Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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— Es de historia… — musitó el otro —. Historia antigua… Y aventuras…

— ¿Verdad o mentira…?

— No lo sé muy bien… Creo que nadie lo sabe.

— Me gusta la historia… — afirmó Oberlus mientras depositaba el libro en el fondo de un arcón que iba llenando con cuanto le interesaba —. Me gustan todos los libros… excepto la Biblia… ¡Vaya! — exclamó luego entusiasmado por su descubrimiento —. ¡Hermoso catalejo…! El mejor que he visto nunca… Me ayudará a vigilar a mi gente…

Guardó silencio de pronto, como si le cansara una cháchara a la que no estaba acostumbrado, o se viera asaltado por una súbita prisa, preocupado porque alguien pudiera despertarse en los sollados. Permaneció muy quieto, escuchando, y le tranquilizó el hecho de que no se percibiera más que el crujir acompasado del navío y el rumor del agua bajo la popa.

Luego, cargó al hombro el pesado baúl y lo llevó hasta el bote donde lo depositó con sumo cuidado. Regresó, obligó al capitán a tumbarse en el suelo, y se apoderó del colchón de lana, ancho y pesado. Al enrollarlo, su mirada reparó en una trampilla de madera asegurada con un candado al fondo de la litera.

Buscó en el cuello de su cautivo y le arrancó la llave. Como imaginaba, la trampilla ocultaba una caja metálica más que mediada de doblones y monedas francesas y holandesas. Trasladó caja y colchón a la ballenera y regresó una vez más, para tomar con sumo cuidado la lamparilla de aceite y aplicarla con extrema delicadeza a las cortinas, la ropa y las sábanas que habían quedado desparramadas por el suelo. El capitán le vio hacer con los ojos desorbitados por el terror:

— ¿Es que vas a incendiar mi barco…? — sollozó —. ¿Estás loco…?

— Eres muy astuto… — replicó burlón l a Iguana con absoluta calma —. Pronto, del María Alejandra no quedará más que el recuerdo de que fue el barco del capitán que me mandó azotar.

— ¡Pero hay cuarenta hombres abajo…!

— Hoy no reirán… — aseguró convencido —. Y lo único que me apena, es que nunca sabrán quién los mandó al infierno. ¡Vamos…! — le ordenó ayudándole a erguirse —. Quiero que veas desde tierra cómo se hunde tu barco

Le empujó hacia cubierta, anonadado como iba, casi idiotizado, mientras las llamas comenzaban a tomar cuerpo en la vieja estructura de madera, y el humo se apoderaba del interior del camarote.

A trompicones le hizo descender hasta la falúa, cortó las amarras de un seco machetazo, y tomó los remos alejándose sin prisas del buque que iba convirtiéndose en una auténtica antorcha flotante.

Al poco, comenzaron a escucharse los gritos de los hombres encerrados bajo cubierta que clamaban por escapar de la trampa de fuego, golpeando inútilmente las escotillas sobre sus cabezas.

Las llamas abandonaron pronto la camareta del capitán propagándose velozmente a los cabos y al velamen, y el aceite de ballena que empapaba los mamparos y parte de la cubierta hizo que el barco se transformara en cuestión de minutos en una especie de gigantesco castillo de fuegos de artificio. Estallaban maderos, la botabara del palo de mesana cayó con estrépito, y por escalas y escotas trepaban las llamas alumbrando la noche.

Las focas se lanzaron al agua, asustadas, evocando sin duda la erupción volcánica, millones de peces acudieron casi hasta la superficie atraídos por la intensa luz, y el viejo capitán lloró inconteniblemente sin tratar de ocultarlo, viendo, impotente, cómo su nave se perdía para siempre y su tripulación perecía en la más espantosa de las muertes.

— ¡Monstruo maldito…! — gritó una y otra vez —. ¡Monstruo maldito…! — y se diría que no era capaz de recordar ninguna otra palabra, como si su mente se hubiera nublado, anonadado por la impresión que le producía el espectáculo que estaba presenciando.

Oberlus, por su parte, remaba pausadamente, relajado, satisfecho de sí mismo y de la conclusión de su venganza, con el aire indolente de quien disfruta de un paseo en barca por la laguna de un parque público disfrutando de una exhibición pirotécnica.

Dentro de la nave, algunos hombres, semiasfixiados ya, golpeaban desesperadamente las cuadernas más altas en un enloquecido intento de encontrar una salida, pero el María Alejandra era un viejo ballenero construido a conciencia, acostumbrado desde siempre a resistir los embates de una mar gruesa. El filo del hacha más pesada apenas había hecho su aparición a unos cuantos centímetros por encima de la línea de flotación, cuando ya el hombre que la manejaba la dejó caer, perdidas las fuerzas y el conocimiento por el humo que se filtraba por todos los resquicios de cubierta.

Los cuarenta hombres habían perecido, asfixiados, mucho antes de que el armazón de la nave comenzara a dar señales de que tenía la intención de quebrarse.

El bote varó en tierra. Oberlus empujó al capitán hasta sentarlo en la arena, patético o ridículo envuelto en su sucio camisón blanco, lloroso y temblando de miedo y tristeza, y juntos aguardaron, en silencio, a que, convertido en una única llama alucinante, el María Alejandra fuera tragado por las aguas chisporroteando crujiendo y lamentándose, antes de perderse, para siempre, en las profundidades.

En el aire flotaron pavesas, y un fétido olor a grasa de ballena y carne chamuscada comenzó a extenderse sobre las aguas, para alcanzar, por último, hasta el más apartado rincón del solitario islote.

Con el amanecer, algunas tablas, el palo mayor, dos cadáveres calcinados, y media docena de barriles vacíos que arrastraba mar afuera la corriente, era cuanto quedaba de lo que había sido un altivo y valiente ballenero.

Dominique estaba muerto.

Tal vez asfixiado por la mordaza; tal vez de miedo; tal vez de pena. Nadie sabría nunca la razón, pero lo cierto fue que en el momento de abrir la cueva y penetrar a desatarle, la Iguana se encontró con que le estaba mirando con los ojos muy abiertos y casi fuera de las órbitas.

Le observó unos instantes, contrariado, y optó por dejarle donde estaba, cubriendo nuevamente de rocas la improvisada tumba, molesto tan sólo por el hecho de que ya no tendría a quien consultar sus dudas cuando no supiera captar el significado de una palabra o el pasaje de algún libro.

Fue esa muerte, probablemente, la que salvó momentáneamente la vida al capitán del Marta Alejandra , que había quedado maniatado al borde del agua, pues aunque Oberlus presumía que el anciano no le sería de mucha utilidad a la hora de trabajar y se había convertido en un molesto testigo de su múltiple crimen, constituía, no obstante, la única persona de un cierto nivel cultural a quien acudir con sus preguntas en caso de necesidad.

Sebastián Mendoza no era más que un pobre marinero, tan ignorante como pudiera serlo el mismo Oberlus, y del noruego nada cabía esperar, pues en todo lo largo del tiempo que había pasado ya en la isla, apenas había sido capaz de aprender un par de decenas de palabras en español, y se diría que, con el paso de los días, su estupidez aumentaba.

El botín que había recuperado del María Alejandra , ropas, libros, armas, el colchón, y, sobre todo, el espléndido catalejo del capitán, contribuyeron de forma muy importante a hacer más fácil y agradable la vida de Oberlus en el islote de Hood, ya que a partir de aquel momento tomó la costumbre de sentarse durante largas horas en lo alto de su roca predilecta del acantilado, dedicado a la lectura, y a vigilar de lejos a sus súbditos en sus andanzas por la parte baja de la isla.

No necesitaba ya ocultarse entre las piedras o en los bosquecillos de cactus o matojos para estar siempre al tanto de lo que hacía su gente, y aprendió más tarde que aquel gran ojo mágico le descubría también un nuevo y vasto universo al permitirle estudiar de cerca el vuelo de las aves o su comportamiento en tierra, así como los juegos amorosos y las luchas intestinas de las familias de focas que poblaban el litoral.

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