Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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— Así es.

— Pero se da la circunstancia de que ahora nos estamos enfrentando a un puñetero virus que nos presenta problemas que desconocíamos, y frente a los cuales esa experiencia se convierte en un pesado lastre.

— ¿Por qué?

— Porque nos empuja a buscar en la memoria soluciones que no están allí, y que por lo tanto nunca encontraremos.

— Creo que empiezo a entender lo que quieres decir… — se vio obligado a reconocer Alejandro de León Medina.

— Me alegra, porque, a mi modo de ver, pretender basarlo todo en el estudio, el conocimiento y la experiencia, viene a ser algo así como intentar atravesar la jungla con un baúl de libros a la espalda. El peso de los libros nos hundirá en el fango.

— Muy gráfico. Y muy convincente. Tan Cantaclaro como en tus mejores tiempos.

— Es bueno no perder facultades.

— ¿Qué propones entonces?

— Intentar avanzar por esa selva sin cargar con baúles y teniendo siempre la mente abierta a ideas nuevas que nos permitan encarar cada problema sin prejuicios de ningún tipo.

— ¿Y eso cómo se consigue?

— Echando mano de la imaginación e incluso de la pura intuición — fue la respuesta—. Sentándonos a meditar sobre cómo evitar que ese jodido virus sufra de pronto una nueva mutación que nos deje otra vez en blanco, y demostrando que somos más astutos que él y sabremos adelantarnos a su jugada.

— Pero esto no es una partida de póquer… — argumentó su oponente.

— Tal vez sí, o tal vez no. Pero lo único que he aprendido en toda esta historia es a ver las cosas desde el ángulo opuesto a como solía verlas.

— ¿Y cuál sería, en este caso particular, el ángulo opuesto?

— No estoy muy seguro, pero quizá no deberíamos obsesionarnos preguntándonos qué es lo que hace que el virus sufra una mutación, sino plantearnos las razones por las que durante un cierto tiempo opta por no cambiar.

— ¿Y eso adonde nos llevaría…?

— Probablemente a ninguna parte, pero a menudo me planteo que uno de los grandes problemas de la humanidad es que siempre pretende llegar a alguna parte.

— Lógico, digo yo.

— No tanto, porque cuando un camino lleva a «alguna parte» te encuentras con que alguien ha estado allí con anterioridad. Pero si decides ir «a campo traviesa» puede que te pierdas, pero también puede que llegues a donde nadie ha llegado nunca.

— ¿Fue así como encontraste la solución a los tumores malignos?

— Fue así como me indicaron que buscara y dio resultado.

— ¿Quién?

— Alguien que me hizo ver que las soluciones más sencillas suelen ser las más difíciles de encontrar porque demasiado a menudo el ser humano se empeña en complicarse la existencia. Es el fruto de siglos de oscurantismo en el que mentes retorcidas basaron su poder en hacernos creer que todo era demasiado confuso y misterioso.

— Tú ahora estás intentando hacerme creer que todo es confuso y misterioso… — le hizo notar el Canaima sin el menor deje de acritud en la voz—. Te refieres a «alguien» que al parecer te dijo lo que tenías que hacer para librar a la humanidad de la más terrible de sus lacras, pero admites que no puedes confesarle quién es ni tan siquiera a Doña Bárbara, con la que compartes tres hijos, la cama y todos los secretos… ¿Qué puede existir más confuso y misterioso que un secreto que ni siquiera puedes rebelar a la mujer que lleva años demostrando que te ama y que puedes confiar en ella?

— Nada.

— ¿Entonces…?

Su interlocutor se limitó a encogerse de hombros evidenciando la magnitud de su impotencia.

— ¿Entonces…? Admito que es un secreto que tendré que llevarme a la tumba.

— ¿Sabes que malas lenguas empiezan a asegurar que en realidad la idea del murciélago se la robaste a uno de tus pacientes?

— ¿Y por qué no la había expuesto él?

— Porque estaba en fase terminal y murió al poco tiempo?

— ¡Ojalá hubiera sido así…! ¡Dios! ¡Cómo lo facilitaría todo!

— ¿Tan difícil es?

Bruno Guinea descendió del alféizar de la ventana, acudió a tomar asiento en su viejo butacón, colocó el auricular del teléfono en su sitio y asintió con un escueto ademán de cabeza.

— Mucho más de lo que puedas imaginar, y tal vez la solución a una parte de mis problemas estribe en aceptar que, en efecto, la idea me la dio un moribundo.

— Pero tú y yo sabemos que no es así.

— ¡No! Desde luego que no es así.

— Eso quiere decir que te verías obligado a mentir.

— Probablemente.

— ¿Y qué dirían Doña Bárbara y los chicos si aquel de quien se sienten tan orgullosos mintiera y además dicha mentira le hiciera quedar ante los ojos del mundo como un canalla capaz de robarle a un moribundo algo tan valioso como la idea que ha permitido acabar con el cáncer?

— Aprietas demasiado.

— Yo soy el único que puede apretarte cuando quiera, Cantaclaro — replicó Alejandro de León Medina sin perturbarse—. Lo soy por la amistad que nos une y por lo mucho que tú me has apretado cuando estaba a punto de derrumbarme y me asaltaban casi a diario ideas de suicidio. Ahora sé muy bien que nunca me contarás la verdad, pero tampoco quiero que me cuentes mentiras.

— Nunca lo he hecho.

— ¡Ni nunca se te ocurra hacerlo…! — fue la severa advertencia no carente de un leve tono de humor—. Sea cual fuere tu secreto, lo respetaré sin volver a mencionar el tema, pero empiezo a creer que sería oportuno pensar en algo que aleje de una vez todas esas maledicencias.

— Me importan un carajo.

— No lo dudo, pero ten en cuenta que existe tu familia, tus amigos, el hospital, e incluso un país que se siente sumamente orgulloso de que haya sido un español quien ha puesto fin a la peor de las plagas que aterrorizaban a la humanidad.

Bruno Guinea torció el cuello, observó a su compañero de universidad de medio lado y señaló sonriente:

— Te apuesto lo que quieras a que esas primeras voces maledicientes hablan preferentemente español.

— Siempre has sido un ventajista al que le gusta apostar sobre seguro.

— Lo sé, aunque por desgracia en esta ocasión aposté sabiendo que iba a perder.

— ¿A qué te refieres?

— A nada en particular, pero se me está ocurriendo una idea que tal vez acabe con esa maledicencia… Haz correr la voz de que te he confesado que tuve un sueño en el que se me apareció la Virgen de Lourdes, que fue quien me rebeló el secreto.

— ¡No me jodas! ¿Y quién va a creérselo?

— Los mismos que se creen que alguien que jamás había puesto el pie en la Alta Amazonia y jamás había visto un murciélago vampiro, tuvo la intuición de que el casi desconocido «Desmodus Rotundus» había desarrollado una serie de proteínas capaces de acabar con un montón de enfermedades.

— ¡Difícil me lo pones!

— ¿Resultaría más fácil si en lugar de la Virgen de Lourdes dijéramos que se trató del mismísimo Satanás en persona?

— Lo dudo.

— ¿Por qué?

— Porque resulta comprensible que algo así lo hiciera una virgen, no el Demonio.

— En eso tienes razón… — reconoció de inmediato Bruno Guinea—. Curar a los enfermos es cosa de vírgenes, no de demonios…

Alejandro de León Medina se puso en pie dispuesto a marcharse, pero antes de hacerlo apoyó ambas manos en la mesa y se inclinó hasta colocar su cara a menos de medio metro de la de su interlocutor para espetarle en un tono de evidente malhumor:

— Te conozco hace demasiado tiempo como para no saberme de memoria todos tus jodidos trucos. — Lanzó un bufido de indignación—. Y algo me dice que en estos momentos estás echando mano a uno de ellos.

— ¡Listo el chico!

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