Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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Se habían convertido en ciegos en el corazón del Mar Blanco, y en la mente de todos estaba el recuerdo de que por culpa de aquella niebla y aquellos abismos habían muerto cuatro mil de los hombres que acompañaban a Francisco de Orellana, ya que sabían por experiencia que espadas, lanzas, ballestas, cascos y corazas se oxidaban en el lecho de los riachuelos que corrían a cientos de metros más abajo como mudos testigos de que allí se había librado una de las más desconocidas y crueles batallas de la historia.

Recostado en el tronco de un árbol y tiritando de frío, Bruno Guinea entendió al fin, en toda su magnitud, la controvertida teoría de que la mayor hazaña que fueron capaces de realizar quinientos años atrás los conquistadores españoles, no se centró en el hecho de derrotar con mayor o menor grado de astucia a los ejér-

citos enemigos, por muy poderosos que éstos llegaran a ser, sino en domeñar a la más hostil de las naturalezas a que ningún ser humano se hubiera enfrentado con anterioridad.

Resultaba evidente que murieron más valientes abriendo caminos que abriendo cabezas.

Y que se derrochó más coraje avanzando paso a paso y en silencio, que lanzándose a la carga gritando a voz en cuello.

Debieron quedar muchos más cadáveres en el cauce de los oscuros ríos, que en los luminosos campos de batalla.

Durante aquellas largas horas de obligada inactividad, el Cantaclaro trató de imaginar qué clase de pensamientos cruzarían por la mente del tuerto Orellana cuando tanto tiempo atrás tuviera que permanecer de igual modo recostado contra un árbol, viendo morir a su gente y sin tener la más remota idea de dónde se encontraba y hacia dónde se dirigía.

Trató de imaginar de igual modo lo que significaría para quienes habían cruzado el océano en busca de rápidas victorias tener que permanecer durante más de un año en semejantes soledades, hambrientos y cubiertos de andrajos, por lo que llegó a la dolorosa conclusión de que los auténticos héroes no suelen ser aquellos de los que nos habla la historia, sino aquellos otros a los que por lo general la historia olvida.

Orellana perduraría, en efecto, en la memoria de unos pocos, e incluso un busto en su honor se alzaba en los jardines de un hotel quiteño, pero de casi cuatro mil de sus acompañantes nada más supo nadie, ni a nadie le importó que se apagaran en silencio tragados por la niebla.

Toda la noche llovió torrencialmente.

Y todo el amanecer.

Y la mañana entera.

A la niebla le sucedió una cortina de agua impenetrable, y en cuanto ésta cesó llegó de nuevo la niebla.

De la tierra ascendía un vaho denso, en cierto modo semejante al que se apodera de una sauna en los peores momentos, y por más que aguzara la vista a Bruno Guinea le resultaba imposible distinguir ni tan siquiera la punta de sus botas.

Cabría asegurar que se había quedado solo en mitad del universo, y únicamente la áspera tos del negro Rosario que resonaba de tanto en tanto a su derecha le mantenía en contacto con lo poco que debía subsistir de la especie humana.

Nadie hablaba.

A lo más que se podía aspirar era a maldecir en voz baja, o a inquirir airadamente cuánto tiempo más tendrían que esperar allí sentados.

La respuesta de Galo Zambrano era siempre la misma:

— La puerta está abierta. Márchate cuando quieras.

Ni una palabra más.

Pero ¿hacia dónde podrían dirigirse en mitad de una jungla cruzada por incontables precipicios?

Incluso el más ciego de los ciegos contaría con la ventaja de su experiencia en semejantes circunstancias, puesto que un ciego de nacimiento solía tener un oído y un sentido de la orientación que ninguno de aquellos seis desgraciados había conseguido desarrollar en tan corto espacio de tiempo.

El Cantaclaro evocó una vez más la extraña pesadilla en la que se veía inmerso en una montaña de algodón empapado del que surgían extrañas bestias que pretendían devorarle.

En cuestión de días había pasado a convertirse en dolorosa realidad.

Únicamente faltaban las bestias, aunque era más que probable que también se encontraran allí, aguardando el momento propicio.

Tal vez se tratara de una serpiente venenosa.

Tal vez de una anaconda que le devoraría en silencio.

Tal vez de un jaguar que le arrancaría el corazón de un certero zarpazo.

Tal vez de un murciélago vampiro que le inocularía la rabia.

Siendo aún un niño había visto a un perro morir de rabia, y se esforzó por regresar a sus tiempos de estudiante e intentar recordar cuánto sabía sobre los primeros síntomas de tan cruel enfermedad.

Resultó inútil puesto que tenía el cerebro tan reblandecido, húmedo y en blanco como el espeso manto de nubes que les envolvía por completo.

Agradeció la llegada de la lluvia, puesto que cuando no llovía el silencio se transformaba en un amenazante compañero.

Transcurrió un nuevo día.

Y una noche.

— ¡Volvamos! — dijo alguien.

— ¿Cómo?

— Volviendo.

— ¿Cruzando por la región de las japutas?

— Tal vez allí no haya niebla.

— Si ha llegado hasta aquí, también habrá llegado hasta allí.

— ¿Cómo podríamos saberlo?

— Avanzando a ciegas hasta que una de ellas nos muerda los cojones, aunque por lo general las serpientes no acostumbran a asomar la cabeza fuera de sus nidos cuando hay niebla.

— ¿Y eso por qué?

— Porque al parecer son bichos de sangre fría que necesitan calentarse al sol, pero yo no tengo la menor intención de ser el primero en ir a comprobarlo jugándome los huevos… — Se hizo una larga pausa y al final se escuchó irónica una pregunta —: ¿A quién le apetece ir por delante?

— ¡Dios misericordioso!

Bruno Guinea estuvo tentado de confesar a los allí presentes que no era cosa de Dios sino de un diabólico ser que se complacía en mantenerle muy quieto y con tiempo más que sobrado para reflexionar sobre lo que estaba sucediendo, y sobre lo cerca que se encontraba de dar el definitivo paso hacia una eterna condenación, pero se abstuvo de hacerlo.

Habían llegado al lugar indicado, la auténtica Caída al Infierno por no decir el infierno mismo, y quizá aquella desesperante inmovilidad, aquella desolación, y aquellos larguísimos períodos de dolorosos silencios, constituían la esencia del castigo que habría de sufrir durante los próximos mil años.

El Cantaclaro jamás había tenido necesidad de plantearse con anterioridad en qué consistían exactamente las torturas a que supuestamente se sometía a un condenado en cuanto pisaba las bóvedas del Averno, puesto que jamás había aceptado, ni remotamente, que pudiera existir tal Averno.

Pero ahora, recostado contra aquel chorreante árbol, «alguien» le estaba ofreciendo la oportunidad a su imaginación de volar tan lejos como quisiera.

Tal vez porque Satanás sabía muy bien que la imaginación hace sufrir a un ser humano de un modo mucho más intenso e insoportable de lo que físicamente puede llegar a sufrir.

Al igual que la imaginación vuela más aprisa que la luz, viaja más allá de los confines del universo, o crea utopías de todo punto irrealizables, es capaz de fabricar monstruos que hielan la sangre.

¿Quién en este mundo se había planteado seriamente en qué consiste la eterna condenación y qué se ocultaba detrás del «fuego eterno»?

¿O de la «eterna oscuridad»?

¿Y por qué no del «frío eterno»?

¿O el «eterno resplandor» que aturde y lacera la retina?

¿Qué decir del absoluto silencio en contrapartida a los «aullidos de desesperación y el crujir de dientes»?

Para Bruno Guinea todo ello continuaría siendo un absurdo a no ser por la incuestionable evidencia de que el Maligno se había cruzado una tarde en su camino.

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