— Acertada comparación — no pudo por menos que reconocer su interlocutor—. Pero a mi modo de ver resulta preferible resolver un problema sin saber cómo se ha hecho, que saber cómo se hace pero no ser capaz de dar nunca con la respuesta exacta.
— Eso estaría muy bien si el día de mañana no tuviera que dar explicaciones de cómo lo he conseguido — fue la rápida contestación—. Pero me gustaría saber con qué cara me presento ante la comunidad científica internacional argumentando que he encontrado un remedio contra el cáncer, pero que no tengo ni la más pajolera idea de en qué consiste el susodicho remedio.
— Creí que estaba convencido de que se encontraba en la sangre de esos murciélagos.
— Y lo estaba — admitió Bruno Guinea con desconcertante naturalidad—. Pero por más que busco no lo encuentro. Y sin esclarecer sin el menor lugar a dudas cuál es el «elemento diferenciador» mis teorías no resistirían un análisis serio. Y sin un análisis serio nadie admitirá que estoy en lo cierto.
— Yo soy la mejor demostración.
— ¿De qué? — quiso saber el Cantaclaro—. Usted quizá sirva para demostrar que cuando un enfermo terminal permite que cierto tipo de murciélago vampiro le ataque, experimenta una notable mejoría, pero dudo que podamos sacar de aquí a esos bichos para invitar a millones de pacientes a que se dejen morder.
— En eso le doy la razón.
— Lo que necesitamos es una fórmula química de indiscutible eficacia. Y hasta que no consiga aislar y sintetizar ese elemento diferenciador nada de cuanto exponga me será reconocido oficialmente.
— Me niego a aceptar que una simple fórmula pueda llegar a ser más creíble que la propia evidencia — sentenció el ecuatoriano.
— Olvida en qué mundo nos ha tocado vivir — le hizo notar Bruno Guinea—. Recuerdo que hace un par de años ingresó en el hospital un pobre hombre que debido a algún absurdo error burocrático había quedado registrado como fallecido en un accidente de tráfico. Para la Seguridad Social legalmente no existía, y por lo tanto resultó imposible darle nuevamente de alta con la suficiente rapidez como para que se autorizara la costosa operación a la que tenía que someterse. En definitiva, «murió por estar muerto», sin que sirviera de nada la evidencia de que se había estado paseando durante semanas por los pasillos del tercer piso.
— ¿Y qué podemos hacer?
— Seguir buscando — señaló el español—. No es algo que me moleste ni me inquiete en exceso, puesto que estoy convencido de que pronto o tarde llegaré al fondo de la cuestión. Lo que en realidad me duele, es saber que un tres por ciento de los seres humanos padecen actualmente algún tipo de cáncer, lo que significa que cada quince segundos alguien muere por su causa. Eso quiere decir que durante el tiempo de esta simple charla han desaparecido docenas de personas y muchas otras lloran a sus seres queridos. — Lanzó un sonoro reniego con el que pretendía dar suelta a su impotencia—. Y mientras eso ocurre yo continúo aquí, acariciando con la punta de los dedos la solución a tantos padecimientos, pero incapaz de materializarla pese a que la tengo delante de las narices.
— ¿Se siente culpable por esas muertes?
— En cierto modo.
— Pues no debería puesto que trabaja a todas horas y no creo que haya habido nunca nadie que se haya esforzado tanto por los demás. — Le observó con intención al inquirir —: ¿Por qué no le pide a su mujer que venga? Tal vez le ayude a relajarse.
— ¡Imposible! Ya la han operado una vez del corazón y no soportaría este clima, ni mucho menos esta altura. Y si de algo estoy seguro, es de que si algún día me falta, mi vida se habrá acabado.
Horacio Guayas guardó silencio unos instantes, sonrió apenas, y por último señaló:
— Hubiera dado cualquier cosa por experimentar algo así por alguna mujer, pero he de reconocer que únicamente me interesaban las que sabían abrir la boca para darme una buena mamada, y las que sabían abrirla para decir algo inteligente. Por desgracia tan sólo en una ocasión conocí a una capaz de hacer bien ambas cosas.
— ¿Y por qué no intentó conservarla?
— ¡Lo intenté! Vive Dios que lo intenté con todas mis fuerzas, pero resultó evidente que o mi inteligencia o mi polla se le quedaban pequeñas.
— Suele ocurrir que o la una o la otra no estén a la altura de las circunstancias — reconoció el español guiñándole un ojo—. Aunque me niego a admitir que fuera ese su caso. — Se puso en pie encaminándose a la puerta—. Y ahora siento tener que dejarle, pero me espera una larga jornada de trabajo.
La jornada resultó en efecto larga, dura e infructuosa, pero acabó de complicarse de forma harto notable en el momento mismo en que la ascética figura de Galo Zambrano se recortó en el quicio de la ventana del cuartucho para comentar con su profunda voz de siempre:
— Dos de los bichos han muerto.
— ¿Cómo dice? — se horrorizó Bruno Guinea.
— He dicho que dos de nuestros muy amados Señores de las Tinieblas acaban de sumergirse definitivamente en las tinieblas. — El guaquero hizo un inconfundible gesto con las manos indicando cómo un objeto se precipitaba con violencia al vacío—. Se desprendieron del techo y cayeron a plomo con un intervalo de no más de diez minutos.
— Pero ¿eso significa una catástrofe?
— Sobre todo para ellos. — El ecuatoriano cambió de tono para añadir con evidente preocupación —: Y lo peor del caso es que a mi modo de ver los que quedan no tardarán en seguir su ejemplo.
— ¿Y a qué lo atribuye?
— ¡Cualquiera sabe!
— Estaba convencido de que esos animales eran muy longevos.
— ¿Muy qué…?
— Longevos. Que viven mucho tiempo.
— Y normalmente lo son, pero ya le advertí que tenían todo el aspecto de no soportar el cautiverio. También entra dentro de lo posible que al morir la hembra el macho decidiera suicidarse, puesto que está claro que formaban pareja.
— ¡«Suicidio por amor entre vampiros»! — no pudo por menos que exclamar con evidente ironía Bruno Guinea—. Suena a título de película de terror.
— No me siento capaz de decir a lo que suena, puesto que hasta el día en que usted hizo su aparición por estas tierras a nadie le habían preocupado en absoluto esos sucios bichos. ¡Es más! no conozco una sola persona que le hubiera echado la vista encima a ninguno, ni puñetera falta que hacía. Pero ahora me temo que si pretendemos seguir adelante tendremos que volver a aquellas sucias cuevas, a cazar a unos cuantos.
— A veces creo que me adivina el pensamiento.
— No hace falta ser muy listo en este caso.
El español le guiñó un ojo al inquirir:
— ¿Animaría a su gente subir el precio hasta los diez mil dólares por cabeza?
— Animaría a un muerto — fue la honrada respuesta—. Me apuesto una bola a que ni un solo habitante de este pueblo ha conseguido reunir una suma semejante a todo lo largo de una vida de trabajo, lo cual significa que si capturan un par de murciélagos, aunque sea arriesgando el pellejo por los acantilados de la Caída del Infierno, podrán retirarse por el resto de sus días.
— ¿A qué esperamos entonces? — quiso saber su interlocutor al tiempo que alzaba el dedo como si se tratara de un toque de atención—. Y no olvide traerme los cadáveres de esos dos para diseccionarlos. Tal vez, con un poco de suerte, nos cuenten cómo se las arreglan para hacer lo que hacen.
— Muy pequeños se me antojan.
— Probablemente lo que andamos buscando es un millón de veces más pequeño.
— ¡Buen ojo va a necesitar en ese caso! — sentenció Galo Zambrano—. Pero aunque no le niego que cuando le conocí tuve la impresión de que no era más que un pobre chiflado que no tenía ni idea de lo que se traía entre manos, con el tiempo me he convencido de que sabe muy bien lo que se hace.
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