Se dirigió hacia él.
— ¿Dónde estaban? — quiso saber…
El otro hizo un indeterminado gesto hacia una montaña cercana.
— Allá arriba… — dijo—. Los lugareños han encontrado unos restos muy prometedores y estábamos analizándolos… Tal vez, cuando todo esto acabe, volvamos a investigar a fondo.
— ¿«Investigar a fondo» significa «saquear»?
— ¿Y a quién le importa…? — fue la respuesta—. Puede tener por seguro que ningún científico se molestará nunca en rebuscar en ese lugar. Existen cientos de yacimientos semejantes a todo lo largo y ancho del país, y nadie les hace ni puñetero caso. Si nosotros no los sacamos a la luz, seguirán donde están durante mil años más.
— ¿Y qué tiene eso de malo?
— ¿Y qué tiene de bueno? — replicó el guaquero con sorprendente rapidez—. Un tesoro bajo tierra es como una vaca sagrada de la India: no beneficia a nadie. Si lo encuentro me beneficiará a mí, y a quien lo compre, que podrá disfrutar de un hermoso objeto del que ahora tan sólo disfrutan los gusanos.
El Cantaclaro llegó a la conclusión de que no merecía la pena empantanarse en una inútil discusión que no conduciría más que a provocar una situación incómoda, puesto que resultaba evidente que si había aceptado viajar en compañía de salteadores de tumbas, carecía de fuerza moral para criticar sus métodos.
— ¡De acuerdo! — dijo limitándose a encogerse de hombros—. ¿Cuándo nos vamos?
— ¡Ya!
Habían alcanzado la puerta del «hotel», y lo primero que hizo el ecuatoriano fue entregarle una especie de esterilla de poco más de metro y medio de ancho y dos de largo fuertemente enrollada y atada con una correa que permitía colgarla a la espalda.
— ¡Cuídela! — ordenó secamente—. Si la pierde es hombre muerto.
— ¿Y eso?
— Ahora no tengo tiempo de explicárselo, pero recuerde que compartiremos con usted el agua, la comida y todo cuanto haga falta… ¡Todo menos esto!
— ¡Pues sí que estamos buenos…! — exclamó el Cantaclaro visiblemente confuso—. ¿Desde cuándo un puñado de cañas puede ser más importante que el agua o la comida…?
Su interlocutor se limitó a hacer un gesto hacia el extremo del pueblo al tiempo que replicaba:
— Desde el mismo momento en que nos internemos en esa selva.
Avanzaron a buen ritmo durante unas cuatro horas, siempre precedidos por media docena de lugareños que transportaban pesados bultos sujetándoselos a la frente por medio de anchas cintas, y a Bruno Guinea le admiró la rapidez y agilidad con que se movían por entre la espesura, con un paso tan vivo y saltarín que incluso le costaba trabajo imitar pese a no cargar más que con su ligera esterilla.
A medida que el sendero descendía serpenteando sinuosamente, los árboles ganaban altura hasta que al fin llegó un momento en el que el azul del cielo desapareció vencido por el verde de las lianas y las hojas, y no volvieron a verle hasta que alcanzaron el borde de un angosto barranco que parecía cortar en dos la Tierra como si el afilado y gigantesco machete de un cíclope se hubiera entretenido en abrirla al igual que se pudiera abrir, de un solo tajo, una sandía.
El fondo de la recta cicatriz permanecía en sombras a más de mil metros bajo ellos, tan cerrado por la espesa vegetación que nacía a uno y otro lado que resultaba imposible determinar si algún cauce de agua corría allá abajo en una u otra dirección.
De tanto en tanto, ululaba el viento, jugando a imitar voces humanas al rozar con los salientes de las rocas, y cuando al poco distinguieron en la distancia un frágil puente de tablas y cuerdas que se balanceaba como un poseso, al Cantaclaro ni tan siquiera le cruzó por la mente la idea de que alguien tuviera la más remota intención de atravesarlo.
Pero, para su desgracia, aquél era, al parecer, su punto de destino.
— ¡Aquí está! — fue lo primero que exclamó Galo Zambrano al detenerse justo a la entrada, con el altivo tono de quien se siente orgulloso de algo propio — «el Puente de la Espada», el último vestigio de civilización a las mismísimas puertas de la Caída del Infierno.
— ¿«Civilización»? — Se asombró con apenas un hilo de voz el aterrorizado Bruno Guinea—. ¿Se atreve a considerar esto una muestra de «civilización»?
— ¡Por supuesto…! Este puente es una auténtica obra de arte, y una clara prueba de la capacidad de sacrificio y el valor de una raza. Seis obreros desaparecieron allá abajo mientras se construía, pero desde entonces, y de eso hace ya más de cien años, tan sólo cinco viajeros se han despeñado. — Se encogió de hombros como si pretendiera evitar responsabilidades al puntualizar —: ¡Bueno! Cinco… que se sepa.
— ¡Hermoso consuelo!
— Y aún más hermoso si tiene en cuenta que las crónicas de la época aseguran que por este mismo barranco se precipitaron más de cuarenta componentes de la expedición de Orellana…
— No puede ni imaginar cuánto me anima…
— ¿Quiere saber por qué le llaman «el Puente de la Espada»?
Sin aguardar respuesta extrajo de su mochila unos viejos prismáticos, los enfocó hacia un punto al lado opuesto del talud, y al poco se los tendió a su acompañante.
— ¡Fíjese en aquello! — dijo—. A unos treinta metros por debajo del enganche del puente, junto al salien-, te de roca… ¿Qué es lo que ve?
El español tomó los prismáticos, buscó el lugar indicado, y al poco alzó el rostro un tanto sorprendido.
— Parece la empuñadura de una espada — admitió.
— Es la empuñadura de una espada toledana perteneciente a uno de los capitanes de Orellana. El pobre hombre resbaló cayendo al abismo, y su espada se incrustó de tal forma en una hendidura del muro, que nadie ha sido capaz de extraerla pese a que muchos lo han intentado. Cuenta la leyenda que el cadáver de su dueño permaneció varios meses colgando de ella.
— ¡Qué historia tan macabra!
— La espada ha quedado ahí como clara advertencia de que por ningún concepto se debe pasar de este lugar.
— Pero por lo visto haremos caso omiso de tal advertencia…
— Usted paga por eso.
— ¡Debo estar loco!
— Nunca lo he dudado… — Galo Zambrano hizo un gesto hacia el barranco para inquirir con una leve sonrisa —: ¿Se decide? Le recuerdo, una vez más, que aquí se acaba lo bueno.
— ¿«Bueno»? ¿Qué es lo que ha habido de bueno hasta el momento?
— Tampoco ha sido tan malo, digo yo. Apenas algo más que un pequeño paseo por la montaña — indicó con la barbilla hacia el otro lado—. Pero eso de ahí es muy distinto — añadió—. A partir del puente hay que echarle muchos cojones…
— ¿Y qué ocurrirá si no me atrevo a cruzar?
— Que habrá perdido su dinero. Uno de mis hombres le acompañará de regreso a Quito y yo me concentraré en averiguar qué ocultan las ruinas que me enseñaron esta mañana.
— Está deseando hacerlo, ¿no es cierto?
— Es posible…
— Para usted sería una jugada perfecta ya que habría organizado una expedición ilegal con el dinero de un gilipollas que se acojonó a las primeras de cambio.
— ¡Mejor aún! — le corrigió el otro evidentemente divertido—. Se trataría de una expedición ilegal financiada con el dinero de un casino, y eso siempre tiene algo de morboso, ¿no cree? — El ecuatoriano le golpeó afectuosamente en el hombro con un ademán impropio de un personaje por lo general tan respetuoso y circunspecto—. ¡Pero no se preocupe! — añadió—. Eso no va a ocurrir, porque estoy convencido de que atravesará ese puente.
— Yo no estoy tan seguro… — fue la respuesta—. ¡Observe cómo se balancea! ¿Quién coño puede soñar en pasar por ahí sin matarse?
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