Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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— ¡Diez millones de dólares! — no pudo por menos que repetir su asombrado interlocutor—. ¿Y para qué quiero yo tanto dinero?

— ¿Y para qué lo quiero yo? — fue la en cierto modo desconcertante respuesta—. Lo único que ahora necesito es que esos benditos Señores de las Tinieblas me vuelvan a morder esta noche para que mañana me encuentre tan relajado como me encuentro en estos momentos.

— ¿Es que se ha vuelto loco? — protestó Bruno Guinea—. No existe la más mínima posibilidad de que soporte un nuevo ataque. Lo milagroso es que aún siga con vida tras semejante sangría.

— Quien hace un milagro, hace ciento — replicó con innegable ironía Horacio Guayas alzando el dedo pulgar en dirección al techo—. Si el precio que esos me piden a cambio del bienestar que siento en estos momentos es mi sangre, le puedo jurar que les pagaré con sangre.

— ¿Acaso pretende…?

— Lo que está pensando. Métame en el cuerpo todo el plasma y la sangre que encuentre, de tal modo que esta noche nuestros cariñosos amigos cenen a gusto. Y mientras tanto pida que le traigan todo cuanto crea que le pueda hacer falta para sus investigaciones.

— Me preocupa que se esté haciendo falsas ilusiones — le hizo notar el español.

— Nadie puede evitar que un moribundo se haga ilusiones, sean o no falsas — replicó con desconcertante naturalidad el aludido—. Y puedo asegurarle que hacía meses que no me tomaba un tazón de caldo sin vomitar. Ese maldito Interferón me estaba destrozando.

Bruno Guinea meditó unos instantes, alzó una vez más la vista al rincón del techo y acabó por encogerse de hombros con gesto de absoluta resignación al comentar:

— Imagino que desde un punto de vista deontológico aceptar lo que me pide constituye una auténtica aberración, pero admito que hace un rato lo consideraba prácticamente un hombre derrotado, mientras que ahora lucha por su vida, y esa fe es lo que en verdad cura a la gente. — Emitió lo que parecía ser un inconcreto quejido al señalar —: Le haré esa transfusión, dejaremos que le muerdan de nuevo, y esperemos a ver lo que ocurre.

— En ese caso haga venir a mi piloto.

El Cantaclaro salió al exterior, y tras hacer un mudo gesto al hombre que aguardaba junto al helicóptero para que entrara a entrevistarse con su jefe, experimentó un leve escalofrío al advertir que el viejo mendigo se encontraba de nuevo acuclillado junto al muro de la iglesia.

Casi con disimulo tomó asiento a su lado para musitar muy quedamente:

— Me alegra que esté aquí. Necesito su ayuda.

El oscuro y sarmentado rostro se volvió apenas, y los glaucos ojos parecieron querer observarle con atención:

— ¿En qué podría yo ayudarle, señor? — quiso saber al cabo de un rato el mísero pedigьeño—. No tengo más ropa que la que llevo puesta, duermo a la intemperie, y más de la mitad de los días no consigo ni un triste mendrugo con el que saciar un hambre que arrastro desde que nací. Siempre me he considerado el hombre más pobre del mundo y me admira descubrir que existe alguien más necesitado que yo.

Durante varios minutos su interlocutor no supo qué decir.

Observó largamente al harapiento hombrecillo, se cercioró de que no se advertía nada en él que recordara a quien días atrás se había apoderado de su cuerpo, y tras meditar largo rato sacó del bolsillo un grueso fajo de billetes y se los colocó en la palma de la mano.

— Con esto puede comprarse ropa, conseguir un lugar decente en el que vivir, y si lo administra bien, le alcanzará para comer durante una larga temporada — dijo—. Perdone mi error, pero es que le confundí con alguien que podría saber más que yo sobre este rincón del planeta y los murciélagos que lo habitan.

El mendigo palpó los billetes y pareció no dar crédito a su repentina buena suerte, pero al advertir que su acompañante se ponía en pie dispuesto a abandonarle, le detuvo alargando la mano.

— ¡Espere! — suplicó—. Casi nadie suele perder su tiempo en charlar conmigo, pero si lo que pretende es que le hablen sobre murciélagos, algo sé sobre ellos.

Bruno Guinea volvió a acomodarse a su lado al tiempo que inquiría:

— ¿Y es?

— Que la mayor parte de la gente los odia, pero mi abuelo aseguraba que para nuestros antepasados constituían el símbolo de la eternidad. Los adoraban hasta el punto de que en cada tumba solían enterrar uno de ellos.

— ¿Qué antepasados? ¿Los incas?

— No. Los incas no. Los antiguos que poblaban estas tierras mucho antes de que los incas llegaran.

— No tengo ni la menor idea de quiénes pudieron ser, pero resulta evidente que alguien poblaba esta región antes de la invasión incaica — reconoció su interlocutor—. Aunque me sorprende que adoraran a un bicho tan repugnante y que acarrea tantas enfermedades.

— Yo no puedo saber si es repugnante o no — sentenció el invidente—. Cierto es que algunos transmiten enfermedades, y cierto también que si te atacan varias noches seguidas acaban matándote, pero de igual modo es cierto que la mordedura de algunos de ellos alivia los dolores y prolonga la vida.

— ¿Está seguro?

— Es lo que mi abuelo decía — se limitó a replicar el arrugado lugareño sin darle excesivo énfasis a sus palabras—. También contaba que hace muchos años, antes incluso de que él naciera, lo que ya es decir, hubo un gran terremoto, y que por su causa los murciélagos abandonaron sus cuevas y durante mucho tiempo no supieron volver a ellas ya que todo el paisaje había cambiado. Eso hizo que durante meses volaran de aquí para allá, desconcertados y aterrorizados, atacando a la gente de un modo enloquecido. — Hizo una larga pausa para acabar por concluir —: Pero curiosamente, todos los habitantes de la región que sobrevivieron a aquella catástrofe llegaron a centenarios, y mi abuelo lo atribuía a que las mordeduras de los murciélagos habían acabado por licuarles la sangre.

— ¿Licuarles la sangre? — no pudo por menos que sorprenderse el español—. ¿Está seguro de lo que dice?

— No del todo — fue la honrada respuesta—. Pero mi abuelo era de la opinión que cuando la gente envejece su sangre se espesa, circula con dificultad y acaba matándole. Sin embargo, decía, si los murciélagos contribuyen a que la sangre sea muy fluida, de lo único que hay que preocuparse es de no herirse de gravedad porque esas heridas tardan mucho en cicatrizar. — El invidente hizo una nueva pausa para concluir como si se tratara de una sentencia incuestionable —: Cuanto más corra la sangre por las venas más lejos se llega en esta vida.

— Interesante teoría — sentenció Bruno Guinea—. Resulta evidente que una sangre ligera y sin grasa no obstruye las arterias ni obliga a trabajar en exceso al corazón, y eso siempre es bueno. — Hizo una corta pausa para inquirir —: Lo que no entiendo es qué clase de mecanismo utilizan esos murciélagos para licuar la sangre.

— ¿Y qué puedo yo decirle respecto a eso, señor? — argumentó el viejo—. Jamás he visto un murciélago.

— Sonrió apenas, tal vez por primera vez en toda su vida—. Y tampoco he visto sangre.

El Cantaclaro dio por concluida la charla golpeándole con afecto en el hombro para encaminarse sin prisas a la mugrienta habitación del cochambroso «hotel» que utilizaba como laboratorio, y aún se encontraba meditando sobre cuanto acaba de escuchar cuando hizo acto de presencia el piloto del helicóptero que se apoyó en el quicio de la puerta a la par que comentaba con cierta aspereza:

— Don Horacio me ha pedido que me ponga a su disposición.

El español hizo un gesto hacia la única silla disponible al tiempo que señalaba:

— Si espera unos minutos le prepararé una lista de lo que voy a necesitar.

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