Yann Martel - Vida de Pi

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Pi Pattel es un joven que vive en Pondicherry, India, donde su padre es el propietario y encargado del zoológico de la ciudad. A los dieciséis años, su familia decide emigrar a Canadá y procurarse una vida mejor con la venta de los animales. Tras complejos trámites, los Pattel inician una travesía que se verá truncada por la tragedia: una terrible tormenta hace naufragar el barco en el que viajaban.
En el inmenso océano Pacífico, una solitaria barcaza de salvamento continúa flotando a la deriva con cinco tripulantes: Pi, una hiena, un orangután, una cebra herida y un enorme macho de tigre de Bengala. Con inteligencia, atrevimiento y, obviamente, miedo, Pi tendrá que echar mano del ingenio para mantenerse a salvo mientras los animales tratan de ocupar su puesto en la cadena alimentaria y, a la postre, tendrá que defender su liderazgo frente al único que, previsiblemente, quedará vivo. Aprovechando su conocimiento casi enciclopédico de la fauna qua habitaba el zoológico, el joven intentará domar a la fiera, demostrar quién es el macho dominante y sobrevivir con este extraordinario compañero de viaje.
Yann Martel consigue con talento, humor e imaginación un ejercicio narrativo que deleita y sorprende a un lector que, cautivado por una de las historias más prodigiosas de los últimos tiempos, se verá atrapado hasta el asombroso e inesperado final.
«Si este siglo produce algún clásico literario, Martel es, sin duda, uno de los aspirantes.» The Nation
«Vida de Pi es como si Salman Rushdie y Joseph Conrad elucubraran juntos sobre el sentido de El viejo y el mar y Los viajes de Gulliver.» Financial Times
«Para aquellos que creían que el arte de la ficción estaba moribundo, les recomiendo que lean a Martel con asombro, placer y gratitud.» ALBERTO MANGUEL

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El cuarto día que estuvimos en Munnar, al ponerse el sol, me encontré en la colina de la izquierda. A pesar de que fuera a un colegio nominalmente cristiano, nunca había entrado en una iglesia, y la verdad es que en ese instante tampoco me atrevía. Apenas sabía nada sobre aquella religión. Tenía fama de creer en pocos dioses y mucha violencia, pero eso sí, en buenas escuelas. Di una vuelta a la iglesia. El edificio en sí no revelaba absolutamente nada de lo que contenía en su interior. Las paredes gruesas estaban pintadas de color azul claro y las ventanas eran muy estrechas y a demasiada altura para espiar a través de ellas. Una fortaleza.

Entonces vi la rectoría. La puerta estaba abierta. Me escondí detrás de una pared para contemplar la escena. A la izquierda de la puerta había un tablero pequeño que decía: Párroco y Ayudante del Párroco. Al lado de cada título había un pequeño panel con una placa corredera. Tanto el párroco como el asistente estaban PRESENTES, según decían las letras doradas del tablero, que veía claramente desde mi escondite. Uno de los párrocos estaba trabajando en su despacho de espaldas a la ventana en saliente; el otro estaba sentado en un banco a una mesa redonda en el enorme vestíbulo que al parecer usaban para recibir visitas. Estaba sentado mirando hacia la puerta y las ventanas con un libro en las manos. Me imaginé que sería una Biblia. Leyó un poco, alzó la vista, leyó un poco más, volvió a alzar la vista. Lo hizo de forma pausada, aunque alerta y serena. Después de algunos minutos, cerró el libro y lo dejó sobre la mesa. Cruzó las manos en la mesa y se quedó sentado, con la expresión tranquila, sin mostrar ni expectación ni resignación.

Las paredes del vestíbulo eran blancas y limpias. La mesa era de una madera oscura. El párroco iba vestido de una sotana blanca. Todo me pareció sencillo, ordenado y pulcro. Me invadió una sensación de paz. Pero lo que realmente me llamó la atención, más que el marco en sí, fue la comprensión intuitiva de que él estaba allí, abierto y paciente, por si alguien quisiera hablar con él y, fuera por un problema del alma, un pesar en el corazón o una mancha en la conciencia, él escucharía con amor. Era un hombre cuya profesión consistía en amar y proporcionaría el mejor consuelo y la mejor orientación posible.

Me conmocionó. Lo que estaba presenciando me llegó al corazón y me estremeció.

Se levantó de la mesa. Creí que iba a correr la placa hacia el otro lado pero lo que hizo fue adentrarse en la rectoría, dejando la puerta que daba a la habitación contigua tan abierta como la que daba al exterior. Me fijé en este detalle, en que las dos puertas estaban abiertas de par en par. Era evidente que tanto él como su colega seguían disponibles.

Me alejé y me atreví: entré en la iglesia. Tenía un nudo en el estómago. Tenía terror de que apareciera un cristiano y me gritara: «¿Qué haces aquí? ¿Cómo osas entrar en este lugar sagrado, pecador? ¡Fuera de aquí, ahora mismo!».

No había nadie. Ni casi nada por entender. Avancé y me quedé mirando el sagrario. Vi un cuadro. ¿Era el murtil? Tenía algo que ver con un sacrificio humano. Un dios iracundo al que había que aplacar con sangre. Un grupo de mujeres que miraban aturdidas hacia el cielo y bebés con alitas volando por ahí. Un pájaro carismático. ¿Cuál de ellos era el dios? Al lado del sagrario había una escultura de madera pintada. La víctima era la misma, toda ensangrentada y con moratones pintados en colores vivos. Me fijé en sus rodillas. Estaban llenas de rasguños. Tenía la piel levantada como los pétalos de una flor, dejando al descubierto las rótulas, rojas como un camión de bomberos. Me costó relacionar esta escena de tortura con el párroco en la rectoría.

Al día siguiente, sobre la misma hora, fui yo quien estuvo PRESENTE.

Los católicos son harto conocidos por su severidad, por su dureza a la hora de juzgar. Mi experiencia con el padre Martin fue muy diferente. Se mostró muy atento conmigo. Me sirvió té y galletas en un juego de té que tintineaba y vibraba con sólo tocar las piezas. Me trató como un adulto, y me contó una historia. O mejor dicho, teniendo en cuenta que a los cristianos les encantan las mayúsculas, una Historia.

Y vaya historia. Si me atrajo, fue porque no daba crédito a mis oídos. ¿Cómo? ¿Que la humanidad peca y quien lo paga es el hijo de Dios? Intenté imaginarme a mi padre diciéndome:

– Piscine, ayer un león se coló en el recinto de las llamas y mató a dos de ellas. Ayer otro león acabó con un ciervo negro. La semana pasada otros dos se comieron un camello. La semana anterior les tocó a los tántalos indios y las garzas. ¿Y quién afirma que no fueron ellos los que acabaron con el agutí dorado? Esto no puede seguir así. Hay que tomar medidas. Así que he pensado que la única manera de expiar los pecados de los leones es que te coman a ti.

– Sí papá. Eso sería lo correcto y lo lógico. Espera que acabe de lavarme las manos.

– Aleluya, hijo.

– Aleluya, padre.

Vaya historia más rara. Qué psicología más extraña.

Le pedí que me contara otra historia, una que tuviera más sentido. Esta religión tenía que tener más de una historia; todas las religiones abundan en historias. Mas el padre Martin me hizo comprender que las historias anteriores a ésta, que no eran pocas, formaban un mero prólogo a la era cristiana. Su religión tenía una Historia, a la que volvían una y otra vez sin cansarse. Con ella ya tenían bastante.

Esa noche en el hotel apenas abrí la boca.

Que un dios tenga que enfrentarse a las adversidades, me parecía normal. Los dioses del hinduismo han tenido su buena cuota de ladrones, matones, secuestradores y usurpadores. ¿Qué es el Ramayana sino un día largo y duro para Rama? La adversidad, vale. Los reveses de fortuna, vale. La traición, vale. ¿Pero la humillación? ¿La muerte? De ninguna manera me imaginaba al Dios Krishna accediendo a ser desnudado, azotado, ridiculizado, arrastrado por las calles y encima, crucificado. Y por si fuera poco, a manos de simples mortales. Los dioses hindúes no morían. El Brahman Revelado no era partidario de la muerte. Para eso estaban los demonios y los monstruos, igual que los humanos, de los que morían miles y millones. La materia también desaparecía. Pero una divinidad no podía perecer. Estaba mal. El alma del mundo no puede morir, ni siquiera una parte contenida de ella. Ese dios cristiano hizo mal en dejar que muriera su avatar. Equivale a dejar que se muera parte de sí mismo. Pues si se muere el Hijo, no puede ser un engaño. Si Dios en la cruz es un Dios que finge una tragedia humana, convertiría a la Pasión de Cristo en la Farsa de Cristo. La muerte del hijo tuvo que ser real. El Padre Martin me aseguró que lo fue. Pero por mucha resurrección que haya, un dios muerto siempre lo será. El Hijo jamás logrará quitarse el sabor a muerte de la boca. La Trinidad estará contaminada por ella. Seguro que Dios Padre nunca consiga librarse de cierto hedor que le sube del lado derecho. El horror debe ser real. ¿Por qué iba a someterse Dios a algo así? ¿Por qué no dejar la muerte para los mortales? ¿Por qué tuvo que ensuciar lo que era bello, estropear la perfección?

Por amor. Ésa fue la respuesta del padre Martin.

¿Y el comportamiento de este Hijo? Hay una historia sobre el bebé Krishna, acusado injustamente por sus amigos de haber comido un poco de tierra. Su madre adoptiva, Yashoda, se le acerca haciendo un gesto admonitorio con el dedo.

– No debes comer tierra. Eres un niño malo.

– Pero si no he comido tierra-dice el indiscutible dios de todo, disfrazado en broma de criatura humana asustada.

– ¡Vamos! Abre la boca-le ordena Yashoda.

Krishna obedece. Abre la boca. Yashoda da un grito ahogado. En la boca de Krishna ve el universo entero, completo y eterno, todas las estrellas y los planetas del espacio y la distancia que hay entre ellos, todos los países y océanos de la Tierra y la vida que los habita; ve todos los ayeres y todas las mañanas; ve todas las ideas y todas las emociones, toda la compasión y la esperanza, y las tres hebras de la materia; no falta ni una piedra, ni una vela, ni un animal, ni un pueblo ni una galaxia. Incluso se ve a sí misma y a cada pedazo de tierra en el sitio que le corresponde.

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