— Me cuesta admitir que algo tan sin importancia como la saliva pueda tener propiedades inmunológicas.
— Y a mí también — admitió sin el menor empacho Bruno Guinea—. Reconozco que pese a ser un profesional jamás me había detenido a meditar sobre sus múltiples funciones, pero ahora empiezo a sospechar que su labor no se limita a permitirnos humedecer los alimentos para que podamos digerirlos con más facilidad. Probablemente, en algunas especies animales, cuanto más primitivas mejor, la saliva cumple una misión preventiva o de asepsia, que el ser humano ha olvidado.
— Creo que no acabo de entender a qué se refiere.
— A algo que tenemos ante los ojos y a lo que no damos demasiada importancia. Cuando nace una cría muchas madres suelen lamerlas concienzudamente, y quizá no se deba al simple hecho de que les guste verlas acicaladas. Es muy posible que lo que ocurre es que su instinto les dicta que tienen que protegerlas, y que no existe mejor protección que la saliva.
— Eso es muy cierto — se vio obligado a reconocer Horacio Guayas—. Conozco mucha gente, sobre todo en el campo, que cuando se hacen una herida acostumbran lamérsela. En mi pueblo había una vieja de la que se aseguraba que su saliva curaba los furúnculos y la sarna.
— Recuerdo que una vez leí que el gran dios babilónico Marduk era el propietario de una saliva milagrosa de la que habían nacido todos los seres que poblaban la tierra, y de igual modo según la mitología nórdica la saliva de ciertos dioses poseía propiedades curativas. Las llamas y alpacas se defienden escupiendo puesto que su saliva es muy acida y en algunos animales de la selva llega a ser incluso venenosa.
Su acompañante tardó en responder puesto que parecía meditar con la vista clavada en la distante llanura, pero por último negó una y otra vez con la cabeza, a todas luces incrédulo:
— Todo eso lo admito, e incluso admito que sabemos muy poco sobre algo que tal vez tenga mucha más importancia de la que le hemos dado, pero de ahí a sostener que la saliva de un murciélago pueda curar el cáncer, media un abismo.
— ¡Tal vez! — fue la respuesta—. Pero si millones de años de evolución han conseguido que una determinada glándula de un minúsculo áspid sea capaz de producir el veneno suficiente como para matar diez caballos, por qué razón no podemos admitir que una determinada glándula de un minúsculo murciélago sea capaz de producir las enzimas que inmunicen de inmediato la sangre de la que se alimenta. Sin semejante defensa su especie no hubiera conseguido sobrevivir millones de años atacando a menudo a animales enfermos.
— ¿Luego se trata de una enzima?
— Un conjunto de ellas, tan complejo, que aún no he tenido tiempo de diferenciarlas y catalogarlas, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que conforman un poderoso y bien entrenado ejército que sabe cómo eliminar casi instantáneamente a los peligrosos intrusos que amenazan la salud de ese bendito monstruo.
— ¿Y cuánto tiempo cree que tardará en diferenciarlas?
— No mucho — reconoció Bruno Guinea seguro de sí mismo—. Pero eso carece ya de importancia. Los cerrojos han saltado y la puerta está abierta. De ahora en adelante el trabajo se centra en aislar cada elemento, estudiarlo, e intentar sintetizarlo con el fin de que el día de mañana se puedan fabricar millones de cápsulas que devuelvan la salud a millones de enfermos.
— ¿Y eso significa la desaparición de todos los tipos de cáncer?
— Eso espero.
— ¡Dios sea loado! Y usted por haberlo conseguido. — El ecuatoriano extendió la mano y la colocó, con afecto y casi con devoción sobre el antebrazo de su interlocutor—. ¿Cómo se siente? — quiso saber.
— Aún no lo sé.
— Pues debería saberlo — fue la respuesta—. Porque si yo me considero en estos momentos el hombre más feliz del mundo, admito que tan sólo puede existir otro que se sienta más feliz que yo, y ése debería ser usted.
El Cantaclaro se puso en pie para iniciar, sin prisas y desnudo como estaba, el regreso al poblacho.
— ¡Debería…! — dijo—. Cierto es que debería considerarme el hombre más feliz del mundo, pero también es cierto que existen demasiadas cosas que me impiden serlo.
El amplio estudio-laboratorio resultaba ciertamente difícil de catalogar, puesto que ni su propio dueño hubiera sido capaz de determinar cuántas cosas útiles — y sobre todo inútiles — se amontonaban entre aquellas altísimas, desconchadas y vetustas paredes.
Pese al largo tiempo transcurrido, nada había cambiado.
Nada en absoluto.
Incluso la eternamente malhumorada Claudia Fonseca continuaba siendo exactamente la misma, puesto que no cesaba de refunfuñar mientras iba de un lado a otro cargando la cafetera o intentando inútilmente ordenar los legajos de manoseados documentos.
Cuando al cabo de unos minutos repicó el teléfono lo alzó de un golpe para responder con su brusquedad característica:
— ¡No! El doctor aún no ha llegado. — Bufó—. No tengo ni la más mínima idea a qué hora vendrá…
Colgó de un sonoro golpe y continuó con idéntica actitud agresiva hasta que hace su aparición Alejandro de León Medina quien inquirió amablemente:
— ¿Y Bruno?
— ¿Y yo qué coño sé? — fue la agria respuesta.
El recién llegado sonrió entre sorprendido e irónico.
— ¡Usted perdone! — dijo—. ¿Quién te ha pisado el rabo esta mañana…?
— ¡Me han pisado un huevo! — replicó la otra en idéntico tono furibundo antes de añadir —: ¿Tú crees que se puede hacer lo que está haciendo?
— Sus razones tendrá…
— No creo que exista razón alguna para comportarse como se comporta… — sentenció la enfermera—. Lo de anoche clama al cielo.
— ¡A mí me encantó! — admitió con la mejor de sus sonrisas el Canaima—. ¡Genio y figura hasta la sepultura…!
— ¡Sí…! Tú continúa aplaudiéndole cada vez que se comporta como un loco. Y es que en el fondo sois iguales.
— Agradezco el cumplido, pero no puedo aceptarlo — le hizo notar su interlocutor al tiempo que acudía a servirse una taza de café—. Te garantizo que yo hubiera actuado de muy distinta forma.
Claudia Fonseca le observó de reojo al inquirir:
— En ese caso ¿por qué le defiendes?
— Porque es mi amigo, le quiero y le admiro. La vida nos ofrece muy pocas posibilidades de tratar con alguien realmente excepcional, y cuando eso ocurre, lo único que debemos hacer es aceptarlo tal como es.
— ¡Se está pasando!
— ¿Y quiénes somos nosotros para opinar, querida? — quiso saber Alejandro de León Medina sin perder ni un ápice de calma—. No estamos en su lugar, nunca lo estaremos, y por lo tanto carecemos de elementos de juicio para determinar cuál es la actitud correcta.
— La suya no, desde luego… ¡Ese modo de despreciarlo todo!
— Bruno es incapaz de despreciar nada ni a nadie…
— Es lo que está haciendo.
— ¡Te equivocas…! — intentó hacerle reflexionar su interlocutor armándose de paciencia—. Imagínate que viene un tipo que pretende que te acuestes con él, pero a ti no te apetece y te limitas a indicarle amablemente que no estás por la labor… No creo que por eso le estés «despreciando».
— No me sirve el ejemplo…
— A las mujeres, con los ejemplos, os ocurre como con los vestidos… — pontificó con evidente sorna el Canaima—. Sólo os sirven aquellos que habéis decidido de antemano que os sirvan. Mi hermana siempre me pregunta qué vestido me gusta. Si le digo que el blanco, automáticamente replica que le sienta mejor el rojo, y si le respondo que el rojo, se inclina por el blanco. — Lanzó un resoplido con el que pretendía evidenciar su desconcierto—. ¡No sé para qué coño lo pregunta…!
Читать дальше