Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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— ¡Me va la vida en ello…!

— En ese caso, le ruego que nos deje solos.

Leonor Acevedo se encaminó, como una sonámbula a la puerta, pero ya a punto de salir se volvió para inquirir con gesto de profunda preocupación:

— Le agradecería que me respondiera tan sólo a una pregunta: ¿es cierto que Dios se ha olvidado de nosotros?

— Mi obligación es pregonarlo, al igual que la obligación del otro bando es pregonar lo contrario — replicó sin perder el tono humorístico el veneciano—. Pero admitirá que de momento voy ganando.

— ¿A qué se refiere?

— A que una cosa es cierta: los hombres llevan siglos matándose por imponer «al verdadero Dios», pero ninguno de ellos consigue que su Dios, sea el que fuere, mueva un dedo en su defensa.

— Continúa sin responder a mi pregunta, aunque, pensándolo mejor, prefiero no conocer la respuesta. Confío en no volver a verle nunca.

— ¡De usted depende…!

La buena mujer abandonó la estancia cerrando cuidadosamente a sus espaldas, y durante unos instantes ambos hombres guardaron silencio, hasta que al fin el recién llegado inquirió:

— ¿Y bien…?

— ¿Y bien, qué?

— ¿Acepta o no acepta mi oferta? Bruno Guinea le observó como si no supiera de qué le estaba hablando.

— ¿A qué viene esa pregunta si ha demostrado que es capaz de leer el pensamiento? — dijo.

— Puedo leer el pensamiento, pero no me está permitido adivinar las intenciones — fue la respuesta—. Y usted aún no ha tomado una decisión.

— Me había hecho a la idea de que su poder era total.

— No, en lo que se refiere al libre albedrío. En eso nadie está autorizado a intervenir, porque de lo contrario este juego no tendría la más mínima gracia.

— ¿Realmente lo considera un juego? — quiso saber el Cantaclaro.

— A mí es el único que me divierte. A veces me paso años esperando a que haga su aparición alguien por quien valga la pena molestarse en adoptar esta ridicula apariencia humana, preparar la caña, lanzar el anzuelo y confiar en que el pez acabe por morder el cebo.

— ¿Y qué clase de cebos acostumbra a utilizar?

Los hay de todo tipo, aunque ninguno comparable al de ahora. Le garantizo que si me falla me va a poner en un aprieto… — El supuesto italiano lanzó una corta carcajada —: ¡Ya no sé qué inventar…!

— Su sentido del humor se me antoja repugnante.

— Todo yo suelo ser repugnante — señaló el aludido que pareció desconcertarse levemente al descubrir que su oponente extraía del cajón de su mesa un grueso habano y se disponía a encenderlo—. ¿Desde cuándo fuma? — quiso saber.

— Desde que he descubierto que me ayuda a pensar — fue la sencilla respuesta—. Y ahora necesito pensar.

— Pues le advierto que «fumar perjudica gravemente la salud» — le advirtió el otro—. Produce cáncer.

— Eso dicen… Pero ¿qué pasaría si aceptase su oferta y el cáncer desapareciese para siempre de la faz de la Tierra?

Nicola Capriatti se limitó a agitar burlonamente la cabeza.

— Que las compañías tabaqueras le harían un monumento, puesto que se evitarían tener que pagar miles de millones a cuantos han estado envenenando durante todos estos años.

Bruno Guinea concluyó de encender su cigarro, depositó con sumo cuidado la cerilla en un cenicero y masculló con evidente malhumor:

— ¡Qué conversación tan estúpida! No hago más que darle vueltas a lo que quiero decirle, pero ahora únicamente se me ocurren tonterías.

— Es que no hay nada que traicione tanto al ser humano como su cerebro… — le hizo notar su oponente—. Cuanto más lo necesita, más le falla. Pero no tiene por qué preocuparse; nunca he hablado con nadie por inteligente que sea, que no se sienta perdido en mi presencia. No sé por qué razón inspiro pánico.

— ¿Cómo que no sabe por qué razón? — exclamó el otro estupefacto—. ¡Es usted el Demonio…! ¡El mismísimo Satanás en persona!

— ¿Y eso qué tiene que ver? — quiso saber el aludido—. Yo no arrastro a nadie al infierno contra su voluntad. Ya le dije la otra noche que soy como un perro encadenado, y que todos aquellos que tengan la conciencia tranquila no tienen nada que temer de mí, ya que no entra dentro de mis atribuciones causar daño a los justos.

— ¿Ah, no?

— ¡En absoluto! El alma humana es un castillo inexpugnable al que tan sólo tengo acceso cuando se me franquea la entrada.

Pero se mantiene siempre al acecho.

— ¡Naturalmente! Es mi obligación, pero ahora estamos aquí, a solas, y es muy posible que sea yo quien se encuentre en inferioridad de condiciones, puesto que mis armas son mucho más débiles que las suyas. — Nicola Capriatti aventuró un claro gesto de impotencia—. Basta con que usted diga «no», para que yo esté definitivamente derrotado. Me ha ocurrido miles de veces y siempre tengo que acabar marchándome con el rabo entre las piernas.

— ¿Realmente tiene rabo? — inquirió el Cantaclaro en tono de burla.

— ¡Es un decir…! — replicó el otro visiblemente impaciente—. Ahora soy yo el que opina que éste es un «diálogo para besugos». ¡Vayamos al grano de una vez! ¿Acepta mi oferta o no la acepta?

— Supongamos que la aceptara… ¿Qué pretende que le diga al mundo: «Señores, el cáncer desaparece de la faz de la Tierra porque acabo de hacer un pacto con el Demonio.» ¡Me encerrarían por loco!

— ¡No! ¡Naturalmente que no puede decir eso! — protestó el italiano—. Pero yo le indicaría el camino: una nueva vía de investigación que le conduciría, directa y rápidamente, a un éxito indiscutible.

— ¿Y cuál puede ser esa nueva vía? Que yo sepa ya se han investigado todas.

— Pero se han investigado siempre por el camino equivocado.

— ¿Qué pretende insinuar…?

— Que la mayor parte de científicos se han dedicado a analizar el origen del cáncer, buscando en los propios tumores las razones por las que nacen, crecen o se desarrollan de una forma tan rápida y destructiva…

— Es natural — le hizo notar Bruno Guinea—. ¿Cómo pretende que se investigue la forma de combatir algo sin conocerlo a fondo?

— En eso precisamente radica el error — señaló convencido de lo que decía el elegante anciano que parecía feliz demostrando su sabiduría—. Nunca conocerán a fondo el cáncer puesto que su comportamiento resulta imprevisible. Nace, crece y se desarrolla en cualquier parte del cuerpo y cualquiera que sea la edad del paciente, su sexo, raza o condición social. Existe el cáncer de hígado, de pulmón, de mama, de huesos, de páncreas, de próstata o de sangre, y aparece entre los jóvenes, los viejos, los ricos, los pobres, e incluso entre la mayor parte de los animales. — Serpenteó con sus largas y delicadas manos sobre la mesa, como si correteara por ella—. Es un escurridizo monstruo con un millón de rostros diferentes, por lo que nadie conseguirá jamás conocer todas sus facetas.

— Eso ya lo sé — fue la sincera aceptación de una realidad en apariencia incuestionable—. Cada día me enfrento a él y nunca soy capaz de averiguar cómo va a evolucionar.

— En ese caso, entenderá que el camino elegido, cualquiera que sea, conducirá quizá a una solución concreta, pero que será siempre una solución parcial; nunca la definitiva con la que todos sueñan.

El Cantaclaro que había quedado como hipnotizado por las expresivas manos de su interlocutor, reflexionó unos instantes antes de comentar:

— No creo que nadie sueñe con una solución única a un problema tan complejo. Poco a poco, con tiempo y paciencia se irá venciendo en cada caso particular. Es como una pequeña guerra de guerrillas.

— Pero por desgracia las guerras de guerrillas suelen eternizarse — sentenció calmosamente el veneciano—. Lo que se gana hoy, se pierde mañana. Yo le estoy ofreciendo una solución que le conducirá a una victoria total sobre cualquier tipo de tumor maligno.

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