– Mi Señor, ya puede cerrar la boca-dice con reverencia.
Luego hay la historia de Vishnu encarnado de Vamana el enano. Pide al rey demonio Bali que le conceda la tierra que pueda cubrir con tres pasos. Bali se mofa del alfeñique que tiene delante y de su petición patética. Consiente. De repente Vishnu adopta su tamaño cósmico. Con un paso cubre la Tierra, con el segundo el cielo, y con el tercero, le da una patada a Bali que lo envía al infierno.
Ni siquiera Rama se quedaba de brazos cruzados, y él era el más humano de las divinidades, al que tuvieron que recordar su status divino cuando entristeció por su lucha para recuperar a Sita, su esposa, del malvado Ravana, rey de Lanka. Pero jamás se hubiera dejado abatir por una cruz insignificante. A la hora de la verdad, trascendía su forma humana y limitada con una fuerza superior a la de cualquier hombre y con armas que ningún hombre sabría manejar.
Eso es un Dios como dios manda: brillante, poderoso y fuerte. Un Dios capaz de rescatar y salvar y aniquilar el mal.
En cambio, este Hijo que pasa hambre, que pasa sed, que se cansa, que se inquieta, al que interrumpen con comentarios molestos, al que acosan, que tiene que soportar una pandilla de seguidores que no lo entienden y opositores que no lo respetan, ¿qué clase de dios es éste? Pues un dios demasiado humano. De acuerdo, hay algún que otro milagro de naturaleza medicinal, consigue satisfacer unos estómagos vacíos, y en el mejor de los casos atenúa una tormenta y camina durante algunos instantes sobre el agua. Pero si eso es magia, es magia menor, del calibre de los que hacen trucos con las cartas. Cualquier dios hindú lo haría cien veces mejor. Este Hijo es un dios que se ha pasado casi toda la vida contando historias, hablando. Este Hijo es un dios que caminó, un dios peatón, y encima en un lugar cálido, con un paso como el de cualquier humano, con sandalias que apenas le protegían los pies de las rocas que se encontró en el camino. Y las pocas veces que se decidió a derrochar el dinero en un transporte, iba en un burro de lo más corriente. Este Hijo es un dios que sólo tardó tres horas en morir, entre quejas, suspiros y lamentos. ¿Qué clase de dios es éste? ¿Qué es lo que inspira este Hijo?
– El amor-dijo el padre Martin.
¿Cómo puede ser que este Hijo aparezca una sola vez, hace mucho tiempo, en un país remoto, entre una tribu oscura en medio de la nada de Asia occidental, en los confines de un imperio que desapareció hace años? ¿Cómo puede ser que acabaran con Él antes de que le saliera una sola cana en la cabeza? ¿Que no deje ni un solo descendiente, sino un testimonio desperdigado y parcial, meros garabatos en el polvo? Vamos a ver, no estamos ante un Brahman con un enorme ataque de miedo a salir a escena, sino algo bastante más grave. Estamos ante un Brahman egoísta; un Brahman mezquino e injusto; un Brahman que apenas se pone de manifiesto. Si Brahman se empeña en tener un solo hijo, debería hacerse tan abundante como Krishna con las lecheras, ¿no? ¿Qué justificación hay para tanta tacañería?
– El amor-repitió el padre Martin.
Muchas gracias, pero yo me quedo con mi Krishna. Su divinidad me resulta francamente cautivadora. No me interesa un Hijo sudoroso y parlanchín. Todo vuestro.
Así fue como conocí a ese rabino problemático de hace siglos: con incredulidad e irritación.
Estuve tomando té tres días seguidos con el padre Martin. Y con cada tintineo de las tazas con los platitos, y de las cucharas contra el borde de las tazas, yo le hacía preguntas.
La respuesta siempre era la misma.
Me molestaba, este Hijo. Cada día me ardía más la indignación que sentía hacia Él, y más defectos le encontraba.
¡Y es petulante, además! Una mañana en Betania, a Dios le entra hambre; a Dios le apetece desayunar. Se topa con una higuera. Como no es la temporada de higos, el árbol no tiene fruta. Dios está molesto. El Hijo refunfuña: «Que este árbol nunca más dé fruta». Segundos después, la higuera se marchita. Eso dice Mateo, secundado por Marcos.
Y yo me pregunto: ¿la higuera tiene la culpa de que los higos no estuvieran en temporada? ¿A quién se le ocurre castigar así a una pobre higuera, hacer que se marchite al instante?
No podía quitármelo de la cabeza. Sigo sin poder hacerlo. Pasé tres días enteros pensando en Él. Cuanto más me irritaba, más vueltas le daba. Cuanto más sabía acerca de Él, más ganas tenía de tenerlo a mi lado.
El último día, unas horas antes de partir de Munnar, subí corriendo la colina de la izquierda. Ahora se me antoja una escena típicamente cristiana. El cristianismo es una religión con prisas. El mundo, sin ir más lejos, fue creado en siete días. Incluso a escala simbólica, es una creación frenética. Habiendo nacido en una religión en la que la batalla por un alma única se convierte en una carrera de relevos que se extiende a lo largo de muchos siglos, con generaciones innumerables pasándose el testigo, la resolución tan acelerada del cristianismo me mareaba. Si el hinduismo fluye con la misma placidez que el Ganges, el cristianismo trajina como Toronto en hora punta. Es una religión que tiene la misma rapidez que una golondrina, la misma urgencia que una ambulancia. Es de lo más voluble y se expresa en un instante. Puedes redimirte o condenarte en un santiamén. El cristianismo se remonta a tiempos inmemoriales, pero en esencia sólo existe en un tiempo: ahora mismo.
Subí esa colina como un rayo. Aunque aparentemente el padre Martin no estaba PRESENTE (desgraciadamente, el panel estaba tapado), gracias a Dios sí estaba presente.
Sin apenas aliento le dije:
– Padre, quisiera ser cristiano, por favor.
Sonrió.
– Ya lo eres, Piscine, en el corazón. Aquel que se encuentra con Cristo con buena fe ya es cristiano. Aquí en Munnar has conocido a Jesucristo.
Me acarició la cabeza. De hecho, me la golpeó. La mano me hizo BUM BUM BUM en la cabeza.
Creí que iba a estallar de alegría.
– Cuando vuelvas, tomaremos más té, hijo.
– Sí, padre.
Fue una sonrisa bondadosa la que me dedicó. La sonrisa de Cristo.
Entré en la iglesia, ahora sin miedo, ya que se había convertido en mi casa también. Recé a Cristo, que está vivo. Entonces bajé corriendo la colina de la izquierda para subir corriendo la de la derecha, donde di las gracias al Dios Krishna por haberme presentado a Jesús de Nazaret, cuya humanidad tanto me cautivaba.
El Islam no se quedó a la zaga. Entró en mi vida un año después. Debía de tener unos quince años y estaba explorando mi ciudad natal. El barrio musulmán estaba cerca del zoológico. Era una zona pequeña y tranquila, llena de casas con escritura árabe y medias lunas inscritas en las fachadas.
Llegué a la calle Mullah. Me asomé por la puerta de la Jamia Masjid, la Gran Mezquita, procurando quedarme en el exterior, por supuesto. El islamismo tenía fama de ser aún peor que el cristianismo. Tenía menos dioses, mayor violencia y nunca me habían hablado bien de las escuelas musulmanas, así que no tenía ninguna intención de entrar, por muy vacía que estuviera la mezquita. El edificio, limpio y blanco aparte de algunos bordes pintados de color verde, consistía en una construcción abierta que se desplegaba alrededor de una sala central vacía. El suelo estaba cubierto de unas largas alfombras de paja. Al fondo de la sala había dos minaretes finos y estriados que subían hacia el techo y justo detrás, unos cocoteros altísimos. La verdad es que no vi nada claramente religioso ni de gran interés en la mezquita, pero se me antojó un lugar agradable y tranquilo.
Seguí caminando. Un poco más allá de la mezquita había una serie de viviendas adosadas de un piso con porches sombreados. Eran casas humildes, venidas a menos, con paredes de estuco de color verde pálido. Una de las viviendas también era una tienda. Vi un estante lleno de botellas polvorientas de refrescos Thums Up y cuatro tarros de vidrio medio llenos de caramelos. Pero lo que me llamó la atención fue el producto principal: unos objetos planos, redondos y blancos. Me acerqué. Parecían una especie de pan ázimo. Toqué uno de ellos y dio la vuelta, rígido. Era similar al pan indio, pero de tres días. Me pregunté quién se comería algo así. Cogí uno como si fuera un abanico y lo agité un poco a ver si se rompía.
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