Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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Pero, tal como acostumbra a suceder, al día siguiente había olvidado ya sus buenos propósitos, por lo que volvió a subirse al polvoriento y quejumbroso todote-rreno para tomar en esta ocasión una ruta que le conduciría en dirección opuesta a la que eligiera la mañana anterior.

Visitó en primer lugar el ascético monolito coronado por una gran bola de piedra que recordaba que aquel punto exacto marcaba los cero grados, cero minutos, cero segundos de latitud, y junto al que una raya dibujada en el suelo indicaba que allí la Tierra se dividía en dos hemisferios.

Luego continuó sin prisas hacia Otavalo, hogar de indios muy limpios, de blancos ropajes y largas trenzas, y entrada la media tarde, cansado y hambriento fue a detenerse junto al pequeño lago San Pablo, de agua color plata, tan bruñida que podría asegurarse que cada mañana le sacaban brillo, puesto que en realidad ese agua no era más que el reflejo de un cielo siempre cubierto de nubes que parecía pretender indicar que en aquel lugar jamás lucía el sol, y su superficie no servía, como en los restantes lagos de este mundo, para reflejar las siluetas de las montañas o los árboles.

Esos árboles, que abundaban, parecían no obstante como petrificados, puesto que ni el menor soplo de viento agitaba sus ramas, y bajo uno de ellos una negra vaca de blanco pecho bebía tan inmóvil que más que real parecía pintada.

A cierta distancia, una anciana contemplaba el horizonte sin dejar ni por un instante de hacer girar entre sus dedos un pequeño huso con el que hilaba delgadas fibras de lana de alpaca, y al verla Bruno Guinea llegó a la conclusión de que había sido colocada allí mil años antes, como parte imprescindible de un paisaje que nunca cambiaría por tiempo que pasara.

Luego cruzó a cierta distancia una diminuta campesina que cargaba a la espalda un haz de cañas de totora que le duplicaba en tamaño, y siendo tan rápido y ágil, era no obstante tan silencioso su caminar, que no pudo por menos que imaginar que se trataba de una sombra fantasmagórica y no de un auténtico ser de carne y hueso.

De nuevo el silencio, al poco un rumor, y al atisbar entre los matorrales distinguió en un rincón del lago a dos niñas que se bañaban, vestidas, en las heladas aguas y que con bruscos gestos y algunas risas intentaban combatir el intenso frío que las obligaba a tiritar.

Cuando al fin se fueron, corriendo orilla adelante en un vano intento de reaccionar y entrar en calor, el Can-taclaro se quedó de nuevo a solas contemplando el agua color plata, las grises nubes, las también grises montañas y el verde de las orillas, que hubiera sido brillante bajo el sol, e inclinándose se apoderó de una gruesa piedra que arrojó al agua con el fin de que se formaran círculos que rompieran el hechizo de tan misterioso lugar.

No pudo por menos que plantearse si la desagradable sensación de vacío interior que le invadía era fruto del desolado ambiente en el que se encontraba, o de la desazón que se había apoderado de su alma desde el momento en que el Maligno había irrumpido tan inesparadamente en su vida, y cuando al fin comenzó a caer la noche le asaltó la impresión de que el infierno no era en verdad un tórrido lugar en el que el fuego ardía eternamente, sino que debía parecerse más bien a un lago como aquel, en el que las almas se sentirían tiritando y como despellejadas.

De regreso a Quito se enfrentó a la desagradable sorpresa de idéntico sobre e idéntica pregunta:

«¿Cuál es mi número?»

¡Santo Dios!

¿A qué venía todo aquello?

Sintió sobre él la escrutadora mirada del viejo conserje que parecía haber llegado a la conclusión de que algo terrible preocupaba a su huésped, y tras unos momentos de vacilación fue a tomar asiento en el pequeño salón contiguo, incapaz de averiguar la sinrazón de tan insistente mensaje.

Permaneció largo tiempo inmóvil obsesionado por la corta frase del blanco papel, hasta que la puerta del fondo se entreabrió y le llegó, muy quedo, un insistente runruneo metálico.

Lanzó un hondo suspiro.

Aquélla era sin duda la respuesta.

Pero se trataba evidentemente de avanzar un paso más en la dirección equivocada.

Un error que acumular a lo que empezaba a ser un cúmulo de errores.

— ¿Cuál es la apuesta máxima?

— Cincuenta dólares al número, cien al caballo, ciento cincuenta a la transversal, doscientos al cuadro y así sucesivamente…

Bruno Guinea dudó puesto que aún no se había acostumbrado al hecho de que en Ecuador se utilizara con absoluta normalidad la moneda norteamericana, pero por último extrajo del bolsillo un billete de cincuenta dólares y lo colocó con sumo cuidado sobre el verde tapete.

— Al seis — dijo.

— ¿Todo al seis?

Asintió convencido.

— Todo al seis.

El crupier se limitó a encogerse de hombros, cambió el billete y lanzó hábilmente una redonda ficha roja de tal manera que quedó justo sobre el número señalado.

Al poco la ruleta giró emitiendo aquel suave sonido metálico que se escuchaba desde el salón vecino en cuanto se abría la puerta.

La blanca bolita dio varios saltos para ir a caer con suma delicadeza en el interior de una de las alargadas cazoletas.

Tanto los crupiers, como el jefe de mesa y varios jugadores se volvieron a observar al desconocido afortunado con admiración y una cierta sorpresa.

— ¡Buen ojo! — exclamó uno de ellos.

— Eso sí que es suerte.

— Aquí tiene, señor: mil seiscientos cincuenta dólares.

— Todo al seis.

Se hizo un largo silencio en el que los presentes intercambiaron largas y significativas miradas como si les costara dar crédito a lo que estaban oyendo.

— ¿«Todo al seis»? — repitió enfatizando mucho las palabras el gangoso jefe de mesa.

— Eso he dicho — fue la inequívoca respuesta—. Distribuyalo como quiera, pero todo al seis.

— Lo que usted diga… — aceptó el otro, y en un tono que denotaba un cierto nerviosismo indicó a sus subordinados —: ¡El seis por el máximo!

Mientras repartían el considerable montón de fichas entre caballos, cuadros, transversal, seixenas y columna el Cantaclaro se entretenía en estrujar en el interior de su bolsillo un blanco pedazo de papel en el que podía leerse:

«¿Cuál es mi número?»

Había llegado el momento de comprobar si aquél era o no un número maldito.

La bolita giró caprichosamente, dio varios saltos y fue a caer como atraída por un potente imán sobre la misma cazoleta.

— ¡Cielo santo!

— ¡El seis!

— ¡Si no lo veo, no lo creo…!

El crupier que había hecho girar la ruleta sudaba frío.

El jefe de mesa pareció querer fulminarle con una mirada de reconvención, y un agitado jefe de sala acudió en el acto puesto que parecía evidente que se trataba de la apuesta más cuantiosa que se había pagado en el pequeño casino en el transcurso de los últimos años.

Bruno Guinea amontonó ante sí el cuantioso premio, entregó tres fichas de cincuenta dólares de propina, e hizo un gesto a cuantas continuaban sobre el tapete.

— ¡Déjelas donde están…! — pidió.

— ¿Otra vez todo al seis? — casi sollozó el gangoso.

— Exactamente.

— ¿Cree que puede repetirse por tercera vez?

— Eso espero.

— Pero el seiscientos sesenta y seis es el número del Diablo — le hizo notar el otro—. Y nunca nadie se arriesgaría a jugar al numero del Diablo.

— Yo sí.

Una treintena de personas se habían arremolinado en torno a la mesa, abandonando otras ruletas y otros juegos, e incluso los camareros, el barman y la vendedora de cigarrillos se aproximaron atraídos por el hecho de que alguien fuera capaz de arriesgar de aquel modo una cantidad que en un país como el Ecuador constituía una pequeña fortuna.

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