Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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Quizá trataban de convencerle de que Naturaleza, Universo, Dios, o todos al unísono se oponían a él y a sus designios, y que si se hacía necesario que el centro del planeta se partiera en pedazos para que no disfrutara de un remanso de paz, se partiría.

«Pero no me echaréis de aquí — masculló mordiendo con rabia las palabras —. Ni mar, ni fuego, ni terremotos, volcanes o cataclismo acabarán conmigo, porque yo soy Oberlus, la Iguana, y reinaré en esta isla aunque desaparezca en las profundidades, porque si es necesario acabaré aprendiendo a respirar bajo las aguas…»

Y era muy capaz de cumplir lo que aseguraba, porque aquel ser, tan solo en parte aparentemente humano, escondía en su interior tanta voluntad y una tal indómita resistencia a la adversidad, que su inconmensurable tenacidad vencía cuantos obstáculos se interpusiesen en su camino.

Alzó la mesa, se acurrucó en ella y durmió cuatro horas.

Luego, se puso en pie y comenzó a reparar, paciente, los desperfectos de su «hogar».

La campana repicó insistentemente, asustando a alcatraces, rabihorcados y piqueros, que alzaron el vuelo de inmediato graznando molestos, y obligando a correr a trompicones a los cautivos, temerosos de llegar retrasados, y temerosos, igualmente, por el simple hecho de que su amo y señor, «su rey», los convocara, lo cual constituía por lo general anuncio de desgracias.

— Un barco viene… — fue todo lo que éste dijo a modo de explicación a su llamada —. Tengo que encerraros.

Dominique Lassá quiso protestar, pero Oberlus se limitó a tomar la mano izquierda del chileno Mendoza, y mostrarle una vez más los dedos que faltaban.

— Lo que yo ordeno no se discute — puntualizó —. ¿Quieres que te aplique el mismo castigo…?

Desfilaron por tanto en silencio, cabizbajos, apretando los puños para contener la ira o quizá los deseos de llorar, como ovejas arreadas hacia el redil, angustiados ante la idea de que podían pasar quizá tres días atados y amordazados en la más oscura de las cavernas y en el más absoluto de los silencios, temerosos siempre de que algo pudiera ocurrirle a su captor y no volviera jamás a rescatarles.

Eran aquellos casi los únicos momentos en que los tres se encontraban reunidos, ocasión ideal para lanzarse al unísono sobre su verdugo y acabar con él de una vez para siempre, pese a que alguno de ellos pereciera en la intentona, pero Oberlus también tenía plena conciencia de que era así, y permanecía por ello atento a sus menores gestos, tensa la mano sobre la empuñadura de sus armas y dispuesto a destrozar a bocajarro al primero que intentase sorprenderle.

Eran tres, pero incluso treinta se hubieran sentido igualmente impotentes, porque la sola presencia de la Iguana bastaba para atemorizarles, su expresión demoníaca les petrificaba, y podría pensarse que sus ojos — «lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable» — sabían de antemano cuanto cruzaba por sus mentes.

Permitieron por tanto que los empaquetara como a fardos vivientes, martirizados por la presión de las ligaduras y la semiasfixia de las mordazas, para caer una vez más al fondo de las húmedas grutas, y advertir, llorando, cómo las entradas se tapiaban hasta sus más minúsculas rendijas y quedar enterrados en vida por tiempo indefinido.

Oberlus, tranquilo ya sobre la seguridad de sus «súbditos» recorrió más tarde el islote ocultando las huellas de su presencia y caía la tarde cuando buscó refugio en el bosquecillo de cactus de la playa, aguardando a que el navío virara sobre la costa de poniente enfilando rectamente la bahía, mientras arriaba el trapo y dejaba caer el ancla en sus aguas quietas y profundas.

Pero apenas el botalón de proa rebasó la punta oeste, y el nombre del ballenero hizo su aparición — pintado, altivo y desafiante — en la amura de estribor, la Iguana Oberlus advirtió cómo un estallido de odio resonaba en su pecho, y algo muy parecido a una corriente eléctrica le recorría la espina dorsal.

¡María Alejandra!

El María Alejandra , el barco del negro que se había burlado de el haciéndose pasar por «muerto-viviente»; la nave del viejo capitán que mandó azotarle y de la tripulación de vociferantes energúmenos que habían coreado, divertidos, cada uno de los cincuenta latigazos, osaba regresar a la isla en la que le habían humillado tan profundamente, y de la que el, Oberlus, era ahora amo absoluto y rey indiscutible.

El María Alejandra , que había arrasado sus plantaciones destrozando sus cuevas y robando su ámbar, se atrevía a dejar caer nuevamente el ancla en «sus» aguas, y podía percibir con absoluta claridad el vozarrón del viejo capitán gritando sus ordenes, el repicar de la campana, a popa, y el resonar de los pies descalzos corriendo sobre la pulida cubierta.

¡El María Alejandra !

— ¡Bote al agua…!

Pronto desembarcarían, hollarían la arena de la playa, establecerían un campamento en tierra, y comenzarían a buscarle con ánimo de robarle y golpearle una vez más, porque ellos, los hombres del María Alejandra , eran los únicos que le conocían, que tenían una certeza absoluta de su existencia, y que sabían que allí, en la isla de Hood, o La Española, la más solitaria del archipiélago de las Encantadas, un monstruoso arponero con fama de asesino se había establecido para siempre.

Su primer impulso fue el de huir, ascender hasta la cumbre del acantilado de barlovento, y buscar refugio en su cueva con la absoluta seguridad de que en ella jamás le encontraría nadie, pero caída la noche, las tinieblas acudían veloces en su ayuda, y comprendió que ni siquiera el negro Miguelón, que no parecía temer a estas tinieblas o a lo desconocido, se atrevería a adentrarse ahora en la isla hasta que amaneciera nuevamente.

Únicamente él, Oberlus, conocía a ojos cerrados cada sendero, cada roca, barranco o abismo, y a diez metros de distancia del límite de la playa y el posible resplandor de las hogueras, no tenía por qué preocuparse por la presencia de intrusos. Se quedaría por tanto allí, acechando desde las sombras, y tal vez derribaría de un certero pistoletazo al odiado capitán o al mismísimo negro.

Se le antojó una buena idea. Matar al capitán y correr a esconderse en su refugio, permitiendo que al día siguiente removieran cada piedra de la isla, buscándole inútilmente, porque de ese modo aprenderían que no se debía humillar a un hombre como le habían humillado a él, para regresar luego a provocarle así impunemente.

Aguardó por tanto mientras el plan de venganza iba madurando en su cerebro, pero transcurrieron los minutos, la noche ecuatorial se abalanzó, como un ave de presa, sobre el barco y el islote sin que la lancha se apartara del costado del María Alejandra , y tímidos faroles comenzaron a brillar a bordo, reflejando su tembloroso destello en las tranquilas aguas.

De la quietud llegaron voces, risas, y tintinear de platos y cubiertos, sombras humanas se recortaron contra los mamparos, y un grumete orinó ruidosamente desde cubierta.

Pasó el tiempo, concluyó la cena, alguien cantó en proa, mal acompañado por una vetusta bandurria, y al poco todo fue paz y silencio a bordo, al tiempo que las luces se iban extinguiendo una por una, hasta quedar luciendo únicamente las de situación.

Para entonces hacía ya tiempo que Oberlus había comprendido que la tripulación del María Alejandra no tenía intención de desembarcar hasta el amanecer siguiente, y se sintió burlado. Furioso y burlado, como si abrigase el convencimiento de que habían averiguado sus intenciones, lanzando el bote al agua para reírse de él haciéndole concebir la falsa esperanza de que iban a caer en su trampa.

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