La segunda arremetida se le antojó aún más larga, y la isla toda se estremeció como un gigantesco pudín de gelatina, mientras pesadas rocas se desprendían del techo amenazando con aplastarle en su estruendosa caída.
Pero con el nuevo intervalo de calma alcanzó la cornisa exterior, aspiró con ansia el aire fresco de la noche, y se detuvo en el borde mismo del abismo, al advertir cómo las piedras desprendidas de la cima, sobre su cabeza, se precipitaban hacia el mar en forma de lluvia mortal que le alcanzaría, derribándole, en cuanto intentara iniciar el ascenso.
Aguardó temeroso, preguntándose qué ocurriría si la pared del acantilado comenzaba a temblar cuando intentara trepar hacia la cumbre, e instintivamente se echó atrás en un lógico deseo de buscar protección en la cueva, pero el humo y el fuego la estaban convirtiendo en un infierno inhabitable. Tosió casi asfixiado, advirtió cómo comenzaban a escocerle los ojos dificultándole la visión, y abandonó de nuevo la gruta, manteniéndose en pie, indeciso y desconcertado, en el diminuto antepecho exterior.
Buscó aire fresco de nuevo y miró hacia abajo. El mar se había retirado al pie del acantilado, dejando al descubierto un negro abismo, y presintió más que ver, horrorizado, que allá a lo lejos, una inmensa ola Iba tomando cuerpo para avanzar, mortificada — mente silenciosa por el momento, hacia la isla.
La coronaba, como orgulloso morrión, una gigantesca cresta de espuma, y se iba curvando muy lentamente, cobrando fuerza; una potencia inconcebible, titánica, avasalladora, capaz tal vez de borrar de la faz del mar el diminuto islote rocoso.
Comprendió que tenía el tiempo justo de alcanzar la cima para tratar de ponerse a salvo tierra adentro, y trepó desesperadamente olvidado de las piedras que caían; engarfiándose, como si sus dedos se hubieran convertido en garras, a los salientes de las rocas, las oquedades o las raíces que tan bien conocía. De tanto en tanto volvía la cabeza para comprobar, a la extraña luz rojiza que se había apoderado de la noche, cómo la gran onda crecía y crecía hasta convertirse en una arqueada montaña de agua y espuma.
Alcanzó la cumbre cuando el temido silencio se había convertido ya en un rugido más ensordecedor aún que el que ascendió desde los centros mismos de la tierra, y se precipitó, a trompicones, corriendo, saltando y cayendo, ladera abajo, para ocultarse al fin en una profunda quebrada, segundos antes de que el océano en pleno se aplastara contra los acantilados de barlovento, elevando al cielo una pared de agua de más de doscientos metros de altitud.
Cayó luego esa agua sobre la isla arrastrando y derribando a cientos de aves que habían alzado el vuelo aterrorizadas por los imprevistos estremecimientos del suelo, y aplastando con su peso millones de huevos y cientos de polluelos apresados en sus nidos.
El efecto del maremoto fue sin lugar a dudas infinitamente más devastador que el del seísmo que lo había provocado, y cuando, al retirarse el agua, Oberlus se alzó muy despacio para contemplar, incrédulo, tamaño estrago, comprendió que aquel lugar no había sido un auténtico islote desolado hasta aquella noche.
Una luz rojiza, irreal, lejana y desconocida, lo iluminaba todo, terrorífico incendio que parecía extenderse por el horizonte, al noroeste, y de cuyo centro ascendían altísimas lenguas de fuego e incandescentes brasas que parecían pretender chamuscar a las propias estrellas.
Tembló una vez más bajo sus pies, y comprendió al escuchar un lejano estallido, semejante al estruendo de mil buques de guerra que hubiesen disparado a la vez todos sus cañones, que uno de los innumerables volcanes del archipiélago había entrado en erupción.
Fue aquella la noche en que imaginó que vendrían a visitarle todos sus parientes del Averno, puesto que agua y fuego, mar y lava, y luz y sombras rivalizaban a la hora de conferir grandiosidad al espectáculo, con nuevas olas que se arrojaban una y otra vez contra el acantilado, sobre una tierra enferma, aquejada por un brutal ataque de epilepsia.
El sordo gruñido lejano del volcán se unía al estruendo del mar y los desesperados graznidos de las aves marinas, mientras las iguanas corrían sin rumbo, las focas se llamaban en la playa, y docenas de gigantescas galápagos a las que la primera sacudida había sorprendido en pie, pataleaban panza arriba condenadas a morir así, meses más tarde, en la más cruel y lenta de las agonías.
Distinguió luego al noruego, cuya silueta se recortaba contra el distante incendio, marchando a cuatro patas y enredando en rocas y matojos sus cadenas, y se ocultó en la espesura, pues comprendió de improviso que se encontraba desarmado, y era aquélla una noche propicia para que sus esclavos se rebelasen.
Permaneció por tanto acurrucado durante horas en lo más intrincado de la rala maleza, insensible a los arañazos de las ramas espinosas o los pinchazos de las afiladas púas de los cactus, hipnotizado por el espectáculo de la lejana erupción, sintiéndose tan minúsculo y endeble como no se había sentido jamás, a lo largo de su muy difícil existencia.
La Naturaleza se había complacido en hacer una demostración de su portentoso poder en aquel apartado rincón del Universo, y la Iguana Oberlus tuvo que limitarse a aceptar, convencido, que ni él, ni nadie, significaban ni significarían nunca nada frente a semejante demostración de fuerza.
Con el amanecer la tierra descansó apaciguada tras su loca noche de orgía, pero el sol no acertó a abrirse paso por entre la espesa cortina de humo y cenizas, y al estrépito y la fiesta de colores sucedió un silencio gris que apestaba a azufre y amoníaco, convirtiendo en irrespirable una atmósfera que era allí, por lo general, clara y transparente.
Una hora después comenzaron a caer del cielo pájaros que ni siquiera gritaban, como si el silencio ambiental atenazara sus gargantas, y los polluelos en tierra abrían una y otra vez el pico buscando aire con los ojos dilatados por el terror, para torcer de pronto el cuello y quedar rígidos, con las cabezas caídas hacia atrás en una trágica mueca.
Las focas resoplaban en la bahía aflorando apenas lo justo el morro, y las iguanas marinas habían desaparecido de sus rocas pese a que la marea se encontraba en su punto más alto.
Un hombre se movió a lo lejos, mansamente, como una sombra más gris que el resto de los grises, y reconoció al mestizo que avanzaba por la playa arrastrando los pies y caídos los brazos. Lo vio sumergirse hasta el pecho en el agua, y permanecer así largo rato, tal vez ansiando que el mar le devolviera a una realidad de la que no se sentía en absoluto partícipe.
A media mañana, vencido y magullado, la Iguana Oberlus se puso en pie y regresó cansinamente al borde del acantilado, desde donde contempló el aún agitado mar de barlovento que pugnaba por recobrar la calma tras haber alcanzado, horas antes, la cumbre de la pared de piedra.
Descendió con suma prudencia hasta la entrada de su caverna, y contempló entristecido su «hogar», el único que había tenido nunca, y que, entre fuego y agua habían transformado en un confuso revoltijo de suciedad y fango.
La mitad de sus libros y casi todos sus víveres se habían malogrado definitivamente, la pólvora aparecía inservible, y del hermoso colchón del capitán del Madeleine no quedaban más que tristes jirones.
Tomó asiento en el pretil de piedra de la entrada, observó en silencio aquel desastre, y se preguntó por qué razón los fuegos del centro de la Tierra y las aguas del mayor de los océanos tenían que confabularse contra él, cuando por fin había conseguido construirse un refugio en el que podía considerarse a salvo de las acechanzas de hombres y bestias.
Читать дальше