Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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— ¿Es mucho?

— Bastante.

— ¿Y cuánto va a costar?

El tono de voz, casi agresivo, obligó a Bruno Guinea a alzar los ojos para observarle con extraña fijeza:

— ¿Le preocupa? — quiso saber.

— En cierto modo.

— ¿Y eso?

— Se trata de mi jefe.

— Pero no es su dinero.

— Lo sé — admitió el otro, un hombretón de aspecto rudo que no se esforzaba en lo más mínimo por disimular su mal carácter—. Pero don Horacio ha sido siempre un magnífico patrón, y me jodería mucho descubrir que alguien intenta aprovecharse de su estado.

— Acláreme eso, por favor.

— Creo que sobran las aclaraciones — sentenció sin cambiar de tono el piloto, al que se le notaba un leve acento extranjero aunque resultaba casi imposible determinar su país de origen—. He recorrido mucho mundo, he visto muchas cosas, he pasado infinitas calamidades y he tratado con todo tipo de gentuza hasta encontrar a alguien como don Horacio, estricto y exigente, pero justo y honrado a carta cabal. Me ayudó cuando más lo necesitaba, y ahora creo que mi deber es protegerle.

— ¿Protegerle de quién? — quiso saber su interlocutor—. ¿De mí?

— De cualquiera que intente aprovecharse de su vulnerabilidad actual incitándole a concebir absurdas esperanzas. — Hizo un despectivo gesto a su alrededor para concluir secamente —: A mí toda esta parafernalia se me antoja un sucio montaje.

— ¿Al decir montaje está pretendiendo insinuar estafa?

— Es usted quien ha pronunciado esa palabra, no yo.

— Lo sé, y no me asusta ni preocupa. Está en su derecho de pensar lo que quiera, e incluso considero encomiable que se preocupe de ese modo por alguien por el que siente afecto.

— Me alegra que entienda mi posición. Y le conviene saber que en este país somos muchos los que trabajamos para don Horacio, y por lo tanto somos muchos los que no estamos dispuestos a que un puñado de desaprensivos se beneficien de lo que ha conseguido con increíbles esfuerzos.

Bruno Guinea estuvo a punto de replicar airadamente invitándole a abandonar de inmediato la estancia, pero tras meditar unos instantes decidió armarse de paciencia, colocó tranquilamente los pies sobre la mesa, e inquirió con voz pausada:

— ¿Cómo se llama?

— Nika Poliakov.

— De acuerdo señor Poliakov… No le niego que me encantaría mandarle al carajo pidiéndole que se limite a cumplir con lo que su jefe le ha ordenado. Cada minuto que se pierde es un minuto que cuenta a la hora de salvarle la vida y no creo que deba ser usted quien decida, ni mucho menos quien esté dispuesto a aceptar tamaña responsabilidad. — Hizo una larga pausa, como si tomara aliento o se esforzara por continuar conservando el dominio de sus nervios, y por último se decidió a continuar—. Sin embargo — dijo —, no puedo por menos de aceptar que para alguien, incluido yo mismo hace apenas una semana, la absurda idea de que unos diminutos y casi desconocidos murciélagos pudieran salvar vidas, resulta de todo punto inconcebible e incluso altamente sospechoso, sobre todo cuando se está hablando de muchísimo dinero.

— ¡Vaya al grano!

— Eso intento — con el mentón el Cantaclaro indicó hacia el exterior—. ¡Mire por esa ventana! — pidió—. ¿Qué es lo que ve?

— Arboles.

— Árboles, no — le contradijo su oponente—. Lo que está viendo no son simples árboles. Es la selva amazónica; una fabulosa región en gran parte inexplorada que se extiende desde los Andes al Atlántico.

— Eso ya lo sabía.

— Pero ¿sabe lo que significa realmente esa selva?

— No tengo la menor idea de adonde quiere ir a parar.

— Se lo aclararé. Esa selva significa el mayor laboratorio del mundo y el lugar de donde se extraen casi el setenta por ciento de los fármacos que contribuyen a aliviar toda clase de enfermedades. Un solo kilómetro cuadrado de esa jungla contiene más especies de plantas diferentes que toda Europa, y estudiando esas plantas, sus flores, sus raíces, sus hongos, sus lianas y su infinita cantidad de especies animales que ni tan siquiera han sido clasificadas aún, es como investigadores de todo el mundo obtienen insospechadas materias primas que en ocasiones actúan de forma casi milagrosa, porque nada, escúcheme bien, ¡nada! proviene de nada. La ciencia tiene que limitarse a un detallado análisis y una metódica aplicación de los elementos que tiene a su alcance a la hora de determinar cómo pueden actuar cada uno de ellos sobre cada enfermedad. Pero si esa ciencia no tuviera un punto de partida, que en su mayor parte se encuentra en estas selvas, jamás tendría un punto de llegada… ¿Entiende de lo que le hablo?

— Procuro entenderlo.

— Me alegra oírlo, porque conviene que se meta en la cabeza la certeza de que si de pronto, y no voy a detenerme a explicarle los motivos por los que he llegado a semejante conclusión, abrigo la sospecha de que una prehistórica bestia de la jungla amazónica ha desarrollado a lo largo de milenios de evolución un sistema inmunológico que ofrece una esperanza de curación para la más abominable de las plagas que afectan al hombre moderno, seguiré por ese camino cueste lo que cueste y me importan un carajo sus recelos e incluso sus amenazas. ¿Continúa entendiendo de lo que le hablo?

— Sí, en lo que se refiere a las plantas. No tanto, en lo que se refiere a los animales.

— Viene a ser lo mismo, porque al igual que las plantas han creado sus propios mecanismos de defensa, los animales han evolucionado de formas muy diferentes según las circunstancias. Las tortugas desarrollan un caparazón, los puercoespines púas, los osos hormigueros la capacidad de no envenenarse con el ácido fórmico, los camaleones el arte de confundirse con el entorno, y ciertas ranas una piel venenosa. Observando dichos comportamientos hemos logrado vencer al frío, al hambre o a nuestros depredadores externos — hizo una pausa para inquirir con manifiesta intención — ¿Por qué no podemos aprender ahora de un pequeño murciélago la forma de derrotar a los tumores internos?

— Supongo que empiezo a tener una idea algo más clara de adonde quiere ir a parar.

— Pues en ese caso, querido amigo, deje a un lado sus temores y hágase a la idea de que el dinero de su jefe no irá a engrosar los bolsillos de ningún desaprensivo, sino que se va a emplear, ¡íntegramente! en intentar averiguar las oscuras razones por las que ese repelente Señor de las Tinieblas regenera automáticamente la sangre de un moribundo de leucemia, y por qué razón al simple hecho de permitir que le hayan atacado, don Horacio ha experimentado una mejoría que el Interferón alfa, ni ningún otro sofisticado fármaco desarrollado hasta el presente habían sido capaces de proporcionarle.

— ¿Realmente regenera la sangre?

El Cantaclaro golpeó levemente el microscopio que se encontraba a su lado al replicar:

— Si se siente capaz de distinguir entre diferentes tipos de sangre le invito a echar un vistazo, pero lo que le puedo asegurar es que incluso a mí el resultado me ha parecido francamente asombroso.

— Daría cualquier cosa por creerle.

— Pues limítese a creerme y a cumplir con su obligación ayudándome en la medida de sus fuerzas. Lo que está en juego es demasiado importante como para que tenga que estar preocupándome sobre la confianza o no de quienes colaboran conmigo.

— ¿Sinceramente cree que la solución al problema se encuentra en esa sangre? — quiso saber el hombretón.

— Yo no he dicho eso — le recordó el español — Pero acabo de mantener con ese pobre ciego de ahí fuera una conversación que me ha obligado a reflexionar sobre un hecho tal vez estúpido por lo evidente. Si un cuerpo está sano y de pronto uno de sus órganos más ocultos, como puedan ser el hígado, el páncreas o el cerebro, enferman de cáncer, dicha enfermedad tan sólo puede atribuirse a dos motivos. — Bruno Guinea alzó significativamente el dedo índice —: Uno, que ese tumor estuviera aletargado, y en un momento determinado de su vida una misteriosa orden genética le obligara a despertarse como si se tratase de la alarma de un reloj. — Ahora mostró también el dedo corazón —: Y dos, que el «elemento perturbador», la orden, o como diantres queramos llamarla, le llegue de fuera.

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