Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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— Me cuesta aceptar que pueda existir. Incluso aunque sea el mismísimo Demonio quien lo asegure. ¿Quién me garantiza que no intenta engañarme?

— ¿Y qué obtendría con engañarle? — se sorprendió el aludido—. Estaría perdiendo mi tiempo, puesto que si llegásemos a un acuerdo pero yo no cumpliera con mi parte del trato, el «contrato» dejaría automáticamente de tener efecto, con lo que usted quedaría de inmediato en libertad.

Bruno Guinea sopesó una respuesta que se antojaba lógica, se aproximó a la ventana y observó el exterior para comentar:

— Ha dejado de llover…

Guardó silencio de nuevo, ensimismado, como si se encontrara muy lejos de allí, fumando en silencio su maloliente habano y observado por un impasible Nicola Capriatti del que se diría que la paciencia formaba una parte muy importante de su forma de ser.

Al fin, sin volverse, musitó:

— Por más vueltas que le doy, no entiendo cómo sería posible combatir una enfermedad sin haberla estudiado hasta en sus más mínimos detalles.

El otro esbozó una leve sonrisa al replicar:

— Como suele decirse: «A menudo los árboles no dejan ver el bosque.»

— ¿A qué viene eso?

— A que la pregunta que todos los investigadores se hacen es casi siempre la misma…: ¿Por qué razón se desarrolla un tumor?

— ¿Y qué otra pregunta tendrían que hacerse?

— La opuesta: ¿Por qué razón no se desarrolla un tumor?

— No logro entenderle.

— Pues creo que resulta evidente.

— Perdone, pero no le veo la evidencia por parte alguna.

El italiano se limitó a agitar la cabeza como si le molestara tener que razonar con un retrasado mental, se puso en pie, se aproximó a su oponente y le golpeó apenas con el dedo a la altura del corazón.

— Un tumor, como todo aquello que vive y crece, necesita un medio receptivo en el que desarrollarse, puesto que nunca se daría en la arena, ni las rocas… ¿Cierto?

— Cierto.

— Pues al igual que una planta no crece en la roca, en la arena o en cualquier otro medio hostil, un tumor nunca podría desarrollarse si el medio resultara igualmente hostil… ¿Cierto?

— Cierto.

— En ese caso trate de imaginar que existiese una especie animal, preferentemente un mamífero, cuyo organismo resultase tan hostil, que nunca hubiese permitido el desarrollo de un tumor maligno… ¿Me sigue?

Bruno Guinea, que hasta ese momento parecía incrédulo o fatigado, cambió súbitamente de actitud.

— ¡Le sigo…! Si esa especie de mamífero existiese…

Su oponente asintió con un leve ademán de la cabeza al tiempo que concluía por sí mismo la frase interrumpida.

— … analizando a fondo sus características acabaría descubriendo la razón por la que cierto tipo de tumores se desarrollan en determinadas circunstancias, y en otras no.

— Y eso ¿no facilitaría el camino hacia una solución definitiva?

— Desde luego.

— ¿Y existe esa especie…? — inquirió Bruno Guinea casi con un hilo de voz.

El italiano afirmó con la cabeza.

— Existe.

— ¡No puedo creerlo!

— Si no existiese, yo no tendría nada que hacer aquí.

— ¿Y cuál es?

El otro no pudo por menos que dejar escapar una corta carcajada al tiempo que hacía girar repetidamente el dedo índice frente a sus ojos.

— Ésa es la pregunta del millón de dólares, querido amigo — replicó—. La pregunta que vale el alma de un justo… ¡La suya! He dedicado muchos años, quizá siglos, a la búsqueda de ese mamífero, y le aseguro que hubo un momento en que casi me di por vencido, pero al final lo encontré. La cápsula que curó a esa buena mujer provenía de él.

— Me cuesta aceptarlo.

El otro extrajo del bolsillo superior de su chaqueta una diminuta botella que le colocó sobre la palma de la mano y que le obligó a cerrar a continuación.

— Prepare un nuevo cultivo — dijo—. El más virulento que sea capaz de ingeniar, y cuando se encuentre en plena expansión rocíelo con una mínima parte de este líquido… ¡Se destruirá en el acto!

— ¡Dios bendito…!

— ¡No lo mezcle en esto! Ni siquiera sabe que existe este animal. Resulta incongruente, ¿no cree? «El Bien» permite que exista el cáncer, y «el Mal» dedica todos sus esfuerzos a combatirlo… Se diría que el mundo está del revés, pero como le dije el otro día, en mi caso el fin justifica los medios.

— Me lo está poniendo muy difícil.

— ¡Ésa es mi misión! Tentarle con algo que merezca la pena.

— Lo encuentro francamente canallesco…

Se diría que en aquellos momentos el elegante caballero parecía encantado consigo mismo, puesto que sonrió ampliamente al replicar:

— ¿Verdad que sí…? A menudo no puedo por menos que felicitarme por mi astucia. Las almas en verdad valiosas no son fáciles de atrapar, puede creerme, pero «más sabe el Diablo por viejo, que por Diablo». Tal como le advertí, en este caso el cebo es realmente apetitoso.

— Pero en este caso el pez sabe que si lo muerde se pierde… Y que se pierde para siempre.

— ¡Cuento con ello! Pero la paciencia ha sido siempre la principal virtud de un buen pescador, que nunca confía en capturar su presa a las primeras de cambio… Se sienta, y espera. Y le garantizo que mi paciencia es infinita.

— Pero mi tiempo de vida, no. Y esa abismal diferencia entre lo finito y lo infinito es lo que dificulta la comprensión entre los seres humanos y los dioses… O los demonios.

— Ahora soy yo quien no acaba de entenderle.

— Me refiero a que nuestros puntos de vista son tan marcadamente diferentes, que raramente llegan a coincidir, de la misma manera que no pueden coincidir el punto de vista de un ser humano que vive cien años, y el de un insecto que únicamente sobrevive tres días. Por mucho que me esfuerce, el concepto de eternidad se me escapa, y por lo tanto se me escapa la razón por la que puede interesarle adueñarse de mi alma por toda una eternidad.

El anciano hizo un leve gesto de asentimiento al tiempo que tomaba asiento de nuevo.

— Me hago cargo del origen de sus dudas — dijo—. He visto desaparecer cientos, tal vez miles de generaciones, y admito que cada una de ellas ha significado para mí menos que un parpadeo, pero ahora no se trata de adueñarme de su alma por toda la eternidad, sino tan sólo del placer de adueñarme de ella… Es como el hecho de conquistar a una mujer especialmente hermosa: lo que se pretende es poseerla, no poseerla para siempre, lo cual tal vez acabe por resultar fastidioso.

— Lo malo es que, en este caso, no hay vuelta atrás — le hizo notar su interlocutor.

— ¡Desde luego! Tengo un acusado sentido de la propiedad, y cuando me apodero de un alma es para siempre, pese a que me consta que quizá muy pronto me canse de ella.

— ¿O sea que no es más que un coleccionista de almas?

— ¿Y qué quiere que coleccione…? — inquirió el otro dejando escapar una divertida carcajada—. ¿Abanicos? Yo me aprovecho de las cosas materiales, pero mi mundo es esencialmente espiritual, y de ese modo he conseguido una maravillosa colección de almas en su mayor parte insospechadas.

— ¿Y de qué le sirve una más?

— Es mi sino… Fui creado para eso. Y tal vez le enorgullezca saber que la suya no es «una más». — Le apuntó con el dedo—. Como ya le dije, la considero un alma especialmente interesante. Digamos que una auténtica pieza de coleccionista.

— Continúo sin creérmelo… — replicó de inmediato el Cantaclaro—. Conozco mis defectos, sé que no soy tal como intentan hacerme creer con tantas adulaciones, y por ello hay algo en todo esto que me huele mal.

— Pues le aseguro que hoy me he dejado la «esencia de azufre» en casa… — El tono de Nicola Capriatti era ahora de franca lamentación—. Está claro que vivimos malos tiempos. Yo era el ser más odiado y temido del universo, pero ahora la mayoría de la gente ni me cree, ni me toma en serio.

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