Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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— En ese caso resulta inútil que continuemos hablando sobre el tema.

— ¿Pretende insinuar que está siguiendo un mandato divino?

— En absoluto.

— ¿Entonces?

— Entonces, nada… ¿Cómo pretende que le aclare algo que ni siquiera yo tengo claro? Le juro que en realidad no sé por qué hago esto. Lo único que sé es que tengo que hacerlo.

— ¿Poniendo en peligro su vida?

El español asintió convencido.

— Poniéndola en peligro si es necesario.

— ¿Y qué piensa obtener a cambio?

— ¿Por qué se presupone que tenemos que esperar siempre algo a cambio de nuestros actos? — quiso saber Bruno Guinea—. ¿Por qué nos hemos hecho a la idea de que el ser humano es incapaz de dar un paso que no obtenga la debida recompensa en este mundo o en el otro? Se acepta que unos busquen gloria o dinero y que otros busquen a Dios, pero jamás se acepta que alguien se mueva sin ningún tipo de interés.

— Daría diez años de una vida que nada vale, por tener la certeza de que ése es su caso. Y ahora márchese porque si continúo pensando en ello le impediré hacer ese viaje.

— ¿Le dirá a Galo Zambrano que he conseguido el dinero?

— Seguro que ya lo sabe. Todo Quito lo sabe.

El Cantaclaro se alejó sin prisas, pero cuando estaba a punto de penetrar en el edificio del hotel no pudo por menos que volverse a observar a la desgraciada mujer que permanecía con la cabeza apoyada en el respaldo de la alta butaca.

Sintió una profunda compasión al comprender la agobiante soledad en que se encontraba sumida una mente, a todas luces brillante, aprisionada en el interior de un cuerpo tan opaco.

Una hora más tarde, tumbado en la cama, y contemplando a través del amplio ventanal la llegada de ejércitos de nubes que como cada día de cada mes de cada año descargaría un mar de agua sobre la ciudad en cuanto repicaran en las torres de la catedral las campanadas de las doce, le volvió a la mente el hermoso rostro abotargado, y una vez más no pudo por menos que preguntarse las razones por las que había conocido a tanta gente extraña en tan corto espacio de tiempo.

Tal como él mismo había asegurado, no era más que un hombre normal con un trabajo normal y una familia normal, pero de la noche a la mañana su existencia se había convertido en un caos del que no acertaba a emerger, al igual que el espíritu de doña Cecilia Prados de Villanueva no acertaba a encontrar el camino que le permitiera abandonar su desproporcionado y sudoroso cuerpo.

Miró el reloj, calculó la diferencia horaria con Madrid y llegó a la conclusión de que en aquellos momentos lo lógico sería que estuviera volviendo a casa para cenar en compañía de Doña Bárbara y los chicos, para acabar sentándose frente a la televisión hasta que el cansancio le venciera definitivamente.

Echaba de menos aquella suave rutina en la que siempre se había sentido seguro, satisfecho consigo mismo por el simple hecho de saber que había dedicado una larga jornada de trabajo a unos enfermos a los que procuraba llevar un poco de ánimo y consuelo, frustrado a veces por no poder salvarlos, pero consciente de que al menos lo había intentado con todas sus fuerzas.

Ello le permitía hacerle el amor a su mujer y dormir luego con la tranquila conciencia de quien cumple su misión a diario, pero ahora allí, tan lejos de lo que había sido siempre su vida, ni se sentía seguro ni con la conciencia tranquila.

Y el hecho de haber ganado tanto dinero de una forma tan irregular contribuía a inquietarle más aún.

Si alguna vez abrigó alguna duda sobre lo peligroso de semejante situación, la constancia de que aquel número maldito había estallado inexplicablemente ante sus ojos le reafirmaba en la idea de que se había adentrado de un modo definitivo por los más tenebrosos senderos por los que hubiera avanzado jamás ser humano alguno.

Y Satanás guiaba sus pasos.

No era verdad.

Razonablemente no podía ser verdad, pero lo era.

Tenía plena conciencia de que el Maligno le iba empujando suavemente hacia la perdición definitiva, pero no conseguía reunir las fuerzas necesarias como para apartarse del camino.

Comenzaba a llover con cronométrica precisión cuando se quedó traspuesto, inmerso en pesadillas que no eran ni mucho menos tan agobiantes como la propia realidad, y las caprichosas nubes abandonaban ya las faldas del Pichincha, cuando sonaron unos intempestivos golpes en la puerta.

La abrió para enfrentarse al ascético rostro del guaquero que desde el mismo umbral le espetó sin más preámbulos:

— ¿Cuándo quiere partir?

— Cuanto antes.

— ¿Cree que está en condiciones de soportar el viaje?

— Nunca lo sabré si no lo pruebo.

El ecuatoriano, que había ido a tomar asiento en la única butaca de la estancia sin molestarse siquiera en pedir permiso, hizo un leve gesto hacia el valle que aparecia de nuevo completamente despejado.

— Puedo ordenar a mi gente que se reúna con nosotros cerca de Papallacta, pero tiene que ser sobre seguro porque no estoy dispuesto a arriesgarme a levantar sospechas sin una razón justificada.

— ¿Sospechas? — se sorprendió Bruno Guinea—. ¿A qué clase de sospechas se refiere?

— A que la mayoría de mis hombres están fichados, y si la policía descubre que los concentro en un punto muy concreto imaginarán que hemos descubierto alguna tumba importante en las proximidades y que nos proponemos saquearla. Y en ese caso puede jugarse el cuello a que los tendremos pegados al culo.

— ¿Y qué? No vamos a hacer nada malo.

— Aunque así sea. Me consta que hay varios policías hijos de puta que si me localizaran en las selvas del oriente me pegarían un tiro con el único fin de colgarse una medalla.

— ¡Me cuesta creerlo!

— Usted no los conoce… — insistió el otro en un tono que denotaba el más absoluto de los convencimientos—. Me dejarían seco, me colocarían un pequeño ídolo de oro en el bolsillo y jurarían que me habían agarrado con las manos en la masa.

— También podrían hacerlo aquí.

— ¿En Quito…? — se sorprendió el otro—. ¡De ninguna manera! Aquí, si te agarran con una máscara de oro de tres kilos no eres más que un traficante en obras de arte, que se expone a una multa y un año de cárcel. Pero en cuanto te adentras en la selva te conviertes en un saqueador; un despreciable bandido cuya vida no vale lo que la bala que se emplea en liquidarlo.

— Entiendo.

— Confío en que lo entienda en toda su amplitud y en todos sus matices para que tenga muy claro en qué se está metiendo y no me venga luego con beberías. Esto no es ningún juego de «guaguas».

— ¿Juego de qué?

— Juego de «guaguas».

— ¿Y eso qué significa?

— Juego de niños. Aquí un «guaguas» es un niño, ¿o es que aún no se había enterado?

— No — admitió su interlocutor un tanto confundido—. Tengo entendido que en Canarias una guagua es un autobús, pero nunca lo había oído refiriéndose a un niño.

— ¡Al fin y al cabo qué carajo importa! — exclamó impaciente el guaquero—. Lo que quiero es que tenga muy presente que éste no va a ser un paseo por el prado y que el peligro puede llegar de donde menos se espera.

— ¿Es que nunca se cansan de repetírmelo?

El otro se puso en pie dando por concluida la conversación al tiempo que exclamaba:

— Por lo que a mí respecta, punto en boca. Si me entrega veinte mil dólares de adelanto, pasado mañana al amanecer vendré a buscarle y que sea lo que Dios quiera. De lo contrario aquí se acaba la historia.

Partiendo desde la misma espalda del hotel Quito, una carretera asfaltada descendía serpenteando hasta el diminuto pueblo de Pifo, y luego, atravesando el hermosísimo valle, un viejo camino empedrado comenzaba a ascender muy suavemente hacia las altas cumbres andinas.

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