Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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Miró a su alrededor.

Se encontraba sentado en un discreto salón del encantador hotel Quito, cuando la puerta del fondo se entreabría vislumbraba las mesas de ruleta del pequeño casino en el que dos docenas de personas se jugaban alegremente el dinero, y a través del amplio ventanal podía distinguir un cielo que en cuestión de minutos había pasado de un azul luminoso a la más cerrada de las noches y en el que se distinguían millares de estrellas que parecían poder tocarse con la mano.

¿Cómo había llegado hasta allí?

¿Qué hacía tan lejos de su hogar y su familia?

¿Qué viento de locura había cruzado por su mente en el momento en que decidió abordar un avión que habría de conducirle tan lejos?

Cuanto más se detenía a pensarlo, más se aferraba al convencimiento de que en ningún momento había sabido por qué razón estaba haciendo todo aquello.

Tal vez fuera simple curiosidad.

Tal vez el espíritu de aventura de alguien que en su juventud soñó con conocer el mundo pero las circunstancias le habían impelido a no conocer más que el corto trecho que separaba su mísera pensión de la universidad, y años más tarde su apartamento del hospital.

O tal vez fuera la auténtica necesidad de salvar a la humanidad de uno de sus peores males.

Aún no había llegado a ninguna conclusión válida, y empezaba a dudar que algún día lo consiguiera.

Su mente, ¡tan lúcida antaño! parecía haberse sumido en una especie de densa bruma de la que no acertaba a escapar.

A menudo, cuando en el hospital se encaminaba al despacho del director, se veía obligado a pasar junto a la sala de los enfermos de Alzheimer, y al evocar la encorvada figura de un anciano que recorría una y otra vez los pasillos como si buscara ansiosamente una salida que luego no se atrevía a encarar, le parecía estar viéndose a sí mismo en aquellos momentos, tan perdido entre cuatro paredes como un niño en el más oscuro y espeso de los bosques.

Triste resultaba en verdad que fallasen el corazón o los ríñones; triste no poder andar o advertir que no se aspiraba el aire necesario, pero más triste se le antojaba en aquellos momentos el hecho de haber perdido la capacidad de entender y analizar cuanto estaba sucediendo.

Aunque a decir verdad, lo que estaba sucediendo sí que lo entendía.

Eran sus más íntimas reacciones las que le desconcertaban.

Arriesgarse, como se estaba arriesgando, a enredarse cada vez más en aquella especie de pegajosa telaraña que le agobiaba, se le antojaba el más inconcebible de los errores que un ser humano medianamente inteligente pudiera cometer, pero él, Bruno Guinea, que siempre había presumido de tener la cabeza en su sitio, lo estaba cometiendo a cada paso que daba.

«La tentación», aquella estúpida palabra que siempre le había incitado a pensar en trampas semiinfantiles en la que ningún hombre de su entereza moral y su inteligencia caería, le estaba arrastrando hacia el más abominable de los abismos sin proporcionarle siquiera el placer que se supone acompaña a cualquier tipo de pecado.

El juego, el alcohol, las drogas, la riqueza, el poder o el sexo ofrecían al ser humano innegables satisfacciones por las que en determinadas circunstancias valía la pena arriesgarse, pero el simple hecho de atravesar medio mundo con el fin de llegar a una ciudad desconocida desde la que emprender un largo viaje hacia la más espesa, peligrosa e incómoda de las selvas, no era algo que, bien mirado, pudiera atraer a nadie que estuviera en su sano juicio.

¿Qué le había empujado por tanto a embarcarse en tan nefasta e incierta aventura?

Al cabo de un largo rato, y tras mucho rebuscar en su interior, llegó a la conclusión de que le estaban tentando con el más antiguo de los pecados.

A la soberbia le cabía el dudoso honor de ser el primero de los pecados, y el origen de cuantos habrían de nacer posteriormente, puesto que hasta que la soberbia de Lucifer no le impulsó a rebelarse contra su creador, los conceptos de bien y mal aún no existían.

De ahí partía todo, por tanto, y en el mismo punto solía concluir casi todo, puesto que el fondo, la necesidad de poder, riqueza o predominio sexual no constituía más que una forma, más o menos velada, de soberbia.

La soberbia se convertía demasiado a menudo en una especie de masturbación del alma, en la que el pecador experimentaba una íntima y muy privada satisfacción a base de ir excitando cada vez más su egolatría para concluir estallando en un desmesurado orgasmo por la sencilla fórmula de convencerse a sí mismo de una indiscutible superioridad que le proyectaba muy por encima del resto de los mortales.

Avariciosos de sí mismos, los soberbios no solían atender a más razones que aquellas que aumentasen de algún modo su insaciable autoestima, y aun admitiendo que era lego en la materia, el Cantaclaro siempre había sido de la opinión que aquél no era más que un paso previo a una forma de psicopatía que invitaba a creer que por el hecho de ser superiores a los demás, las reglas por las que se regían el resto de los mortales no contaban para ellos.

Grandes soberbios en activo eran a su modo de ver Pinochet, Sharon, Milosevic o Arzallus, capaces de excitar los odios o empujar a sus conciudadanos a la muerte por el simple placer de reafirmar la supuesta supremacía de su raza, su credo religioso, o su ideología política.

No era desde luego exactamente aquella la forma de soberbia que ahora le aquejaba, pero se veía obligado a reconocer que en lo más íntimo de su ser ardía una diminuta llama de orgullo por haber sido elegido para tan colosal misión, y tenía muy presente que los más devastadores incendios nacían siempre de una llama tan pequeña como aquella.

Tenía por ello la obligación de sofocarla hasta el punto de que llegara un momento en que estuviera absolutamente convencido de que hiciera lo que hiciera lo hacía siempre por amor al prójimo o por evitar terribles padecimientos a millones de seres humanos sin tener en cuenta lo que él mismo pudiera pensar o sentir.

Únicamente renunciando de antemano a cualquier tipo de satisfacción personal por pequeña que fuera, consciente de que no era más que un vehículo elegido por un ser muy superior, estaría en condiciones de enfrentarse al espantoso reto que significaba continuar avanzando en tan difícil empeño.

Si pudiera existir algo más terrible que la condenación eterna, sería sin duda el hecho de saber que dicha condenación había llegado por el hecho de satisfacer un apetito personal.

Aunque, bien mirado, todo aquello no dejaría de ser más que meras elucubraciones a no ser que consiguiera reunir los cincuenta mil dólares que se le exigían por llevarle a buscar no sabía qué clase de bicho a no sabía qué remota jungla.

Intentó acordarse de cuándo fue la última vez en que dispuso de semejante cantidad, pero su memoria no llegaba a tanto.

Las hipotecas, los estudios de los chicos y la enfermedad de Alicia se habían ido comiendo mes tras mes sus escuálidos ingresos sin que jamás consiguieran ahorrar un céntimo, y la única forma que se le ocurría de obtener esa suma era recurriendo a los buenos oficios del Canaima.

Decidió que lo mejor que podía hacer era telefonearle, pero pronto comprendió que antes de hacerlo tenía que encontrar una razón válida que justificase tal petición, puesto que le constaba que su viejo amigo le conocía lo suficiente como para desconcertarse ante lo insólito de la demanda, y no era cuestión de confesarle que lo necesitaba para organizar una absurda expedición a la jungla amazónica.

— Lo que tengo que hacer es regresar a casa… — se dijo—. Tengo que recuperar la cordura y aceptar que éste es el juego más peligroso al que haya jugado nadie. No soy el guardián de todos mis hermanos, ni el redentor de todos los enfermos. Tengo que regresar a casa junto a Alicia y los chicos. Mi vida es mi vida, y no me han dado más que esta.

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