Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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— Quizá para corroborar que tienes un gusto pésimo…

— ¿Y te atreves a decírmelo a mí, que si a los veinte años hubiera decidido aceptar mis inclinaciones sentimentales, ahora sería un nuevo Balenciaga o un Yves Saint-Lauren?

— ¿Y por qué no Coco Chanel…?

— Porque a ésa le gustaban las mujeres…

Repicó de nuevo el teléfono y Claudia se apoderó de él para replicar tan ásperamente como tenía por costumbre:

— ¡No! Aún no ha venido… ¡Espere un momento…!

La puerta se había abierto para dar paso a Bruno Guinea, por lo que le hizo un gesto indicando el auricular, pero el recién llegado lo rechazó con la mano al tiempo que musitaba quedamente:

— No estoy para nadie…

— ¡Perdone…! — señaló la enfermera por el auricular—. Creí que era él, pero me he equivocado…

Colgó, permaneció unos instantes observando casi retadoramente a su «jefe», y por último masculló:

— Te creerás que has hecho una gracia…

— ¿A qué te refieres? — quiso saber el aludido.

— A tus declaraciones de anoche.

— ¿Y qué querías que hiciese?

— Lo que todo el mundo: aceptar.

— Todo el mundo, no… — intervino Alejandro de León Medina—. Sartre tampoco aceptó.

— ¡Tú calla que nadie te ha dado vela en este entierro! — le espetó Claudia Fonseca a la que se advertía cada vez más excitada—. Sartre podría hacer lo que le viniera en gana, pero Bruno, no…

— ¡Anda, carajo! ¿Y cuál es la diferencia?

— Que Sartre no era más que un escritorzuelo comunistoide que se ha quedado trasnochado, mientras que Bruno es el científico más grande de todos los tiempos…

El Cantaclaro, que acababa de colgar su chaqueta en el perchero y se estaba enfundando en el viejo jersey que en invierno acostumbraba a utilizar en el laboratorio, se volvió a observarla con una leve sonrisa:

— Ni Jean-Paul Sartre era un «escritorzuelo comunistoide que se ha quedado trasnochado», ni mucho menos yo el «científico más grande de todos los tiempos» — le reconvino—. Sartre fue un auténtico genio del pensamiento humano, mientras que yo no soy más que alguien que descubrió algo por pura casualidad.

— Pero ¿qué tonterías dices?

— Ninguna tontería… — fue la tranquila respuesta—. Y ya advertí muy claramente desde el primer momento, que no aceptaría ningún tipo de reconocimientos…

— ¡Pero es que el Nobel es el Nobel…!

— No es más que un premio instituido por alguien, personalmente bastante desagradable, y que se hizo muy rico inventando un explosivo que ha acabado con la vida de millones de seres humanos — le hizo notar Bruno Guinea sin inmutarse—. Y si hubiera aceptado el Nobel estaría menospreciando los premios que he rechazado hasta el presente, y que en su mayor parte han sido instituidos por gente mucho más digna de consideración.

— ¿Y por qué has despreciado esos otros, si como aseguras te lo han ofrecido gentes «dignas de consideración»?

— Porque cuando empiezas a aceptar premios o esos dichosos doctorados honoris causa no acabas nunca, puesto que existen cientos de rectores de universidad que perderían el culo por organizar una insoportable ceremonia de largas togas y sombreros ridículos con canto gregoriano incluido. — El Cantaclaro le guiñó un ojo con evidente picardía—. Si alguien quiere ofrecerme un homenaje que realmente agradezca, le basta con enviar el dinero que pensaba gastarse a la Fundación Horacio Guayas.

— ¿Por qué siempre Horacio Guayas? — quiso saber Alejandro de León Medina—. Él reconoce que te debe la vida, pero nunca has aclarado qué es lo que le debes tú.

— Lo que importa no es lo que le debo yo, sino lo que le debe la humanidad por haberse prestado a lo que se prestó y por haber invertido el dinero que invirtió. Fue el perfecto conejillo de indias y no debemos olvidar que en su valor, y en su dinero, está el comienzo de todo. ¿Quién más que él hubiera aceptado semejante sacrificio?

— Cualquier que tuviera la más remota esperanza de salvarse.

— Horacio no la tenía. Encerrado allí, a sabiendas que le iban a robar la poca sangre que le quedaba, no tenía posibilidad de abrigar ya esperanza alguna, pero le echó un par de cojones…

— Acabarás por hacer creer al mundo que quien encontró la solución fue él y no tú… — sentenció la enfermera—. Y lo único que conseguirás con eso, es que la gente acabe por olvidarse de ti.

— Que es lo que busca, querida mía… — le hizo notar Alejandro de León Medina en tono abiertamente burlón—. ¿O es que aún no te habías dado cuenta?

— Pero ¿por qué? — quiso saber ella—. ¿Por qué maldita razón alguien pretende hundirse en el anonimato tras haber alcanzado la cima del mundo.

Bruno que había comenzado a servirse un café, replicó con absoluta naturalidad:

— Porque «la cima del mundo» es un lugar inhóspito, en el que todos te observan. ¿Crees que aspiro a pasar el resto de mi vida bajo el objetivo de una cámara o respondiendo a preguntas idiotas?

— No tienen por qué ser idiotas.

— La mayoría lo son, y si yo no respeto mi intimidad, ¿quién más va a respetarla? — quiso saber el Cantaclaro—. Es como ser puta o no serlo. No puedes pretender ser únicamente «un poco puta» cuando a ti te convenga.

Repicó el teléfono, lo observó un instante y se limitó a descolgarlo para depositarlo sobre la mesa al tiempo que lo señalaba con gesto despectivo:

— ¿Me imaginas todo el día con el auricular pegado a la oreja escuchando alabanzas y palabras de agradecimiento? — dijo—. Lo que hice, hecho está, y me alegra por todos aquellos a los que les he ahorrado infinidad de sufrimientos, pero mi vida es mía, y pretendo vivirla a mi manera. — Con la mano hizo un gesto hacia cuanto le rodeaba al concluir —: ¡Y mi manera es esta!

— ¿Y Alicia qué opina?

— Que continúa casada con el hombre con el que se casó, y con el que ha sido razonablemente feliz durante más de veinte años…

— ¿Y no crees que le debes algo? — quiso saber Claudia Fonseca—. ¿Que merece compartir tu triunfo?

— Siempre lo hemos compartido todo, lo bueno y lo malo — fue la respuesta.

— De eso doy fe — puntualizó el Canaima alzando la mano—. Y también doy fe de que Doña Bárbara prefiere vivir tranquila con el sencillo hombre de siempre, que con un genio al que se le hubieran subido los humos a la cabeza. Aparte de que, probablemente, su corazón no lo resistiría.

— ¿Estás seguro?

— Completamente. Hay a quien le gusta viajar con seis baúles, y quien prefiere hacerlo con un simple maletín. Bruno y Alicia son de estos últimos, porque lo que en verdad importa es el paisaje, no el equipaje.

Su compañero de universidad lo observó de arriba abajo para acabar por agitar la cabeza sonriendo burlonamente como si le costara trabajo aceptar lo que acababa de escuchar.

— Muy poético y muy inspirado te veo últimamente — dijo—. Pero… ¿y si nos dejáramos de chorradas y nos dedicáramos a trabajar?

— ¿Trabajar en qué?

— En intentar curar a la gente — fue la tranquila respuesta—. Que el cáncer haya sido vencido no significa que no existan otras enfermedades contra las que hay que continuar luchando aun a sabiendas de que no vamos a tener éxito. Continúo pensando que lo único que importa es andar caminos pese a que creamos que no nos llevan a ninguna parte…

— ¿Y por qué no te mudas de una puñetera vez al piso alto? — quiso saber Claudia Fonseca—. El gerente te ha ofrecido un nuevo laboratorio con los equipos más modernos, pero tú prefieres continuar trabajando en este cuchitril de mala muerte y con material antediluviano… ¿Por qué?

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