Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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— Según eso… — argumentó Bruno Guinea—. La inmensa mayoría de la gente, que de un modo u otro cree en la existencia de un ser supremo, está equivocada.

— «Quiere» estar equivocada porque «necesita» estar equivocada — fue la respuesta—. Lo hemos discutido un millón de veces, y siempre estuvimos de acuerdo. ¿Ha ocurrido algo que te haya hecho cambiar?

— Nada. No ha ocurrido nada… ¡O quizá sí! Quizá me estoy haciendo viejo y ello me obliga a replantearme una serie de cuestiones.

— Me decepcionaría que así fuera. Siempre he considerado que eres el hombre de convicciones más firmes que conozco.

— «Es de sabios cambiar de opinión» — le recordó su amigo.

— Pero aún no me consta que seas un sabio. A no ser que me demuestres que has encontrado una nueva vía para combatir el cáncer, y además lo pregones sin miedo a los críticos, nunca aceptaré que eres un sabio con derecho a cambiar de opinión…

— ¿Y qué dirías tú mismo si de pronto un medicu-cho de tres al cuarto, y sin más ayuda que un par de viejos microscopios, proclamara a los cuatro vientos que cree haber encontrado el camino que conduzca a acabar con la peor de las enfermedades que azotan a la humanidad? — quiso saber el Cantaclaro.

— Que pretendía llamar la atención o estaba loco — admitió con indiscutible sinceridad su oponente—. A no ser que me dieras una explicación convincente de por qué has llegado a esa conclusión.

— Lo malo es que no tengo ninguna explicación «convincente»… — le hizo notar el otro—. Mi teoría, si es que existe, no se sustenta sobre ninguna base sólida.

— ¿De qué estamos hablando entonces? — inquirió un desconcertado Alejandro de León Medina—. Esos cultivos se han destruido, pero admites que no sabes la razón. — Entrecerró los ojos hasta casi convertirlos en un par de rendijas al preguntar con marcada mala intención —: ¿Acaso es eso lo que pretendes insinuar?

— Sé cuál es la razón — aventuró Bruno Guinea—. Y si no lo sé, al menos lo sospecho. Pero no puedo decírtelo. Ni a ti ni a nadie.

— ¿Y si tus sospechas se confirmaran?

— En ese caso, tal vez lo diría…

— ¿A qué esperas entonces…? ¡Ponte a trabajar!

— No resulta fácil.

— Cuando es tanto lo que está en juego nada resulta fácil, querido mío, y si me necesitas me ofrezco como conejillo de indias aunque me juegue la vida en el intento.

El Cantaclaro le observó de arriba abajo y al fin esbozó una leve sonrisa irónica al comentar:

— No te me pongas melodramático. A ti te va disfrazarte de «conejita del Playboy», no de «conejillo de indias». — Extendió la mano y le revolvió afectuosamente el cabello al tiempo que inquiría —: Por cierto… ¿Qué sabes del Ecuador?

— Que es la línea que divide en dos la Tierra.

— ¡No seas bruto! Me refiero al país.

— ¿Y qué quieres que sepa…? — protestó el Canaima levemente amoscado—. Que está en Sudamérica y que por lo que cuentan es muy bonito… ¿Por qué quieres saberlo?

El otro hizo un leve ademán con la barbilla hacia el sobre que descansaba sobre la mesa.

— Me han invitado a un seminario de oncología en la Universidad de Quito.

— ¿Y piensas ir?

— Tengo que pensármelo. Alicia está pasando por uno de sus malos momentos.

— Sabes que puedo cuidar de ella mejor que tú.

— ¡No es lo mismo!

— Lo que tienes que hacer es evitarle disgustos, y si sospecha que no haces algo que consideras importante por culpa de ella, se disgustará. ¡Y mucho!

— ¿Que se ha suspendido…?

— Así es.

— ¿Pretende hacerme creer que he volado más de doce horas, atravesando el océano para asistir a un congreso que ha sido suspendido…?

— Me temo que sí.

El perplejo y casi indignado Bruno Guinea no podía apartar la vista del atribulado rostro de la sudorosa gorda que se sentaba frente a él, y cuya abundante transpiración parecían deberse más a lo embarazoso de la situación que a las altas temperaturas generadas por un inclemente sol que caía, más vertical que en ningún otro lugar del mundo, sobre los frondosos jardines que rodeaban la piscina del coqueto hotel de arquitectura colonial.

— ¿Y por qué no me han avisado?

La vicerrectora se pellizcó nerviosamente la barbilla, se enjugó dos panzudas y brillantes gotas que le descendía por la prominente papada y carraspeó repetidas veces antes de replicar:

— Porque no teníamos idea de quién era usted, ni dónde podíamos encontrarle.

— ¿Y eso?

— Lo único que sabíamos era que una asociación médica panameña había abonado los gastos de un oncólogo español de reconocido prestigio, pero cuando sedeadlo la suspensión no pudimos localizar a nadie en Panamá, y por lo tanto nuestra única esperanza se centró en que usted se enterara por cualquier otro medio y decidiera anular el viaje.

— Pues resulta evidente que no me había enterado… — admitió el cada vez más abatido Cantaclaro lanzando un resoplido con el que al parecer pretendía expresar la magnitud de su malhumor y frustración—. ¿Y a qué se debe la suspensión, si es que puede saberse? — inquirió.

— Razones políticas, como siempre. Nuestra situación económica pasa por un momento particularmente difícil, y tanto los sindicatos como las asociaciones indígenas han convocado a una huelga general de carácter indefinido… — El rezumante saco de grasa enfundado en un amplio vestido color malva emitió lo que parecía un quejumbroso lamento—. Aquí todo es así. Nunca se puede hacer planes a más de tres meses vista, puesto que lo más probable es que en el transcurso de ese tiempo el panorama haya cambiado de un modo radical. Ésta es la cuarta vez que nos vemos obligados a suspender un evento de relativa importancia.

— ¡Vaya por Dios…! Sí que he tenido mala pata.

Doña Cecilia Prados de Villanueva alargó una mano que parecía pesar como un ladrillo, y la colocó afectuosamente sobre la de su interlocutor que descansaba sobre la mesa.

— ¡Por suerte…! — dijo—. Esta misma mañana hemos recibido un fax en el que se asegura que está usted interesado en estudiar la fauna de nuestra Alta Amazonia, y eso es algo en lo que estoy convencida de que podremos serle de mucha utilidad aunque tan sólo sea por el hecho de intentar compensarle de algún modo.

— ¿Y de dónde ha llegado ese fax? — quiso saber el cada vez más confuso Bruno Guinea.

— De Panamá.

— Entiendo…

La otra la observó no sin cierta sorpresa al inquirir:

— ¿Es que acaso no le interesa la fauna amazónica?

— ¡Sí, desde luego…! — replicó de inmediato el Cantaclaro fingiendo haberse distraído en seguir con la vista la escultural silueta de una muchacha que surgía en esos momentos de la piscina con el cabello empapado, aunque lo que en verdad pretendía era darse tiempo para reflexionar sobre el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

Pese a esforzarse por conseguir que sus palabras sonaran sinceras, resultaba evidente que no conocía a nadie en Panamá, aunque no necesitaba estrujarse mucho el cerebro para llegar a la conclusión de que «alguien» — y sabía muy bien de quién se trataba en esta ocasión — estaba esforzándose a la hora de encaminar sus pasos en una dirección muy concreta.

— Siempre me ha interesado extraordinariamente la fauna de la Alta Amazonia — musitó al fin—. Se me antoja fascinante.

— ¿Y eso por qué? — inquirió una, a todas luces desconcertada vicerrectora—. El archipiélago de las Galápagos constituye el más perfecto escaparate evolutivo del planeta, con docenas de especies endémicas de enorme interés científico, e incluso en la región del río Ñapo se encuentra la mayor concentración de mariposas del mundo… — Negó una y otra vez con la cabeza agitando de un lado a otro su espectacular papada—. Pero que yo sepa, a partir de los dos mil metros de altitud, apenas existe vida animal en lo que creo que constituye uno de los lugares más inhóspitos e inexplorados de los que se tiene noticias.

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