Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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Se interrumpió bruscamente y tras una corta espera su interlocutor inquirió:

— Sin embargo… ¿qué?

— Que a mi modo de ver es mucho lo que le exigen.

— También es mucho lo que me ofrecen…

— Lo sé mejor que nadie, puesto que nadie ha estado al borde de una muerte tan horrenda — replicó Leonor Acevedo con desconcertante serenidad—. Muy pocos seres humanos conseguirían imaginar lo que he sufrido en estos últimos meses, sobre todo al comprender cuánto padecían de igual modo mi marido y mis hijos.

— En ese caso entenderá por qué tengo que pensármelo.

— Aun a sabiendas de lo que esa demoníaca oferta significará en un futuro para millones de infelices, me sigue pareciendo un precio excesivo.

— Excesivo, en efecto — reconoció el Cantaclaro—. Si nie pidieran la vida no dudaría en ofrecerla, e imagino que serían muchos los que aceptarían de buen grado un sacrificio semejante, pero tener la segundad de que voy a pasar el resto de la eternidad en el infierno, me aterroriza.

— ¿Y a quién no? — quiso saber ella—. Por ello mi consejo es que lo olvide.

— Eso sí que se me antoja difícil — puntualizó Bruno Guinea—. Es posible que acepte el trato, y es posible que no, aún no lo he decidido, pero de lo que sí puede estar segura, es de que el recuerdo de cuanto ha ocurrido me obsesionará por el resto de mi vida.

— ¡Lógico…! Pero lo que no se me antoja tan lógico, es la actitud de la otra parte.

— ¿A qué otra parte se refiere? — inquirió su interlocutor que evidentemente no tenía muy claro de qué le estaba hablando.

— ¡A fuerzas contrarias…! — fue la respuesta—. Si por lo que estamos viendo existe «el Mal», digo yo que de igual modo debe existir «el Bien», y dadas las circunstancias debería tomar cartas en el asunto. — Le dirigió una escrutadora mirada al añadir —: ¿No le ha visitado alguien?

Ahora sí que Bruno Guinea demostró a las claras que se encontraba absolutamente confundido y todo aquello se le antojaba incongruente.

— ¿Alguien? — repitió—. ¿Alguien como quién…?

— Un enviado de la otra parte.

— ¿Una especie de «Ángel de la Guarda»? — El tono de voz sonaba ligeramente burlón al aclarar —: No, que yo sepa. Ni creo que existan seis mil millones de ángeles de la guarda disponibles.

— ¿Por qué no?

— Porque dudo que los ángeles se reproduzcan a la misma velocidad que las personas. Y si lo hacen más vale que se mantengan alejados puesto que han demostrado ser unos auténticos inútiles, cuando no unos temibles chapuceros.

— ¿Cómo puede bromear con algo tan serio? — se lamentó ella.

— ¿Y qué quiere que haga? ¿Echarme a llorar? Resulta evidente que eso que usted llama «el Bien» se ha olvidado de nosotros.

— Me cuesta aceptarlo puesto que va en contra de todo cuanto me enseñaron desde que nací — le hizo notar Leonor Acevedo—. Si Lucifer existe, y tanto usted como yo tenemos ahora la plena seguridad de que es así, también tienen que existir los encargados de enfrentarse a él.

— ¿Encargados por quién?

— Por el Señor, naturalmente.

Bruno Guinea se encogió de hombros mostrando a las claras la magnitud de su incredulidad.

— Sospecho que el Señor no nos presta demasiada atención — dijo—. Y de igual modo empiezo a sospechar que desde el primer momento decidió que cada uno de nosotros se convirtiera en su propio «Ángel de la Guarda». Los conceptos morales de correcto e incorrecto anidan en lo más profundo de nuestra conciencia desde el día en que nacemos, y al parecer nuestra obligación es atenernos a ellos sin esperar ayuda exterior.

— En ese caso ¿por qué razón debemos esperar oposición exterior? — quiso saber Leonor Acevedo.

— Si no existiera oposición no existiría lucha… — le hizo notar su oponente—. De otro modo pasaríamos por la vida como una simple lechuga. Estos días he tenido ocasión de reflexionar sobre el tema, y he llegado a la conclusión de que tal vez no sea cierto eso de que una parte de las almas van al cielo, otras al infierno y otras al purgatorio. Lo más probable es que la inmensa mayoría se queden en el limbo.

— ¿El «limbo»? — se sorprendió ella—. ¿Qué clase de «limbo»?

— Un limbo absolutamente vacío; es decir, la nada. Los buenos muy buenos irán al cielo; los malos muy malos, al infierno, pero todos aquellos que se han limitado a vegetar, pasando por la vida sin hacer ni el bien ni el mal, no serán merecedores de una vida eterna. Ni buena ni mala.

— No es eso lo que me enseñaron en la infancia…

— ¡Ése es siempre el gran problema! — le interrumpió una ronca voz de marcado acento italiano—. En lo referente al Bien y al Mal todo cuanto les enseñaron en la infancia poco o nada tiene que ver con la realidad. ¡Con decir que hay gente que todavía se rige por la libre interpretación que ellos mismos hacen de un libro escrito hace miles de años…!

Tanto Leonor Acevedo como Bruno Guinea no pudieron por menos que volverse hacia la puerta, en cuyo quicio había hecho su desconcertante e inesperada aparición un elegante anciano extraordinariamente alto que comenzaba a despojarse con estudiada calma de su empapada gabardina.

Sonrió encantadoramente mientras la colgaba del

perchero, y de inmediato se frotó las manos como si estuviera intentando entrar en calor.

— ¡Increíble! — exclamó—. Estamos en pleno verano y sin embargo hace lo que ustedes llaman «un día infernal», pese a que no exista nada más alejado de la idea de infierno que la lluvia y el viento… ¿Cómo se encuentran?

— ¡Sorprendidos! — se apresuró a replicar el dueño del abigarrado laboratorio—. ¿Quién es usted y quién le ha autorizado para irrumpir aquí de ese modo?

— Me llamo Nicola Capriatti y he venido a visitar a un sobrino que agoniza en el segundo piso. Es paciente suyo: Dario Capriatti.

— Sí… — admitió con acritud el Cantaclaro—. Es paciente mío, pero eso no justifica en absoluto su actitud.

— ¡Oh, vamos, doctor! ¡No se me ponga así! — replicó el otro al tiempo que se servía un café sin pedir permiso—. Nos conocemos más que de sobra.

— ¿Quiere decir que usted es…?

— ¿Quién si no? Ya le advertí que me encanta cambiar de apariencia. — Hizo un gesto con la mano señalándose de arriba abajo—. Y ésta me gusta más que las anteriores: un elegante caballero veneciano está más en consonancia con mi auténtica personalidad que un reportero de tres al cuarto o un provocativo putón callejero.

— ¿Y a qué viene ahora?

— A defender mis intereses naturalmente… — Se volvió a Leonor Acevedo que permanecía inmóvil como una estatua, pálida y sobrecogida por el terror—. ¡No ponga esa cara! — suplicó—. ¡No tiene nada que temer! Es usted una buena mujer, una esposa fiel, y una madre excelente, pero no se ofenda si le aseguro que la suya no es el tipo de almas que me interesan. Le respondió apenas un hilo de voz:

— ¿Y el cuerpo…?

— Le recomiendo que engorde unos kilos — fue la humorística contestación—. Se ha quedado en los huesos, pero en lo que respecta a su enfermedad, puede estar tranquila; se encuentra total y absolutamente curada. Puede que muera por un accidente, un infarto o incluso de un mal parto, ¡vaya usted a saber…! pero nunca por culpa de un tumor. ¡A no ser que…!

— ¿A no ser que, qué…?

— Que se le ocurra la estúpida idea de comentar esto con alguien. Si guarda el secreto, vivirá muchos años. Si dice una sola palabra, incluso a su marido, durará una semana. ¿Lo ha entendido? — Ante el aterrorizado gesto de asentimiento el llamado Nicola Capriatti inquirió —: ¿Cuento con su discreción?

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