Conseguí robar algunos de los restos del tiburón con el pico cangrejo, pero para mi gran desilusión, las vértebras de los tiburones no contienen líquido. Por lo menos la carne era buena, no sabía demasiado a pescado, y disfruté mascando el cartílago tras tantas semanas de comida blanda.
A partir de entonces, sólo cogí tiburones más pequeños. De hecho, me limité a cazar crías, y las maté yo. Descubrí que si las apuñalaba en los ojos, morían de forma más rápida y menos cansada que si intentaba cortarles la cabeza con el hacha.
De todos los dorados, hay uno, un dorado especial, que destaca en mi memoria. A primera hora de una mañana gris nos vimos asaltados por una tormenta de peces voladores. Richard Parker estaba tratando de atraparlos con las garras y yo estaba acurrucado detrás de un caparazón de tortuga, tratando de protegerme. En la mano tenía un pico cangrejo del que había colgado un pedazo de red y con el que pretendía coger alguno de los peces, pero el invento había resultado completamente inútil. De repente me pasó rozando un pez volador. Detrás de él, iba un dorado. El pez volador se escapó por los pelos de mi red, pero el dorado calculó mal. Tras saltar del agua, se estrelló contra la regala como una bala de cañón. El golpe sacudió el bote entero y la lona quedó salpicada de gotas de sangre. Reaccioné con rapidez. Me agaché debajo de la lluvia de peces voladores y cogí el dorado justo antes de que llegara un tiburón. Lo saqué del agua. Estaba muerto, o casi, pues estaba cambiando de color a cada momento. Estaba emocionado. «¡Vaya trofeo!» pensé. «¡Vaya trofeo! Gracias, Jesús-Matsya.» El dorado era gordo y carnoso. Debía de pesar unos veinte kilos. Llegaría para dar de comer a una multitud. Los ojos y el cartílago llegarían para irrigar un desierto.
Por desgracia, Richard Parker había vuelto su enorme cabeza y me estaba mirando. Lo noté con el rabillo del ojo. Los peces voladores seguían volando por encima de su cabeza, pero ahora carecían de todo interés: lo único que le interesaba era el pez que yo tenía en las manos. Estaba a menos de tres metros. Tenía la boca entreabierta y le colgaba el ala de un pez. Arqueó la espalda. Empezó a menear el trasero y a mover la cola. No me cabía la menor duda: estaba preparándose para el ataque. Era demasiado tarde para huir, demasiado tarde incluso para tocar el silbato. Me había llegado la hora.
Pero ya estaba harto. Ya había sufrido bastante. Estaba famélico. Llega un momento en que uno no puede pasar ni un día más sin comer.
Así que en un momento de demencia provocado por el hambre, en el que me importaba más comer que permanecer vivo, sin arma ninguna, desnudo en todos los sentidos, miré a
Richard Parker directamente a los ojos. De repente, su fuerza bruta sólo representaba debilidad moral. No tenía ni punto de comparación con mi fuerza mental. Lo miré a los ojos sin parpadear y con actitud desafiante, y nos quedamos así, fulminándonos con la mirada. Cualquier guardián de zoológico sabe que un tigre, de hecho, un gato, sea el que sea, no atacará a una presa que lo esté mirando a los ojos. Se esperará a que el ciervo, el antílope o el buey desvíe la mirada hacia otro lado. Pero saberlo y ponerlo en práctica son dos cosas completamente distintas (y resulta inútil saberlo si tienes intención de desafiar a un gato gregario porque mientras estás mirando un león, te atacará otro por detrás). Durante dos, tal vez tres segundos, niño y tigre mantuvieron una intensa contienda por el estatus y la autoridad. Richard Parker sólo tenía que hacer un pequeño salto para despedazarme. Pero no aparté los ojos.
Finalmente, Richard Parker se lamió la nariz, gruñó y se volvió. Dio un zarpazo furibundo a un pez volador. Yo era el vencedor. Sin apenas creerlo, agarré el dorado entre los brazos y lo llevé a la balsa. Poco después, entregué un buen trozo del pez a Richard Parker.
De aquel día en adelante, sentí que mi dominio estaba fuera de toda duda y empecé a pasar cada vez más tiempo en el bote salvavidas, primero en la proa y a medida que fui cobrando más confianza en mí mismo, me instalé encima de la lona. Todavía temía a Richard Parker, pero sólo cuando hacía falta. Su mera presencia ya no me volvía tenso. Uno se acostumbra a todo. Me parece que ya lo he dicho, ¿no? ¿No es lo que dicen todos los supervivientes?
Al principio, descansé en la lona con la cabeza apoyada en el borde enrollado al lado de la proa. Desde esa posición tenía la cabeza más alta dado que los extremos del bote salvavidas estaban a más altura que el centro y podía vigilar a Richard Parker.
Más adelante, dormí mirando hacia el lado contrario, con la cabeza apoyada justo encima del banco del medio, de espaldas al territorio de Richard Parker. En aquella posición, no estaba tan cerca de los lados del bote de forma que estaba más protegido del viento y el agua.
Sé que mi supervivencia cuesta mucho de creer. Mirándolo ahora, yo mismo me asombro.
El hecho de que me aprovechara de que Richard Parker se mareara con tanta facilidad no es la única explicación. Había otra: yo era quien le proporcionaba comida y agua. Desde que tenía memoria, Richard Parker había vivido en un zoológico y estaba acostumbrado a que aparecieran alimentos sin que él tuviera que mover una garra. También es verdad que cuando llovía y el bote entero se convertía en un colector de agua de lluvia, él sabía perfectamente de dónde procedía el agua. Y que cuando nos bombardeada un cardumen de peces voladores, mi rol tampoco era muy evidente. Pero estos sucesos no cambiaban la realidad de las cosas, y la realidad era que cuando miraba más allá de la regala, no veía una jungla en la que pudiera cazar ni un río del que pudiera beber. No obstante, yo le proporcionaba comida y agua fresca. Mi presencia era pura y milagrosa. Me otorgaba cierto poder. La prueba es que sobreviví semana tras semana. La prueba es que no me atacó, aun cuando dormía sobre la lona. La prueba es que sigo aquí para contar mi historia.
Guardé el agua de lluvia y la que recogía de los alambiques solares en las bolsas de cincuenta kilos que luego almacenaba dentro de la taquilla, donde Richard Parker no podía verlas. Ataba las bolsas con cuerda. Aquellas bolsas no hubieran sido más valiosas aunque estuvieran llenas de oro, zafiros, rubíes y diamantes. Mi pesadilla más temida era abrir la taquilla por la mañana y encontrar que las tres bolsas se habían derramado, o aún peor, que se habían partido. Para prevenir semejante catástrofe, las envolví en mantas para evitar que rozaran el casco metálico del bote salvavidas, y para impedir que se gastaran, sólo las movía cuando no me quedaba más remedio. Aun así, me inquietaba por los cuellos de las bolsas. ¿La cuerda no acabaría desgastándolos? ¿Cómo iba a cerrar las bolsas si estaban rotas por arriba?
Cuando las cosas iban bien, cuando la lluvia caía a cántaros, cuando las bolsas estaban llenas hasta arriba, llenaba las cubetas de achique, los dos cubos de plástico, los dos recipientes polivalentes de plástico, los tres vasos de vidrio graduado y las latas vacías (que ahora guardaba con esmero). Luego llenaba las bolsas para vómitos, haciendo un nudo por arriba para cerrarlas. Entonces, si seguía cayendo la lluvia, yo mismo me convertía en colector. Metía un extremo del tubo de uno de los colectores en la boca y bebía y bebía y bebía.
Siempre añadía un poco de agua salada al agua fresca de Richard Parker, en mayor proporción después de los días de lluvia, y menor proporción en épocas de sequía. En alguna ocasión, al principio, lo había visto asomar la cabeza por encima del borde, oler el mar y darle algún sorbo, pero pronto dejó de hacerlo.
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