— ¿Realmente corro peligro?
— ¡Naturalmente! Y mucho a mi entender.
— ¿Y qué ocurrirá si muero?
El llamado Huasi dejó escapar una corta carcajada.
— Supongo que volará directamente al paraíso puesto que al haberlo hecho por una causa tan justa sin haber alcanzado un trato final conmigo en buena lógica deberá ser recompensado por ello… — Hizo una corta pausa—. O al menos eso espero.
— Pero ¿a usted no le conviene que muera?
— Desde luego que no, aunque resulta más que evidente que no rezaré por usted.
— Pero ¿tampoco hará nada por impedirlo? — quiso saber el Cantaclaro.
— ¿Y cómo podría impedirlo? — pareció sorprenderse el otro—. La Muerte presume de autónoma y caprichosa, y le juro que no tengo el más mínimo poder sobre sus decisiones, puesto que si lo tuviera intentaría que la gente dejara siempre este mundo en el momento en que a mí más me conviene: es decir, cuando cargan con el mayor número de pecados… — Lanzó un hondo resoplido, se interrumpió de improviso, y al poco musitó agitando una y otra vez la cabeza —: No. Me temo que, si por desgracia a la puñetera vieja hedionda se le ocurre la mala idea de cruzarse en su camino, todos mis desvelos habrán resultado inútiles y habré perdido el tiempo de una forma miserable.
— ¿O sea que la Muerte está en disposición de desbaratar los planes del mismísimo Demonio…?
— Como los de todo el mundo, puesto que sus decisiones son las únicas inapelables.
— ¿Ni siquiera por Dios?
— Ni siquiera por él, que a lo más que puede llegar es a retrasar unos años la sentencia, puesto que le aseguro que nunca ha existido un solo ser viviente que se haya convertido en inmortal.
— ¿Y Lucifer?
— ¿Yo? — se sorprendió su interlocutor—. Yo no soy lo que pudiera llamarse «un ser viviente» propiamente dicho. Yo soy alguien que habita en todos los seres vivientes aunque en la mayoría nunca llegue a manifestarse.
— ¿Quiere decir con eso que siempre estuvo en mí y fui yo quien le empujó a manifestarse?
— Piense lo que quiera, no he venido hasta el culo del mundo con la intención de discutir lo que para mí no son más que banalidades, sino para advertirle que ésta es su última oportunidad.
— Tanto insiste que llegaré a pensar que es lo que en verdad está deseando.
— En cierto modo… — admitió el anciano sin tapujos—. El que se arriesgue como lo hace, sabiendo que si triunfa se condena por toda una eternidad, me obliga a meditar sobre el hecho de que tal vez dicha condenación no espanta tanto como había imaginado, y eso me inquieta.
Bruno Guinea, que había tomado asiento en la escalinata sonrió convencido de que en verdad el ciego le estaba viendo, para acabar por agitar la cabeza negativamente.
— No tiene por qué inquietarse… — replicó—. La condenación eterna me aterroriza mucho más de lo que pueda imaginar, pero lo cierto es que no acabo de creer cuanto me está ocurriendo. Es como si de pronto hubiera aprendido a volar pero me negará a aceptarlo achacándolo a un mal sueño.
— Por desgracia no es un sueño.
— ¿Por desgracia para quién?
— Para usted, supongo.
— Supone mal. Voy haciéndome a la idea de qué es lo que puedo ganar y qué es lo que puedo perder, y comienzo a asumirlo.
— Es mucho lo que puede perder.
— Pero es mucho más lo que puedo ganar, porque hay algo de lo que sí puede estar seguro: cuando me esté martirizando allá abajo habrá algo que nunca podrá quitarme.
— ¿La satisfacción de saber que lo ha hecho por amor al prójimo…? — concluyó la frase con una irónica sonrisa el llamado Huasi.
— Usted lo ha dicho. El concepto que tenga de mí mismo me acompañará hasta el fin de los siglos, y conociéndole como empiezo a conocerle, creo estar en condición de asegurar que cambiaría su increíble poder por algo tan nimio como tener un buen concepto de sí mismo.
— ¡Tal vez!
— Tal vez, no… ¡Seguro! — insistió el Cantaclaro que de nuevo hacía honor a su apodo—. Todo, incluso su poder o su ilimitada capacidad de hacer el mal acaban por cansar. O por aburrir, como usted mismo dijo. Pero lo que yo siento ahora, o lo que sentiré si consigo acabar con esa maldita enfermedad, jamás me cansará ni acabará por aburrirme.
— ¿Está intentando provocarme? — masculló el llamado Huasi endureciendo el tono de voz—. No se deje engañar por las apariencias, puesto que bajo este envoltorio de anciano desvalido, se sigue ocultando el todopoderoso Satanás.
— No me dejo engañar por las apariencias… — fue la tranquila respuesta—. Pero hay algo que he aprendido muy bien en estos últimos tiempos: Satanás puede hacer que gente insospechada me llame por teléfono, e incluso trucar una ruleta, pero no es en absoluto todopoderoso, puesto que la Muerte no le obedece y un simple «no» le anula por completo… — Bruno Guinea sacó apenas la punta de la lengua y se la golpeó repetidas veces con el índice—. Y yo siempre tendré aquí, a mi disposición, ese «no» al que tanto le teme.
— No por mucho tiempo.
— ¿Qué quiere decir con eso?
— Que en cuanto averigьe cuál es ese animal consideraré que se ha cerrado nuestro trato, y a partir de ese instante ese «no» carecerá de valor. Me habré apoderado de su alma por todo el resto de la eternidad.
— ¡En absoluto! — fue la tranquila respuesta—. Ése no fue el trato.
Podría creerse que por los opacos ojos del ciego cruzaba un rayo de furia cuando su dueño inquirió impaciente:
— ¿Cómo que ése no fue el trato?
— ¡Como que no…! — Incluso el propio Cantaclaro parecía sorprenderse de su autocontrol en semejante momento y situación—. Se apoderará de mi alma a partir del momento de mi muerte, pero ni un minuto antes… — le apuntó directamente con el dedo sin importarle si podía verle o no al puntualizar en tono quisquilloso —: Hasta que una muerte, sobre lo que por lo que asegura no tiene el más mínimo control, no venga a llevarme, seguiré siendo dueño absoluto de mis actos, y mi alma seguirá siendo mía… ¡Ése fue el trato! ¿O no?
— Visto así, sí… — admitió el viejo.
— Es que es la única forma de verlo. Estoy de acuerdo en que desde el momento en que localice a ese animal no podré volverme atrás, pero usted estará de acuerdo conmigo en que tendrá que esperar para cobrar su premio. Hasta que el cáncer haya desaparecido de la faz de la Tierra, mi alma seguirá siendo mía.
— Se está volviendo un astuto negociador.
— Tengo el más experimentado de los maestros.
— Eso es muy cierto. Tal vez resulte divertido mantener largas discusiones más adelante. Allá abajo están todos tan acojonados que no se puede ni hablar con ellos. Hombres muy inteligentes y que fueron realmente grandes en vida, se han convertido ahora en tristes guiñapos balbuceantes… — De improviso los ojos cobraron vida, como si se hubieran desprendido del glauco velo que los ocultaba, y su dueño añadió sonriente —: Creo que resultará una divertida experiencia contar con un huésped que no esté allí por méritos propios y cuya conciencia continúe intacta.
— Pues a mí maldita la gracia que me hará.
El viejo Huasi dejó escapar una nueva carcajada.
— ¡Lo supongo! — exclamó—. Pero lo cierto es que jamás me ha importado lo que piensen o sientan los demás… — Hizo un gesto hacia el extremo de una de las embarradas calles—. Y ahora es mejor que se vaya — dijo—. La gente del pueblo está volviendo.
Bruno Guinea se volvió hacia el punto indicado y advirtió cómo, efectivamente, al poco hacían su aparición una treinta de hombres y mujeres al frente de Jos cuales se encontraba Galo Zambrano.
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