Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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Buscó a su alrededor y no vio a nadie.

Ni personas, ni momias, ni árboles, ni hoguera, y por no ver no alcanzó a ver casi ni sus propias manos.

Tal como le ocurriera en sueños, pero ahora se sabía despierto, se había sumergido de improviso en un húmedo universo de algodón.

La niebla, la más espesa niebla que nadie hubiera sido nunca capaz de imaginar se había posado sobre la

Alta Amazonia como un gigantesco cisne blanco que extendiera sus alas de poniente a levante.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

No era miedo ni frío lo que experimentaba, sino una indescriptible sensación de irrealidad, puesto que últimamente le parecía estar viviendo una vida paralela de la que no consideraba protagonista, sino tan sólo testigo presencial sin derecho a voto.

El Bruno Guinea que permanecía allí sentado, poco o nada tenía que ver con el Bruno Guinea que se observaba a sí mismo desde lejos.

El desequilibrado dispuesto a pactar con Lucifer y que buscaba no sabía qué no sabía dónde, poco o nada tenía que ver con el equilibrado esposo cuyas únicas preocupaciones se limitaban a cumplir lo mejor que sabía con su trabajo.

Él no era él, y sin embargo seguía siéndolo.

En ocasiones le asaltaba la impresión de que se había convertido en la última víctima de la encefalía espongiforme, el tan traído y llevado «mal de las vacas locas» que al parecer convertía los cerebros en una especie de queso de gruyere con más sombras que luces, y más olvidos que recuerdos.

Desde el momento mismo en que el inquietante Damián Centeno le confesara que era el mismísimo Satanás en persona, su mente quedaba a ratos vacía, pero a ratos bullía con mil ideas que amenazaban con explotar como un gigantesco castillo de fuegos artificiales.

— Acojona, ¿no es cierto?

Giró el rostro hacia el punto en que había resonado el ronco vozarrón del gigantesco negro, que sorprendentemente se llamaba Rosario, que había tomado asiento a su lado, y del que apenas conseguía distinguir los contornos pese a que no se encontraba a más de un metro de distancia.

— Ya lo creo que acojona — replicó al poco—. Nunca vi nada igual.

— Ya lo he visto cientos de veces, pero aún no he conseguido acostumbrarme. Mi tierra es tierra de cristianos y estas cosas no ocurren.

— No es más que un fenómeno meteorológico. Simpies nubes.

— En Esmeraldas las nubes traen agua o traen sombra, y ambas son cosas que con aquel puto calor se agradecen. Pero aquí las nubes son como monstruos dotados de vida que van y vienen, suben y bajan y en cuanto te descuidas se apoderan de tu alma y te enloquecen arrojándote al abismo. — El llamado Rosario agitó una y otra vez su pesada cabeza pese a que tuviera la absoluta certeza, de que nadie podía verle—. ¡No! — insistió—. Aquí las nubes no son nubes, son una tremenda cabronada.

— Pero al menos ahuyentan a los mosquitos…

— señaló el Cantaclaro en un tono de voz que pretendía ser animoso—. Desde que ha hecho su aparición la niebla ya no me pican.

— ¡Si usted lo dice…! A mí jamás me han picado. Ni con niebla, ni sin ella.

— ¡Pues no sabe la suerte que tiene, porque a mí me martirizan! — le hizo notar su interlocutor—. Y confío en que ahuyente también a los murciélagos.

— ¡De eso nada! — fue la convencida respuesta—. Los muy hijos de la gran puta vuelan con la misma seguridad en la niebla que en las tinieblas. Al parecer al jodido radar que tienen en la orejas no le afectan la humedad ni los cortocircuitos.

— ¡Lástima!

— ¡Y que lo diga!

— ¿Le han atacado alguna vez?

— Alguna… Una noche, no lejos de aquí, me mordieron tres, y me dejaron tan «agьevoneado» que al día siguiente no tenía fuerzas ni para sacarme la picha. Me tuve que mear encima.

— ¿Y no notó nada?

— Ya le he dicho que me dejaron para los leones.

— Me refiero a cuando le mordieron. ¿No le despertaron?

— ¿Un vampiro? — se asombró el negro—. Tiene los dientes tan finos que ni te enteras. — El negro Rosario guardó unos instantes de silencio y por último añadió —: Que yo sepa nadie se ha despertado jamás en el momento en que le muerde un murciélago. Por eso son tan puñeteramente peligrosos.

— ¿Pretende hacerme creer que ahora mismo pueden estar por aquí, acechándonos y dispuestos a atacarnos?

— ¡Puede jugarse el cuello, amigo mío! — sentenció el esmeraldeño—. Puede jugarse el cuello. Están aquí y nos observan, pero tenga por seguro de que no se aproximarán hasta que nos hayamos dormido. Poseen una especie de sexto sentido que les avisa y no existe modo alguno de engañarles…

El día amaneció de un minuto al siguiente.

Y amaneció radiante.

Podría decirse que no existía en parte alguna un cielo tan refulgente como el de la Cordillera Real, y la tropa de Galo Zambrano se puso de inmediato en pie tan animada como si en lugar de haber pernoctado al aire libre y envueltos en una estera de cañas lo hubieran hecho en la cama de un hotel de cinco estrellas.

Los lugareños emprendieron muy de mañana el regreso a su mísera aldea mientras los guaqueros se ocupaban de seleccionar el material que llevarían consigo, dejando parte de las provisiones junto a la entrada del puente.

— ¿Y eso? — quiso saber de inmediato Bruno Guinea.

— ¿Y qué otra cosa podemos hacer? — fue la respuesta del ecuatoriano—. Los peones nunca quieren pasar de aquí, y no podemos cargar con todo. Cuando usted decida dónde nos vamos a quedar, mandaré a buscar el resto.

— ¿Y si lo roban?

— ¿Robar? — Se asombró el otro—. Aquí nadie roba nada, amigo mío. Entra dentro de lo posible que te maten, pero es muy improbable que te roben. Dejando a un lado el hecho de que resulta harto difícil que nadie más que nosotros cruce ese puente en los próximos quince años… ¿Qué tal se encuentra?

— ¡Hecho unos zorros…!

— Lo cierto es que tiene un aspecto de lo más cochambroso.

— Es que no he pegado un ojo en toda la noche. ¿No sería más lógico dormir en tiendas de campaña?

El guaquero comenzó a reír muy quedamente, pero su risa fue en aumento como si cuanto más meditara en lo que acababa de oír, más gracia le hiciera la en apariencia estúpida ocurrencia.

Al cabo de unos instantes, cuando consiguió calmarse ante la incómoda expresión de su acompañante, señaló:

— Por estos pagos no hay forma humana de cargar con una tienda de campaña, dejando a un lado de que de nada serviría, puesto que los murciélagos muerden atravesando la lona por gruesa que sea. Lo único que les detiene son estas cañas.

— No creo que consiga dormir jamás como un rollito de primavera — se lamentó el Cantaclaro—. Me produce claustrofobia.

— Pues vértigo y claustrofobia son los peores compañeros de viaje en este lugar y en este caso…

Como siempre, el ecuatoriano sabía muy bien de lo que hablaba puesto que apenas dos horas más tarde alcanzaron el borde de un precipicio del que resultaba imposible ver el fondo puesto que a unos seiscientos metros bajo ellos se extendía un mar de nubes que se perdía de vista en la distancia.

Tomó asiento, con los pies colgando sobre el abismo, y mientras pelaba con toda calma un plátano cuya piel lanzó al vacío, comentó con absoluta naturalidad:

— ¡Aquí la tiene…! La Caída del Infierno. El muro contra el que chocan todas las nubes de la cuenca amazónica y el espectáculo más grandioso que puede contemplarse en este mundo.

— Sí que lo es — se vio obligado a admitir el español.

— A nuestra espalda se alza el Roncador, que cuando se enfada hace que todo tiemble, a lo lejos aún se distingue la cima del Sangay y aquel de allá arriba es el Cayambe. Como puede comprobar, nos rodean nubes, selva, precipicios y volcanes… ¿Qué más se puede pedir?

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