— ¿Fines…? ¿A qué clase de fines te refieres?
— No tengo la más mínima idea, pero de lo único que estoy convencido es de que mi alma no vale el increíble precio que se ha pagado por ella.
— Tienes el alma más noble que conozco… — sentenció Leonor Acevedo segura de lo que decía.
— ¡Bobadas! — fue la respuesta—. Cierto que me considero una buena persona, pero no un ser tan excepcional como para que el mismísimo Satanás se haya molestado en tentarme. He tenido mucho tiempo para pensar y cuanto más vueltas le doy, más me convenzo de que algo oculta.
— ¿Como qué?
— ¡Te repito que no lo sé! He intentado estudiar todo lo que se ha escrito sobre Lucifer, y estoy convencido de que el personaje que vino a verme nada tiene que ver con el repelente y ridículo macho cabrío de los aquelarres. Incluso le ofende que los retraten de una forma tan populachera y burda. Si Lucifer es un auténtico «ángel», hecho a imagen y semejanza del Creador, que se rebeló en defensa de la autodeterminación de los seres humanos, tiene que estar por encima de tan estúpida parafernalia, y tiene que ser por lo tanto mucho más inteligente de lo que ha demostrado en su relación conmigo.
Doña Leonor Acevedo que se había puesto en pie aproximándose peligrosamente al borde del acantilado, para observar ahora cómo el pescador trepaba cargado con su caña y su cesto, se volvió a mirarle de frente al inquirir:
— ¿Pretendes decir que todo ha sido un engaño?
Él hizo un gesto con la mano que pretendía ser tranquilizador:
— ¡En absoluto! Te repito que estoy convencido de que mientras yo cumpla mi parte del trato, él cumplirá la suya.
— ¿Entonces…?
— He llegado a la conclusión de que persigue algo más importante que mi alma, y que está fuera de mi comprensión.
— Me asustas…
— ¿A ti? — se sorprendió Bruno Guinea—. ¿Qué puede asustarte tras haber estado con un pie en la tumba, y haber hablado cara a cara con el mismísimo Demonio?
— ¡Muchas cosas…! Entre ellas estos años de gracia que me han sido concedidos… O los que aún están por venir.
— ¿A qué te refieres?
— A que yo era una enferma terminal que agonizaba rodeada por el amor de una familia unida, compacta y embargada por el dolor, mientras que ahora soy una mujer sana que advierte cómo esa familia se rompe en pedazos sin poder hacer nada. A veces creo que aquél era el momento perfecto para morir en paz, pero que a estas alturas «se me pasó el arroz».
— ¡Qué insensatez…! Lo que importa es vivir.
— ¿A sabiendas de que tu marido se ha convertido en un político corrupto, y tu hijo mayor anda metido en drogas? Ésta ya no es mi familia, Bruno. No la familia que formé, y que reunía, llorando, en torno a mi lecho de muerte. ¡Había sufrido tanto y me faltaba ya tan poco, que fue una pena no haberme ido para siempre aquel día, convencida de que dejaba atrás una obra bien hecha, con lo que mi paso por este mundo tenía una justificación! — Volvió a tomar asiento para colocar su mano sobre la pierna de su interlocutor e inquirir ansiosa —: ¿Cómo puedo justificar ahora no haber sabido evitar que mi marido acepte sobornos multimillonarios por autorizar que se construyan pantanos inútiles?
— No lo sabía. Y lo lamento.
— ¡Pues imagínate cómo lo lamento yo al advertir cómo se desmorona el edificio que tanto me costó levantar! Mucha gente se pregunta qué siente un político cuando se deja corromper, pero muy poca se pregunta qué siente quien descubre que el hombre con quien duerme, y al que ha dado tres hijos, se ha convertido en un canalla que se deja comprar. ¡Duele! ¡Te juro que duele más que el cáncer más doloroso! — Lanzó un hondo suspiro—. Yo soy casi la única que puede asegurarlo.
— ¿Por qué me lo habías ocultado?
— ¿Y qué iba a hacer? Cuando me enteré el mal estaba hecho y el dinero en Suiza… ¿De qué me servía involucrarte en algo que ya no tiene solución?
— Tengo amigos…
— Pero se trata de un grupo de presión muy poderoso que no dudaría en destruirte si sospecharan que podrías constituir una amenaza para sus intereses, y yo te estoy demasiado agradecida como para ponerte en peligro. — Negó una y otra vez—. ¡No vale la pena! El mundo está lleno de cerdos semejantes…
— Con los que por lo visto tendré que compartir el resto de la eternidad.
— Con la diferencia que ellos tendrán que convivir con sus remordimientos y tú no.
— ¿Y quién crees que se siente más desgraciado…? — quiso saber Bruno Guinea—. ¿El condenado que sube al cadalso sabiendo que es culpable, o el que sube sabiendo que es inocente?
— No lo sé, pero recuerdo que hace años un reo norteamericano asesinó a cuatro reclusos de la cárcel en que se encontraba, y cuando le preguntaron por qué lo había hecho se limitó a replicar que odiaba la idea de que le ejecutaran sin motivo.
— También yo opino que es peor que a la crueldad del castigo se sume la crueldad de la injusticia, pero insisto en que no me quejo. Sabía lo que hacía y acepto mi destino, pero no puedo evitar que sienta curiosidad por averiguar qué era lo que en verdad pretendía el Demonio.
El pescador, un pelirrojo de espesa barba que aparecía sudoroso y empapado, hizo al fin su aparición como si su cabeza emergiera del azul del cielo, lanzó un resoplido, dejó la caña y el cesto sobre una piedra y tras sonarse los mocos sonoramente inquirió sonriente:
— ¿O sea que nunca ha confiado en mis buenas intenciones?
— En lo más mínimo — replicó el Cantaclaro con absoluta naturalidad.
— ¿Sabía que era yo? — pareció sorprenderse el recién llegado.
— Desde que lo vi sobre aquella roca. Nadie que aprecie en algo su vida se arriesgaría de ese modo… — Se volvió a Leonor Acevedo para aclararle —: Es Lucifer, que se divierte a su modo cambiando de aspecto.
— Ya me había dado cuenta.
— Pues no parece asustada… — señaló el pescador que había ido a tomar asiento sobre una roca para encender un cigarrillo y comentar como si estuviera hablando del estado del mar—. Resulta evidente que pierdo facultades a marchas forzadas.
— ¿Por qué habría de asustarme, si usted mismo me aseguró que no tenía nada que temer mientras mantuviera la boca cerrada?
— Porque soy el Maligno. ¿Le parece poco?
— Resulta evidente que usted no ha estado meses agonizando de resultas de un cáncer terminal — fue la tranquila respuesta—. Si hubiera pasado por esa experiencia y supiera que ya no puede volver, ni el peor de los demonios le asustaría, sobre todo sabiendo como sé que tengo la conciencia tranquila. Estoy a bien con Dios, y eso me libera de cualquier temor.
— Admito que le asiste toda la razón. La mayoría de la gente se asusta imaginando que trato de perderles, cuando la experiencia demuestra que se bastan y sobran para perderse solos. En el árbol de la vida son más los frutos que caen por su propio peso que los que arranca el dueño. En el caso de su marido, por ejemplo, yo no he tenido nada que ver, aunque admito que en la actualidad la mayor parte de las compañías petroleras, eléctricas y cementeras trabajan para mí.
— ¿Qué pretende decir con eso de que trabajan para usted?
— Que dada su fabulosa capacidad de corromper, constituyen una especie de ente autónomo dentro de mi organización. Me ahorran mucho trabajo, aunque admito que desprecio sus métodos. Se me antojan demasiado rastreros.
— ¿Me está tomando el pelo?
— Sólo un poco — fue la humorística respuesta del pelirrojo que exhibía una sonrisa realmente encantadora—. Les he estado escuchando, y entiendo sus dudas, al tiempo que agradezco que no me consideren vulgar y chapucero. No estoy acostumbrado a las alabanzas, en especial cuando lo que se ensalza no es mi poder, sino mi inteligencia.
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