Pero el domador tiene que asegurarse de mantener su rango de superalfa. Lo pagará muy caro si por algún despiste cae a un rango beta. Gran parte del comportamiento hostil y agresivo en los animales no es más que una forma de expresar su inseguridad social. El animal que tienes delante necesita saber el lugar que ocupa, si está por encima o debajo de ti. Su rango social marcará cómo se desenvuelve. El rango determinará con quién puede relacionarse y cómo, dónde y cuándo puede comer, dónde puede descansar, dónde puede beber, etcétera. Hasta que no tiene claro su rango, el animal lleva una vida de anarquía insoportable. Se vuelve nervioso, temperamental y peligroso. Por suerte del domador, las decisiones sobre el rango social entre animales superiores no siempre se toman en base a la fuerza bruta. Hediger (1950) mantiene que «cuando dos animales se encuentran por primera vez, el que es capaz de intimidar al otro se definirá como el socialmente superior de los dos, de modo que una decisión social no siempre dependerá de una pelea; en ocasiones, bastará con un encuentro». Son palabras de un sabio. El señor Hediger fue director de zoológico durante muchos años, primero en el zoológico de Basilea y luego en el de Zurich. Fue un hombre muy versado en el comportamiento animal.
Es una cuestión de materia gris sobre materia muscular. La supremacía del domador es un asunto psicológico. Un ambiente desconocido, la postura erguida del domador, su serenidad, su mirada fija, su audacia y ese extraño gruñido (por ejemplo, el ruido de un latigazo o de un pito) son muchos factores que llenarán la cabeza del animal de dudas y miedo, dejándole claro el lugar que ocupa, que es justo lo que quiere saber. Una vez satisfecho, el Número Dos se echará para atrás y el Número Uno podrá volverse hacia el público y gritar: «¡Vamos a animar esto un poco! Y ahora, damas y caballeros, estas fieras saltarán por aros de fuego…»
Es interesante observar que el león más dispuesto a realizar las gracias del domador es el que ocupa la posición más baja de la manada, el animal omega. Es el que más provecho puede sacar de una relación estrecha con el maestro superalfa. No se limita sólo a los premios extras. Una relación estrecha también querrá decir que el animal estará más protegido de los otros miembros de la manada. Este león, de igual tamaño y ferocidad aparente de cara al público, será la estrella de la función mientras que el domador dejará a los leones beta y gamma, que suelen ser subordinados más gruñones, encima de sus podios coloridos al borde de la pista.
Lo mismo ocurre con otros animales de circo y los animales de zoológico. Los animales socialmente inferiores son los que hacen esfuerzos más grandes y más ingeniosos para conocer a sus cuidadores. Resultan ser los más fieles, los más necesitados de su compañía, los que menos conflictos o problemas les supondrán. Este fenómeno se ha observado en los felinos mayores, los bisontes, los ciervos, las ovejas salvajes, los monos y en muchos más. Es un hecho harto sabido dentro del gremio.
Su casa es un templo. En la entrada hay un cuadro enmarcado del dios Ganesha, el de la cabeza de elefante. Está sentado mirando hacia fuera, sonriente y con la panza redonda y rosada. Tres de sus manos sujetan objetos diversos y la cuarta está extendida a modo de bendición y recibimiento. Es el dios supresor de los obstáculos, el dios de la buena suerte, el dios de la sabiduría, el patrono del aprendizaje. Es de lo más simpático; me hace sonreír. A sus pies se encuentra una rata atenta, su vehículo. Porque cuando el dios Ganesha se desplaza, viaja encima de una rata. En la pared de delante, hay una sencilla cruz de madera.
En la sala, en una mesa al lado del sofá, veo un pequeño cuadro enmarcado de la Virgen María de Guadalupe, vestida con un manto abierto del que cae una cascada de flores. A su lado, una foto de la Kaaba, la piedra negra, el santuario más venerado del Islam, rodeada por un remolino de decenas de miles de fieles. Encima del televisor, hay una estatua de latón de Siva en su calidad de Nataraja, el dios cósmico del baile que controla los movimientos del universo y el paso del tiempo. Baila sobre el demonio de la ignorancia, los cuatro brazos extendidos haciendo un gesto coreografiado, con un pie apoyado sobre la espalda del demonio y el otro suspendido en el aire. En cuanto Nataraja baje este pie, dicen que el tiempo de detendrá.
En la cocina hay una hornacina, empotrada en un armario. Ha cambiado la puerta por un arco calado. El arco oculta parte de la bombilla amarilla que ilumina su pequeño sagrario por las noches. Hay dos cuadros detrás de un pequeño altar: a un lado, otro Ganesha, y en el centro, en un marco más grande, está Krishna, con la piel azul, sonriente y tocando la flauta. Ambos tienen marcas de polvos amarillos y rojos en la parte del vidrio que les tapa la frente. Encima del altar hay un platito de cobre que contiene tres murtis, representaciones, de plata. Él me las identifica con el dedo: Laksmi; Shakti, la diosa madre, en forma de Parvati; y Krishna, esta vez de bebé, gateando y juguetón. Entre las diosas ha colocado una escultura de piedra de la diosa Siva yoni linga, que parece un aguacate cortado por la mitad con una especie de tocón fálico que brota del centro, un símbolo hindú que representa las energías masculinas y femeninas del universo. A un lado del platito hay una pequeña caracola en un pedestal. Al otro, una campanilla de plata. Ha esparcido unos granos de arroz por todo el sagrario, y hay una flor a punto de marchitarse. La mayoría de estos objetos están manchados con salpicaduras de color rojo y amarillo.
En el estante inferior hay varios artículos de devoción: una taza llena de agua; una cuchara de cobre; una lámpara con la mecha enrollada en aceite; unos bastoncillos de incienso, y tazones pequeños llenos de polvos rojos y amarillos, arroz y terrones de azúcar.
En el comedor hay otra Virgen María.
En la planta superior está su despacho. Al lado del ordenador hay un Ganesha de latón sentado con las piernas cruzadas. En la pared ha colgado un crucifijo de Brasil y en una esquina hay una alfombra de oración de color verde. El Cristo es expresivo. Sufre. La alfombra de oración está en un lugar despejado. A su lado, en un atril bajo, hay un libro tapado con una tela. En el centro de la tela hay una sola palabra meticulosamente bordada y escrita en árabe. Está formada por cuatro letras: una alif, dos lams y una ha. La palabra Dios en árabe.
El libro en su mesita de noche es una Biblia.
Todos nacemos católicos, ¿no es así? ¿No nacemos en el limbo, sin religión, hasta que alguien nos presenta a Dios? Tras ese encuentro, el asunto queda zanjado para la mayoría de nosotros. Si hay algún cambio, suele ir a menos y no a más y, según parece, mucha gente acaba perdiendo a Dios por el camino de la vida. A mí no me ocurrió así. En mi caso, ese alguien fue una hermana mayor de mi madre, de mentalidad más tradicional, quien me llevó a un templo cuando todavía era niño. Mi tía Rohini estaba ilusionadísima con conocer a su sobrino recién nacido y decidió hacer partícipe de la ilusión a la Madre Diosa.
– Será su primera salida simbólica-dijo-. ¡Es una samskara!
¡Y tan simbólica! Estábamos en Madurai y yo me hice recién veterano de un viaje en tren de siete horas. ¿Y qué más daba? Partimos en este rito de paso hindú; yo entre los brazos de mi madre, y mi madre propulsada por mi tía. No tengo un recuerdo consciente de esta primera visita a un templo, pero algún olor a incienso, algún juego de luces y sombras, alguna llama, alguna explosión de color, algo del bochorno y el misterio de ese lugar debió de permanecer conmigo. Un germen de exaltación religiosa, del tamaño de una semilla de mostaza, se sembró en mí y se dejó germinar. Ha seguido creciendo desde aquel día.
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