Estaba extenuado y deprimido. Desenganché la lona de la popa. Richard Parker estaba tan callado que me pregunté si se había ahogado. Pero no. En cuanto enrollé la lona hasta el banco del medio, se asomó y gruñó. Salió del agua y se instaló en el banco de la popa. Saqué una aguja e hilo y empecé a reparar la lona.
Más tarde até uno de los cubos con una cuerda y me afané en achicar el bote salvavidas. Richard Parker me observó con despreocupación. Todo cuanto hacía le aburría. Hacía calor y avancé lentamente. Uno de los cubos de agua me devolvió algo que creía haber perdido. Lo contemplé. En la palma de la mano tenía lo último que quedaba entre mi vida y la muerte: el último de los silbatos de color naranja.
Un día estaba tendido encima de la lona, envuelto en una manta, durmiendo y soñando y despertándome y soñando y pasando el tiempo como podía. Soplaba una brisa suave. De vez en cuando, algunas gotas salían volando de las crestas de las olas y caían sobre el bote salvavidas. Richard Parker había desaparecido debajo de la lona. No le gustaba ni mojarse ni las subidas y las bajadas del bote. Pero el cielo estaba despejado, el aire era cálido y el mar se movía de forma regular. Me desperté porque oí una explosión. Abrí los ojos y vi que el cielo estaba lleno de agua. Me cayó encima, empapándome. Volví a mirar hacia arriba. Cielo despejado. Oí otra explosión a la izquierda, de menor potencia que la primera. Richard Parker rugió con ferocidad. Más agua me cayó encima. Olía muy mal.
Miré por el borde del bote. Lo primero que vi fue un objeto grande y negro que estaba aflorando en el agua. Tardé unos segundos en comprender exactamente qué era. Una arruga arqueada fue la pista que me lo confirmó. Era un ojo. El ojo de una ballena. Y el ojo, del tamaño de mi cabeza, me estaba mirando directamente.
Richard Parker apareció de debajo de la lona. Bufó. Noté un cambio en el brillo del ojo de la ballena que me hizo creer que había desviado la mirada hacia Richard Parker. Lo observó durante irnos treinta segundos antes de sumergirse lentamente bajo el agua. Temí que nos golpeara con la cola, pero se hundió en línea directa hasta el fondo de la inmensidad azul. La cola parecía un corchete redondo y enorme que se desvanecía.
Llegué a la conclusión de que la ballena buscaba un compañero. Seguramente decidió que yo no daba la talla y además, según parecía, ya estaba comprometido.
Vimos varias ballenas, pero ninguna de ellas se acercó tanto como la primera. Siempre me daba cuenta de su presencia por los chorros de agua que expulsaban. Solían aflorar a la superficie a poca distancia, a veces en grupo de tres o cuatro, un archipiélago de islas volcánicas efímeras. Estos dulces behemoth siempre me levantaban el ánimo. Estaba convencido de que entendían mi condición y que al verme allí, uno de ellos exclamaba: «¡Vaya! Si es ese pobre náufrago con el gato del que me estaba hablando Bamfu. Pobrecito. Espero que tenga suficiente plancton. Tengo que decirles a Mumfu y Tomfu y Stimfu que lo he visto. Quizás haya algún buque por aquí que podría ayudarlo. Su madre se pondría muy contenta de verlo. Adiós, muchacho. Intentaré ayudarte. Me llamo Pimfu.» Y así, de boca en boca, todas las ballenas del Pacífico se enteraron de mi presencia y seguro que me hubieran encontrado mucho antes si Pimfu no hubiera ido a pedir ayuda a un despreciable buque japonés y muriera atravesada por un arpón, la misma suerte que corrió Lamfu en manos de un buque noruego. La caza de ballenas es un crimen abyecto.
Los delfines también vinieron a visitarnos con frecuencia. Un grupo nos acompañó durante un día y una noche entera. Eran muy vivaces. Los giros y chapuzones y carreras que hacían al lado del bote no parecían tener motivo alguno excepto el de divertirse. Intenté pescar uno, pero ninguno se acercó al pico cangrejo. Y aunque hubiera pescado uno de ellos, eran demasiado grandes y rápidos para mí. Finalmente desistí y me limité a mirarlos.
Vi un total de seis pájaros. Creí que cada uno era un ángel que anunciaba tierra cercana. Pero todos ellos eran aves marinas capaces de cruzar el océano sin apenas aletear. Las miré sobrecogido, lleno de envidia y autocompasión.
En dos ocasiones vi un albatros. Los dos sobrevolaron el bote sin siquiera mirarnos. Me los quedé mirando boquiabierto. Eran algo sobrenatural e incomprensible.
En otra ocasión, a pocos metros del bote, pasaron dos paíños de Wilson, con los pies bailando encima del agua. Ellos tampoco nos hicieron caso y me dejaron igual de atónito.
Finalmente atrajimos la atención de una pardela de pico fino. Dio un par de vueltas alrededor del bote y finalmente descendió. Echó las patas hacia atrás, giró las alas hacia dentro y aterrizó en el agua, flotando con la misma ligereza que un trozo de corcho. Me escrutó con curiosidad. Rápidamente cebé un anzuelo con un trozo de pez volador y arrojé el sedal hacia ella. No había puesto plomos en el sedal y me costó acercarlo al ave. Al tercer intento, la pardela se acercó al cebo y hundió la cabeza bajo el agua antes de que se le escapara. El corazón me palpitaba de la emoción. Esperé unos segundos antes de tirar del sedal. Cuando lo hice, el ave pegó un graznido y regurgitó lo que acababa de comer. Antes de que pudiera volver a intentarlo, desplegó las alas y se elevó en el aire. Con dos o tres aletazos, ya estaba en camino.
Tuve más suerte con un piquero enmascarado. Apareció de la nada, planeando hacia nosotros, con una envergadura de más de un metro. Aterrizó encima de la regala, al alcance de la mano. Me miró con sus ojos redondos y un semblante serio y perplejo. Era un ave grande con el cuerpo níveo y las alas de color negro azabache en las puntas y en los bordes exteriores. Tenía la cabeza grande y protuberante, con un pico de color naranja amarillento y los ojos rojos detrás de la máscara, que le daba el aspecto de ladrón que ha pasado una noche muy larga. Lo único que fallaba en el diseño eran las patas palmípedas marrones que eran demasiado grandes. Era un ave muy audaz. Pasó varios minutos pellizcándose las plumas con el pico, exponiendo una capa de plumón suave. Cuando hubo terminado, miró hacia arriba y viendo que todo seguía en su lugar, se exhibió tal y como era: un dirigible suave, bello y aerodinámico. Cuando le ofrecí un pedazo de dorado, me lo cogió de la mano de un picotazo, pinchándome la palma.
Le rompí el cuello doblándole la cabeza hacia atrás, con una mano empujando el pico hacia arriba y la otra aguantando el cuello. Las plumas estaban tan bien pegadas que cuando empecé a sacarlas, acabé arrancándole la piel. No estaba desplumando el ave: lo estaba despedazando a trocitos. Ya pesaba muy poco, un volumen sin peso. Cogí el cuchillo y lo despellejé. Teniendo en cuenta el tamaño del ave, ofrecía muy poca carne, sólo un poco en el pecho. Tenía una textura más correosa que la carne de dorado, pero no noté una gran diferencia de sabor. En el estómago, aparte del pedazo de dorado que acababa de darle, encontré tres pececitos. Quité los jugos gástricos y me los comí. También comí el corazón, el hígado y los pulmones del piquero. Me tragué los ojos y la lengua con un sorbo de agua. Le aplasté la cabeza y saqué el pequeño cerebro. Me comí la piel de las patas. Lo único que quedó del ave fue la piel, las plumas y los huesos. Lo tiré todo al otro lado de la lona para Richard Parker, que no había visto la llegada del piquero. De repente se asomó una garra naranja.
Días después, todavía seguían flotando plumas del interior de su guarida. Las que caían al agua fueron engullidas por los peces.
Ninguna de las aves anunciaron tierra firme.
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