calor, me echaba un cubo de agua del mar encima pero a veces el agua estaba tan tibia que parecía jarabe. El sol también se encargó de eliminar todos los olores. No recuerdo ningún olor. Bueno, sólo el olor de las bengalas de mano. Olían a comino, ya lo he mencionado, ¿verdad? No recuerdo ni el olor que desprendía Richard Parker.
Nos fuimos consumiendo. Ocurrió tan lentamente que no siempre me daba cuenta. Pero sí con cierta regularidad. Éramos dos mamíferos escuálidos, medio muertos de hambre y de sed. El pelaje de Richard Parker dejó de brillar y se le entreveía la piel en las ancas y los hombros. Perdió mucho peso y se convirtió en un esqueleto vestido con una bolsa extra grande de piel descolorida. Yo también desmejoré. Estaba deshidratado y los huesos me sobresalían de debajo de la poca piel que me cubría.
Empecé a imitar a Richard Parker, durmiendo una cantidad desmesurada de horas. Tampoco puede decirse que durmiera, sino que me encontraba en un estado de semiconsciencia en el que los sueños y la realidad apenas se distinguían. Saqué mucho provecho del trapo de los sueños.
Éstas son las últimas páginas de mi diario:
Hoy he visto un tiburón más grande que cualquiera que haya visto hasta ahora. Un monstruo primigenio de casi siete metros. De rayas. Un tiburón tigre. Muy peligroso. Ha dado varias vueltas al bote. Tenía miedo de que atacara. Ya he sobrevivido a un tigre; creí que me mataría otro. No ha atacado. Se ha ido. Nubes, pero nada de lluvia.
No llueve. Cielo gris por la mañana. Delfines. He intentado pescar uno con el pico. Pero no he podido levantarme. R.P. débil y malhumorado. Estoy tan débil que si me ataca, no podré defenderme. No tengo energía ni para tocar el silbato.
Día tórrido y tranquilo. Sol implacable. Noto que el cerebro se me está derritiendo. Me encuentro fatal.
Cuerpo y alma postrados. Pronto moriré. R.P respira pero no se mueve. También morirá. No me matará.
Salvación. Una hora de lluvia abundante, deliciosa, preciosa. He llenado la boca, he llenado las bolsas y las latas. He llenado el cuerpo hasta que no me cabía ni una gota más. Me he dejado empapar para quitarme la sal. Me he arrastrado para ver qué hacía R.P. No ha reaccionado. Estaba acurrucado con la cola quieta. El pelaje como matas mojadas. Parece más pequeño cuando se moja. Huesudo. Lo he tocado por primera vez. Para ver si muerto. No. Cuerpo todavía caliente. Increíble tocarlo. Aun en estas condiciones, terso, musculoso, vivo. Lo he tocado y le ha temblado la piel como si yo fuera un mosquito. Finalmente, ha sacado cabeza del agua. Mejor beber que ahogarse. Mejor aún: ha movido la cola. He tirado trozo de carne de tortuga delante de nariz. Nada. Por fin, se ha levantado un poco, para beber. Beber y beber. Comer. No se ha puesto de pie. Una hora lamiéndose entero. Dormir.
No puedo más. Hoy moriré.
Hoy moriré.
Me muero.
Ésa es la última anotación. Seguí como pude, aguanté, pero sin escribir cómo. ¿Ves estos círculos invisibles al margen de la página? Creí que iba a quedarme sin papel. Me quedé sin tinta.
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