Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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Era como si de improviso tuviera que plantearse el futuro desde el punto de vista de haberse convertido inesperadamente en mujer, o en cualquier otro tipo de ser humano que muy poco tuviera que ver con su anterior forma de entender la existencia.

Llegó a la conclusión de que le hubiera resultado mucho más sencillo pasar de la noche a la mañana, de ser blanco a ser negro, que de ser agnóstico a tener que aceptar que efectivamente existían un cielo, y un infierno del que al parecer pretendían que muy pronto entrara a formar parte.

¿Qué podía pasar por la mente de un ciego de nacimiento que de improviso abriera los ojos para descubrir todas las formas y colores del universo?

Le vinieron a la mente las palabras de un enfermo terminal que una noche le aferró la mano para susurrar muy quedamente:

— La muerte siempre está demasiado lejos, hasta que está ya demasiado cerca.

Se había acostumbrado a vivir en continuo contacto con la muerte, pero el tipo de muerte que acechaba entre los jirones de niebla de aquel bosque en nada se parecía a la que solía rondar de amanecida por el tétrico Corredor de las Lágrimas.

Y probablemente se debía a que era esta una muerte que se encontraba a su modo de ver demasiado cerca.

La presentía aleteando a su alrededor, esperando paciente a que cerrara los ojos y bajara la guardia, confiada y segura de sí misma, con esa confianza que infundía el hecho indiscutible de haber vencido siempre en todas las batallas.

«Ven muerte tan escondida que no te sienta venir, porque el placer de morir no me vuelva a dar la vida.»

Jamás había compartido los sentimientos que al parecer Teresa de Jesús pretendía expresar en aquella frase.

Estaba de acuerdo en que llegara escondida, pero no con el hecho de que morir pudiera considerarse un placer, por muy convencida que la Santa de Ávila estuviera de que acudía a reunirse con su Creador,

Si ese Creador había querido que fuese un ser humano, lo lógico hubiera sido que tan cerca de él se sintiera como ser humano, antes que como ser espiritual.

¿Deliraba?

Sin duda alguna deliraba puesto que el lugar, el momento y las circunstancias invitaban a ello, y no conseguía evitar que su mente vagara descontroladamente como la espesa niebla que a ratos se apelmazaba en torno a una rama, y a ratos se deshilacliaba obligando a abrigar la falsa esperanza de que muy pronto acabaría por desaparecer.

Le venció el sueño.

Y le despertó una mano que le zarandeaba el hombro.

— ¡Eh, amigo…! ¡En marcha! Abrió los ojos para enfrentarse a la amplia sonrisa del negro Rosario que exclamó alborozado:

— ¡Al fin ha salido el puto sol!

Se dispuso a ponerse en pie pero se quedó muy quieto al advertir que la expresión del esmeraldeño cambiaba al observarse la palma de la mano:

— ¡Carajo…! — exclamó—. ¿Y esto?

Se la mostró enrojecida.

— ¡Jefe…! — exclamó al instante—. Al español le han mordido.

Bruno Guinea se volvió apenas, miró de reojo y palideció al advertir que por su hombro izquierdo se deslizaba un pequeño hilo de sangre.

— ¡Que Dios me ampare!

Galo Zambrano acudió de inmediato para arrodillarse y examinarle muy de cerca el lóbulo de la oreja.

— Es cierto… — admitió sin inmutarse apenas—. Aquí están las marcas de los colmillos.

— ¡Pero no he notado nada!

— ¡Naturalmente! Esos cabrones son muy listos; esperan a que su víctima se haya dormido, y al clavar los dientes inyectan un anestésico que al propio tiempo licua la sangre para poder absorberla con más facilidad. Por suerte no ha sido mucha… — añadió—. No creo que pase de medio litro. Coma algo, beba mucho y olvídese del tema.

— ¿Y la rabia?

— Al primer síntoma le pego un tiro y se acabó el problema.

— ¡No lo dirá en serio!

— Completamente. En donde nos encontramos la rabia no tiene cura y significa un peligro para todos… — El guaquero sonrió como un conejo al añadir —: Y créame si le aseguro que pegándole un tiro estaría haciéndole un favor.

El cholo Arcadio, que se había aproximado, agarró con fuerza la oreja del herido, la apretó casi hasta hacerle daño, estudió luego con especial detenimiento la diminuta costra que se le había quedado pegada a la yema de su dedo y por último sentenció muy serio:

— No tiene por qué preocuparse. Ha tenido suerte. Ese bicho no le ha inoculado ningún tipo de enfermedad.

— ¿Cómo lo sabe?

— Porque se trata de la mordedura típica del Señor de las Tinieblas, un murciélago muy pequeño y muy raro, pero que se caracteriza porque jamás transmite enfermedades.

— Y eso, ¿a qué se debe?

— ¿Y a mí qué me pregunta? Sólo sé lo que sé; lo que me contó mi padre y a mi padre se lo contó a su vez mi abuelo… El Señor de las Tinieblas es apenas mayor que un colibrí, habita en las cuevas más profundas de la zona más inaccesible de la Caída del Infierno, vive muchísimos años, y rara vez se deja ver. — Sonrió ampliamente—. Pero no se tiene noticias de un solo caso en que haya transmitido enfermedades.

El Cantaclaro permaneció un largo rato inmóvil, con la vista clavada en el rostro del cholo pero con el pensamiento muy lejos de allí, y al fin, como si le costara un enorme esfuerzo murmuró:

— Eso es lo que vengo buscando.

— ¿Cómo ha dicho?

— Que ése es, sin lugar a dudas, el animal que vengo buscando.

— ¿El Señor de las Tinieblas?

Asintió convencido.

— Un mamífero que se alimenta de sangre y que puede morder a un animal enfermo pero que no transmite la enfermedad, tiene que haber desarrollado sin duda una desconocida forma de autoprotección…

— ¿Y eso qué quiere decir? — inquirió un confundido Galo Zambrano.

— Que analizándolo se puede llegar a descubrir las características que le inmunizan.

— ¡Cinco mil dólares!

— Por cada uno que atrapemos vivo… — Bruno Guinea alzó el dedo en muda advertencia—. ¡Pero no intente engañarme…! Tienen que ser auténticos Señores de las Tinieblas. Los demás no me sirven.

Galo Zambrano extendió la mano en un ademán a todas luces tranquilizador.

— ¡No se preocupe! — dijo—. Por cinco mil dólares le traigo al Señor de las Tinieblas, a su padre, su abuelo, e incluso al fundador de la dinastía. Le juro por mis muertos que serán auténticos. ¿Los quiere machos o hembras?

— Cinco machos y cinco hembras serían perfectos.

— ¡De acuerdo! Sólo existe un problema.

— ¿Y es?

— Usted… — El guaquero sonrió maliciosamente al puntualizar —: Nosotros estamos acostumbrados a movernos por estas selvas, y sabemos cómo subir y bajar por los acantilados sin rompernos la crisma, pero si tenemos que cargar con un señorito de ciudad que además tiene vértigo, y perdone el atrevimiento, andaremos bastante jodidos…

— En eso estoy totalmente de acuerdo… — admitió de inmediato el Cantaclaro—. Ya me he dado cuenta de que aquí no soy más que un estorbo. ¿Qué es lo que propone?

— Que nos espere junto al puente, allí donde dejamos el grueso de las provisiones. Le arreglaremos una chabolita para que se sienta a salvo de los murciélagos, y se quedará tranquilito, leyendo un libro, hasta que regresemos con esos diez asquerosos chupasangre.

— No he traído ningún libro.

— Le puedo prestar «Yo, Claudio». ¿Lo ha leído?

— No.

— Es bueno. ¡Muy bueno! Yo diría que incluso apasionante.

«Yo, Claudio» era en verdad un libro muy bueno, «incluso apasionante», pese a lo cual Bruno Guinea raramente consiguió sumergirse por completo en su compleja trama, teniendo como tenía la mente puesta en otra parte.

Sentado durante largas horas a la puerta de un improvisado chamizo construido a base de ramas y cañas fuertemente entrelazadas, intentaba una y otra vez concentrarse en las intrigas palaciegas del astuto emperador y su promiscua esposa, pero una y otra vez su imaginación volaba lejos del libro e incluso del paisaje circundante, agobiado por la evidencia de que ya había dado el paso definitivo, y había caído por tanto en manos del Demonio.

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