— Pero ¿no fue así?
— Usted lo ha dicho. Sin razón alguna y en contra de toda lógica, comencé a engordar y engordar y engordar, hasta convertirme en la sudorosa foca que tiene usted delante…
— ¡Por favor! — intentó protestar el cada vez más impresionado Cantaclaro—. No es…
— ¡Olvídelo…! No intente mostrarse cortés con quien hace tiempo que decidió dejar de serlo. Sin saber por qué razón, ni qué abominable pecado había cometido, la naturaleza que me lo había dado todo decidió quitármelo, convirtiéndome en una especie de monstruo de feria aquejado, para más inri, de incontinencia urinaria… El resultado lógico es que el hombre al que adoraba, me abandonó.
— Eso quiere decir que no estaba lo suficientemente enamorado.
— ¡Se equivoca! Lo estaba. Y aún lo está. Continúa loco por la mujer con la que se casó y me consta que aún la busca a todas horas aunque le resulte imposible encontrarla bajo esta espesa capa de grasa, sudor, amargura y desesperación… — Alzó su copa como si estuviera brindando al sol—. Si ni siquiera yo soy capaz de reconocerme a mí misma, ¿cómo pretende que me reconozca alguien más?
Tal como le venía sucediendo con cierta frecuencia durante los últimos tiempos, y tras tantos años de tener siempre la palabra fácil, el Cantaclaro no acertaba a expresar cuanto sentía, puesto que la desgarrada forma de decir las cosas de la desconcertante mujer que se sentaba frente a él, le había dejado de piedra.
— Llegó un momento… — continuó sin perder la calma la vicerrectora que hablaba del tema como si se refiriera a una desconocida — en que se me presentaron dos únicas opciones: o suicidarme, lo cual estaba en contra de mi conciencia y mi sentido de la moral, o encarar el problema sin tapujos y con el más absoluto desparpajo a base de ser la primera en aceptar mis defectos, aireándolos antes de que nadie pudiera echármelos en cara o susurrarlos a mis espaldas. Tan desorbitada soy en cuerpo como en alma. — Sonrió de un modo encantador al inquirir —: ¿Entiende a lo que me refiero?
— Lo entiendo.
— No voy a preguntarle si lo aprueba o lo rechaza puesto que a decir verdad me tiene sin cuidado.
— Lo supongo.
— Lo que ahora importa es que su pretendido viaje a la selva me sigue pareciendo una locura.
— A mí también, pero aun así, debo intentarlo.
— ¿Por qué…? — le apuntó acusadoramente con el dedo al puntualizar —: Y no me salga otra vez con eva-sivas.
Bruno Guinea se limitó a encogerse de hombros.
— ¿Qué quiere que le diga? — replicó—. Todo aquello que admite una explicación lógica deja de ser una locura, y si estuviera realmente cuerdo me limitaría a tomar un taxi que me llevara al aeropuerto y de regreso a casa… — Se inclinó hacia adelante y miró directamente a los hermosos ojos verdes de su oponente—. Una voz en mi interior me grita que ahí, en ese misterioso lugar, se oculta algo de la máxima importancia para la medicina, y estoy dispuesto a dejarme la piel en el intento.
— ¿«Algo de la máxima importancia para la medicina»?
— Eso he dicho.
— ¿Algo como qué?
— Aún no lo sé.
— Me está volviendo a poner nerviosa, y eso me obligará a correr nuevamente al baño… — Suspiró como si en ello le fuera la vida, se secó el sudor de la frente, y acabó por asentir como si estuviera admitiendo públicamente una derrota—. Creo que estoy cometiendo un error del que tendré que arrepentirme, pero también creo que nadie tiene derecho a despertar a los auténticos soñadores… — Lanzó un nuevo resoplido—. Conozco a una persona que tal vez quiera ayudarle.
— ¿Quién?
— Galo Zambrano. También está loco, pero a mi modo de ver es el hombre que mejor conoce la selva, aunque le advierto que es guaquero.
— Nunca he tenido problemas con las creencias religiosas de la gente.
La gorda no pudo evitar que se le escapara una sonora y rotunda carcajada que tuvo la virtud de hacer volver el rostro a cuantos tomaban el sol al borde de la piscina.
— ¡No sea estúpido! — exclamó al poco—. He dicho «guáquero» con «g», no «cuáquero» con «c».
— ¿Y cuál es la diferencia?
— Los «guáqueros» son saqueadores de tumbas. Pese a que la mayoría de la gente lo ignore, Ecuador es mucho más rico en ruinas incaicas inexploradas que el propio Perú, y casi todo el oro del imperio se extraía de ríos que corrían por nuestro territorio. Por ello abundan los tipos como Galo Zambrano, que viven de recorrer los más intrincados valles de esas montañas en busca de tumbas que con frecuencia contienen joyas, muy valiosas.
— No sé si me apetece mucho la idea de adentrarme en la Caída al Infierno en compañía de un profanador de tumbas, aunque se trate de tumbas prehispá-nicas.
— Mientras siga con vida no tiene nada que temer… — fue la no demasiado tranquilizadora respuesta—. Pero tenga por seguro de que en cuanto estire la pata le quitará las botas, aunque para entonces de nada le servirían.
— ¡Gran consuelo!
— Es todo lo que puedo ofrecerle… — le hizo notar doña Cecilia Prados de Víllanueva al tiempo que se pellizcaba la imponente papada—. Como comprenderá no existe demasiada gente dispuesta a adentrarse en unas montañas de las que casi nadie regresa, en busca de no se sabe qué, y en compañía de un inexperto ratón de biblioteca…
— De laboratorio, no de biblioteca… — puntualizó el otro en tono quisquilloso.
— Para el caso es lo mismo… — La gorda hizo un gesto hacia la escultural muchacha que cruzaba de nue-
vo ante ellos—. Yo tenía una figura como esa — dijo—. Incluso mejor, podría asegurar sin pecar de pedante, y lo cierto es que vendería mí alma al diablo con tal de recuperarla.
— ¿Cómo ha dicho?
— Que vendería mi alma al diablo a cambio de volver a tener aquel cuerpo y todo lo que ello traía aparejado.
— ¡No diga tonterías! Y no juegue con esas cosas… ¡Vender su alma al diablo! ¿A quién se le ocurre?
— Es sólo un decir… — puntualizó la buena mujer un ranto desconcertada por la seriedad que había adquirido de improviso el tono de voz de su acompañante—. Y puede jugarse el cuello a que daría cuanto tengo por volver a unos años en los que era tan feliz que ni siquiera me daba cuenta de lo feliz que era. Eso es, quizá, lo peor que tiene el ser dichoso; que no lo notas hasta que lo has perdido, porque enterrada bajo tanta grasa advierto que mi verdadero yo se asfixia como si hubiera caído en una oscura cuba de gelatina de la que no pudiera encontrar la salida.
— Ea verdadera belleza está en el interior… — masculló su interlocutor por decir algo que pudiera servir mínimamente de consuelo.
— ¡Bobadas! Interiormente yo era mucho más bella cuando lo era también exteriormente, puesto que ahora me invaden la ira, el rencor, la envidia, los celos y un ansia de morir que me amarga a todas horas… — Hizo un gesto hacia la estatua que se alzaba al final del jardín—. Y ahora he de irme, pero le aconsejo que vaya a saludar al busto de Orellana, eche un vistazo al valle por el que tendrá que descender hacia el Napo.
Bruno Guinea obedeció, atravesó sin prisas la amplia explanada, y fue a detenerse junto a la cabeza de bronce cubierta con un pesado yelmo que oteaba, con su único ojo, el lejano horizonte.
Al pie podía leerse una inscripción.
«Desde aquí partió Francisco de Orellana hacia el descubrimiento de nuestro gran río de las Amazonas.»
Siguió la dirección de su mirada y llegó a la conclusión de que el trujillano tuvo razones más que suficientes para justificar el inmenso error que cometiera tantos siglos atrás. El idílico valle que descendía suavemente, cubierto de flores y surcado por un minúsculo riachuelo cuyas aguas probablemente irían a parar al Napo, luego al Amazonas y por último a un océano que se abría a casi siete mil kilómetros de distancia, para nada permitía sospechar que constituía en realidad la antesala de la más intrincada y peligrosa región del mundo, pese a que el porcentaje de bajas entre quienes habían intentado conquistarla superaba en mucho al de cuantos hubieran intentado conquistar las más inaccesibles cumbres del Himalaya.
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