Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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Bajarían a la luz del día y todos juntos, protegiéndose los unos a los otros, para acosarle por la isla persiguiéndole con la intención de volver a castigarle.

Eran los mismos; con el mismo capitán y el mismo negro v el mismo contramaestre diminuto que manejaba el látigo con diabólica pericia; los mismos que le abandonaron inconsciente en una playa de un islote solitario, malherido y desangrado, vejado en su orgullo y despojado de cuanto poseía de valor.

Eran ellos, y además se permitían la insolencia de mofarse de él haciendo escarnio de sus ansias de venganza, por el sencillo procedimiento de dejarle aguardando en tierra como a un imbécil mientras se retiraban, tranquilamente, a dormir.

Imaginaba sus comentarios de aquellos momentos en el sollado de la marinería, excitados ante la idea de disfrutar de un día diferente; un día que nada tendría en común con aquellos otros — monótonos hasta la desesperación — a que estaban acostumbrados desde siempre.

Saltar a tierra, cazar iguanas y tortugas, almorzar carne fresca, bañarse en la playa, pescar entre las rocas y divertirse a costa de un monstruo contrahecho, odioso y abominable, no era programa habitual en la vida de un ballenero, resignado, desde siempre, a no disponer de otra distracción que la que proporcionaba el mar al pasar bajo la quilla o las nubes al cruzar sobre las velas.

Y él, Oberlus, «Rey de Hood» y señor de cuanto alcanzaba la vista en todas direcciones, era la víctima elegida por aquella manada de sucios escrofulosos, ignorantes sin duda de que — desde el día en que le apalearon — muchas cosas importantes habían sucedido en aquella isla.

Y muchas más tenían que suceder.

Dejó transcurrir las horas, quieto como una roca más entre las rocas, con los ojos fijos, como hipnotizado, en las luces del María Alejandra que parecían recordarle machaconamente que seguían allí, aguardando impacientes la llegada del alba, la hora en que tañera la campana anunciando el comienzo de un día de cacería humana.

Su odio creció a solas, alimentándose de sí mismo y de sus elucubraciones a medida que las estrellas avanzaban a lo largo de un cielo sin luna, y hubo un momento en que estuvo a punto de estallar y gritarles en la noche, escupiéndoles su rabia, pero no lo hizo y permaneció muy quieto, rumiando sordamente sus ansias de venganza.

Cuando al fin se puso en pie, había tomado una decisión. Dejó a un lado las armas conservando tan sólo su largo y afilado machete, el mismo que decapitara al francés, y se deslizó en silencio para penetrar en las aguas de la tranquila ensenada con la suavidad de una iguana marina.

Nadó despacio, sin levantar espuma, olvidado de los tiburones de barlovento y sus esporádicas visitas a la bahía, sabedor de que allí, en las Galápagos, era tal la proliferación de vida en las aguas, que ningún tiburón se molestaría en prestar atención a una presa excesivamente grande.

No era un gran nadador, pero tampoco era mucha la distancia, y al llegar no se sentía cansado, sino tan sólo excitado cuando se aferró a la borda del bote auxiliar.

Aguardó, buscando desde el agua, con los ojos hechos ya a las tinieblas, la presencia de un centinela que, como suponía, dormitaba en proa, ajeno por completo al peligro, seguro de sí mismo y de un barco firmemente anclado en el centro de una pacífica bahía solitaria en el corazón del más pacífico y solitario de los océanos.

L a Iguana se alzó a pulso hasta la lancha, aguardó allí otro instante, y trepó después a cubierta con la agilidad propia de quien ha pasado la mayor parte de su vida a bordo de un navío semejante, permaneciendo después agazapado hasta abrigar la absoluta certeza de que el hombre de proa no había captado ni uno solo de sus movimientos.

Fue hasta él paso a paso, con la paciencia de los galápagos gigantes que jamás alzaban una pata sin tener las otras tres firmemente asentadas en tierra, esgrimiendo el machete y con los ojos muy abiertos y el oído atento, sintiendo bajo sus pies y por primera vez en mucho tiempo el familiar contacto de la madera de una cubierta, a través de la cual le parecía percibir hasta el último latido de la vida del buque.

Y aquel buque dormía. Dormía al igual que el centinela, que murió entre sueños, limpiamente degollado por la afilada hoja que le cercenó la garganta de oreja a oreja, para que su cuerpo permaneciera en idéntica postura, tal vez, quizá, un poco más inclinada, sobre el pecho, la desarticulada cabeza.

Luego, sin prisas, la Iguana cerró y atrancó firmemente las escotillas de los sollados, asegurándose, como perfecto conocedor de aquel tipo de balleneros, que no dejaba un solo hueco por el que resultara posible escapar a la marinería.

Sabiéndose ya dueño absoluto de la superestructura, derribó de una seca patada la puerta del camarote del capitán, en el castillo de popa, y cuando éste se alzó en su litera, sorprendido y tratando de echar mano a la pistola que guardaba en el cajón de una mesa, fue ya demasiado tarde, pues la punta del machete brillaba a menos de una cuarta de sus ojos.

— ¡Quieto…! — le ordenó Oberlus secamente —. Un gesto y te degüello… ¿ Me recuerdas..?

Una minúscula lámpara de aceite ardía en el más apartado rincón del camarote, y el capitán tuvo que esforzarse por reconocer, a su escasísima luz, el rostro deforme del intruso que permanecía en pie y amenazante, frente a él.

— ¡Oberlus…! — exclamó asombrado —. ¿Qué haces en mi barco…? ¿Es que también te has convertido en pirata…?

— Me he convertido en rey… — fue la absurda respuesta —. Rey de Hood, y has fondeado sin permiso en mis aguas.

El otro le miró estupefacto aunque aún no había conseguido recuperarse del primer momento de sorpresa, y se diría que no acababa de estar seguro de si lo que estaba ocurriendo era verdad o se trataba tan sólo de un estúpido sueño.

Pero la Iguana no le dejó tiempo para reflexionar, porque de un brusco empujón le obligó a tumbarse de nuevo, boca abajo aferrándole las manos cruzadas a la espalda.

Buscó con la vista a su alrededor, se apoderó del cinturón que descansaba sobre una silla, y le maniató fuertemente. Por último tomó una jarra empotrada en un mueble esquinero, la olió y bebió hasta apurar un ron fuerte y oloroso.

— ¡Buena vida os pegáis los capitanes…! — exclamó al concluir —. Nunca os falta nada y tenéis espacio de sobra mientras la tripulación se pudre amontonada abajo… Ron, cama limpia, buena comida y hasta mujeres a costa de los que en realidad trabajan… — dejó la jarra a un lado y comenzó a abrir cajones y baúles, amontonando sobre la mesa cuanto le pareció de interés —. Recuerdas a Guyenot, ¿verdad…? Embarcaba a las más bellas prostitutas, y nos las restregaba por las narices durante meses de navegación. Decía que un capitán debe demostrar que es superior a los demás, incluso en el orden sexual… Él tenía derecho a acostarse con mujeres… Nosotros, la obligación de verlo y escuchar la algarabía que formaban en las noches de calma… ¡Diablos…! Aún no comprendo cómo nadie le cortó nunca el cuello… Me fui de su barco por no estrangularlo… Deserté, y juró que si un día me encontraba, me colgaría del palo mayor… — Chasqueó la lengua —. Lástima que éstos no sean sus rumbos; me gustaría darle la bienvenida a mi isla… — se encontraba revolviendo entre los libros de un baúl y se detuvo con uno de ellos en la mano —. La Odisea … — leyó deletreando cuidadosamente —. ¿De qué trata…?

No obtuvo respuesta, y acudió a la litera, tomando al viejo capitán por el blanco cabello y obligándole a alzar el rostro y mirarle a los ojos.

— He preguntado que de qué trata este libro… — le espetó con brusquedad —. ¿Vas a responderme o empiezo a darte latigazos como hiciste conmigo…?

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