Alberto Vázquez-Figueroa - El señor de las tinieblas

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¿Qué harías si el diablo te ofreciera un pacto: tu alma a cambio de la terapia milagrosa que curase definitivamente el cáncer?… En el laboratorio de un médido e investigador se presenta un periodista que consigue eliminar las células cancerígenas en un santiamén y curar a un paciente moribundo en un momento. A continuación añade que le entregará el secreto a cambio de su alma, pero no se lo pondrá nada fácil… Un novela tan sorprendente como divertida.

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— Creo que no le entiendo… — replicó en un arranque de sinceridad Bruno Guinea—. ¡Es más…! Estoy seguro de que no entiendo nada en absoluto. ¿Cómo es posible que la más pura esencia del Mal, y al que es de suponer que por algo llaman el Maligno, abrigue algún tipo de dudas sobre lo que está bien o está mal?

— Porque a lo largo del devenir de la historia he descubierto que el bien y el mal se encuentran interconectados hasta el punto de que llega un momento en que no tengo muy claro si me conviene más inclinarme de un lado o del otro.

— Sigo sin entenderlo.

— Le daré un ejemplo bastante pedestre… — musitó el cholo Ollanta, o lo que quedaba de él, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Imagínese por un momento que yo, como esencia del mal, hubiera alentado a aquel bárbaro de Drakul para que continuara empalando a infelices hasta que entre sus víctimas se encontrara un bisabuelo de Adolf Hitler. Lógicamente, en ese caso éste nunca hubiera nacido, con lo que se habría evitado a la humanidad un mal infinitamente mayor. E imagínese de igual modo que «el Espíritu del Bien» impulsara a un transeúnte a lanzarse al río a salvar a una pobre muchacha que se estaba ahogando. Y esa muchacha acabara convirtiéndose en la madre de Hitler…

— No me vale el ejemplo… — protestó de inmediato el Cantaclaro—. Nadie puede predecir qué es…

— ¡Yo sí debería poder…! — fue la rápida respuesta—. Si, como se asegura, la eterna confrontación entre el Bien y el Mal está equilibrada, lo justo sería que yo también conociese el futuro, pero no es así, y por lo tanto lucho siempre en inferioridad de condiciones.

— Pues resulta evidente que está consiguiendo notables victorias.

— Con gran esfuerzo y gracias a la desidia de mis enemigos que lo tienen todo en sus manos para conseguir un mundo perfecto pero permiten que se convierta en lo que es.

— ¡Extraña conversación! — no pudo por menos que reconocer Bruno Guinea—. Extraña y reveladora, sobre todo teniendo en cuenta que la estoy manteniendo con un difunto, pero lo que no me ha aclarado es a qué lugar van a parar las almas de esos locos que por lo visto no tienen cabida en el infierno, y supongo que mucho menos en el cielo.

— Mueren.

— ¿Cómo ha dicho?

— He dicho que mueren.

— ¡Pero eso no es posible! Se supone que todas las almas son inmortales.

— Ésas no. Son un error de la naturaleza y constituyen un peligro puesto que incluso como almas resultan incontrolables. Visto que no se les puede castigar, y mucho menos premiar, se las obliga a volatilizarse.

— ¡A mí todo esto acabará por volverme loco! — fue la sentida protesta—. En menos de un mes, todos los esquemas que tenía del mundo han saltado por los aires… — Un chasquido de los dedos evidenció gráficamente lo que pretendía decir—. Se han «volatilizado» y empiezo a temer que mi cerebro no está capacitado para asimilar conceptos tan distintos.

— No se preocupe… — le tranquilizó el Maligno—. Lo está. Si algo he aprendido a través de los milenios, es a admirar la prodigiosa complejidad del cerebro humano y su portentosa capacidad para adaptarse a cualquier cambio. Ésa sí que es una verdadera obra de arte, y por ello siempre he estado en contra de quienes la menosprecian y pretenden encorsetarla.

— ¿Pretende asegurar con eso que «la otra parte» la menosprecia?

— ¡No le quepa la menor duda! Si no fuera por mí, que incito a los humanos a hacer el mal, en poco se diferenciarían de una vaca o una oveja.

— Los lobos hacen el mal.

— ¡Se equivoca! Actúan únicamente por instinto. Matan porque necesitan comer, no por maldad. Sin embargo yo puedo conseguir que los hombres hagan cosas verdaderamente terribles por el simple placer de hacerlas.

— ¿Y eso le enorgullece?

— Es mi obligación.

— Eso significa que alguien «encorsetó» su cerebro encaminándolo en una única dirección.

— ¿Y acaso imagina que no lo sé…? ¿Y que no me rebelo contra ello?

— Quizá la mejor manera de rebelarse sería hacer algo totalmente diferente; algo opuesto a aquello para lo que siempre ha estado programado.

— ¿Como qué?

— Como el bien. La máxima rebelión posible en el Maligno se concretaría, a mi modo de ver, en procurarle a la especie humana el mayor bien que en estos momentos pudiera desear.

— ¿El fin del cáncer…?

— ¿Por qué no?

— ¿E imagina que ésas son mis auténticas razones?

— Me gustaría imaginarlo. Si lleva milenios comportándose de una forma que le ha llevado siempre al mismo punto, la auténtica «rebelión» se concretaría en actuar de forma totalmente diferente.

— No cabe duda de que sería en verdad magnífico, pero por desgracia es algo que está en contra de mi naturaleza… — El cholo Ollanta se puso en pie y lanzó un profundo suspiro con el que pretendía demostrar su cansancio o su hastío—. Tal vez algún día, dentro de muchos miles de años, consideren que he pagado mis culpas y me permitan cambiar, pero de momento no lo veo posible…

Dio media vuelta y se alejó arrastrando los pies y casi tambaleándose para perderse de vista entre la bruma que empezaba a adueñarse una vez más del paisaje.

Transcurrieron otros dos días de soledad, niebla y disentería.

Dos días más para recapacitar sobre cuanto estaba ocurriendo, y sobre cómo la cruel e inevitable trampa se iba cerrando en torno suyo, puesto que Bruno Guinea se veía obligado a admitir que la apreciación del difunto Ollanta había sido acertada, ya que se sentía incapaz de guardar eternamente un secreto que sin duda significaría la salvación para millones de enfermos desahuciados.

Le constaba que acababa de dejar atrás el punto sin retorno, y que de ahora en adelante su vida se deslizaría vertiginosamente por un agridulce tobogán, en el que la innegable satisfacción que experimentaría al comprender que estaba haciendo tanto bien a tantos infelices, iría unida indefectiblemente a la amargura de saber que personalmente se enfrentaba al peor de los destinos.

Le vino a la mente una inscripción que leyera durante su viaje de novios sobre la puerta de la Prisión de los Plomos en Venecia: CONCLUYE AQUÍ TODA ESPERANZA.

Si por aquel entonces se le antojó lo más terrible que nadie había escrito nunca, ahora cabía considerarlo casi como una broma, puesto resultaba evidente que a cuantos reos encerraron durante siglos en aquel temible presidio les quedaba una remota posibilidad de sobrevivir, o en el peor de los casos la posibilidad de alcanzar el perdón en la otra vida, mientras que a él, ni ésta, ni la otra vida, le ofrecían ya esperanza alguna.

Por si tamaño pesar interior no bastara para amargarle por completo la existencia, unas incontenibles y dolorosas diarreas le estaban colocando al límite de sus escasas fuerzas.

El Cantaclaro había sido siempre un hombre de ciudad, incapaz incluso de beber el agua que salía directamente del grifo, y abandonado a su suerte como le habían dejado en un remoto rincón de la Alta Amazonia, se sentía tan vulnerable como un perro perdido en mitad de una autopista.

Los mosquitos le asediaban, los murciélagos le aterrorizaban, y a cada instante temía que una de aquellas letales japutas surgiera de entre la espesura y le enviara, en cuestión de minutos, a hacer compañía al infeliz Ollanta.

¿Valía la pena sacrificarse de aquel modo?

Una y otra vez rechazó hacerse a sí mismo semejante demanda, no porque se sintiera incapaz de encontrar respuesta, sino porque abrigaba la absoluta convicción de que se trataba ya de una pregunta inútil.

La suerte estaba echada.

Había cruzado el Rubicón.

La batalla estaba ganada y perdida al propio tiempo.

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