Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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Ahora, también Mendoza se veía de continuo asaeteado a preguntas sobre palabras en castellano que Oberlus no comprendía y subrayaba con sumo cuidado, y un eventual observador no hubiera podido evitar probablemente un escalofrío de terror al descubrir la sombra de aquel ser deforme y encorvado, recortándose temblorosa por el juego de las llamas contra la alta pared de roca de la caverna salpicada de estalactitas, inclinada la cabeza sobre un libro y musitando constantemente palabras ininteligibles que pudieran sonar a fórmulas mágicas. Fuera, tibias noches ecuatoriales de cielo castigado de estrellas que aparecían allí más tangibles que en ninguna otra parte del planeta, o furiosas tormentas que obligaban al viento a aullar dolido al estrellarse contra el acantilado, venciendo con sus lamentos el estruendo de las olas cien metros más abajo.

Y fuera, también, tres hombres atemorizados en cuyas retinas permanecía vivo el recuerdo de una cabeza que se estrellaba contra las piedras, o unos ojos aún vivos que miraban suplicantes, conscientes de su miedo, y de que se sentían incapaces de rebelarse contra quien les mantenía tan injustamente esclavizados: un engendro cada vez más difuso y misterioso que parecía esfumarse días enteros, como si abandonara la isla en pos de los grandes albatros, para reaparecer, de improviso, nacido de la nada.

Knut, el noruego, estúpido y profundamente supersticioso como buen gaviero, parecía abrigar el casi absoluto convencimiento de que Oberlus era en verdad mitad hombre-mitad demonio, un ente quimérico dotado de mágicos poderes, capaz de esfumarse ante sus propios ojos, o de materializarse nuevamente en el momento más inoportuno. Vivía por ello en una constante zozobra, con el oído atento y los ojos casi desorbitados de tanto buscar a su alrededor la temida presencia, presto a echar a correr en cuanto repicase la aborrecida campana, pues por lo lento y torpe, era quien con mayor frecuencia recibía los latigazos prometidos a quien se rezagase.

Obedecía también, ciegamente, al mestizo, quien había comenzado a revelarse como ladino embrollador y marrullero, que buscaba día y noche una fórmula para escapar de aquel lugar maldito o acabar con el tirano sometiéndolo a un largo martirio, pero al que el miedo agarrotaba cuando se encontraba en presencia de Oberlus, vaciando su mente y haciéndole olvidar al instante sus más meditados planes.

El tercer cautivo, el francés Dominique Lassá, daba muestras de haber perdido el control de sí mismo a raíz de la ejecución de Georges, y cabría suponer que se sentía culpable de la muerte de su amigo, como si el simple hecho de que le hubieran colocado en la disyuntiva de matar o ser muerto hubiera cargado sobre sus hombros la totalidad de la responsabilidad sobre tan abyecto crimen.

— Un juez… — le había asegurado Oberlus —, y tanto que te importan a ti los jueces, no dudaría a la hora de ahorcarte, ya que le asesinaste cuando se encontraba de espaldas y desarmado, y de eso existen tres testigos.

— Tú me obligaste…

— No es cierto… — le había rebatido con firmeza —. Yo me limité a señalarte que si no le matabas, él podría matarte a ti, y tú actuaste en consecuencia… Tal vez actuaste en defensa propia, o tal vez te precipitaste y él no hubiera hecho nada.

— Pero uno de los dos tenía que estar muerto antes del anochecer. Se trataba de él o yo, porque me consta que no hubieras dudado a la hora de matarnos.

— Eso no es más que una suposición… — había dicho Oberlus conservando como siempre la calma —. Lo más probable es que me hubiera limitado a indicarle a Mendoza o al noruego que, si deseaban conservar la vida, uno de los cuatro debería estar muerto al anochecer… Y ellos hubieran elegido… Tal vez os hubieran matado, o tal vez no. No puedes culparme por tanto de un crimen que cometiste voluntariamente, basándote únicamente en suposiciones… — su sonrisa era sardónica —. No creo que ningún juez me condenara por eso, aunque yo no soy como tú, y me importa muy poco lo que opine un juez. Yo soy mi juez… — había concluido —. Y ninguna sentencia prevalece sobre la mía.

A través de aquella conversación Dominique Lassá tomó conciencia de hasta qué punto llegaba a ser retorcido su carcelero, y hasta qué punto disfrutaba del poder que ejercía sobre sus víctimas, experimentando un morboso placer en el acto de dominarlos, tanto física como psíquicamente.

Su mente se encontraba por lo tanto terriblemente confundida, y a menudo se culpaba de haberse precipitado a la hora de tomar la decisión de ejecutar a su viejo compañero de fatigas, impulsado sin duda por un pánico manifiestamente exagerado.

Georges había actuado de forma valerosa al rebelarse contra el monstruo y arriesgar su vida por liberarles, y él, su amigo, había respondido a ese gesto de valor cercenándole la cabeza, cuando su reacción lógica hubiera tenido que ser la de apoderarse del machete que le ofrecían y abalanzarse sobre el monstruo sin darle tiempo a echar mano a sus armas.

No disponía más que de dos pistolas y ellos eran cuatro. Aun encadenados como se encontraban, arrojándose al unísono sobre él le hubieran conseguido derribar, aniquilándole de una vez por todas, aun a costa, en el peor de los casos, de perecer la mitad de ellos en la intentona. Pero era tan grande el pavor que sentían en presencia de aquella criatura del Averno, que bajo su simple mirada sus músculos se atenazaban y sus miembros no reaccionaban al mandato del cerebro.

Dominique Lassá, que había recorrido todos los océanos, que se había enfrentado a las más violentas tempestades y soportado estoicamente días y semanas de calma en alta mar, que había sobrevivido a dos guerras y a docenas de feroces riñas de taberna, se sentía sin embargo tan acobardado e indefenso como un niño en la noche, pues comprendía que aquel hombre — aquella bestia — le dominaba en todos los terrenos y jugaba con él como pudiera hacerlo con un pichón de albatros.

Pero ¿qué podía hacer frente a un ser al que había enseñado dos meses atrás las primeras letras, y ya había leído más libros que él mismo en toda su larga vida?

Las lamparillas de aceite comenzaron a agitarse atacadas por un súbito acceso de tos, la sombra bailoteó a su ritmo por las ásperas paredes de la gran caverna, y al poco esas mismas paredes se estremecieron, crujiendo y amenazando con quebrarse en mil pedazos o venirse abajo de improviso, mientras un sordo rugido nacía de las entrañas mismas del infierno, y ascendía como un monstruo aullador en busca del fresco aire de la noche.

La Iguana Oberlus dejó caer al suelo el libro que leía, se aferró con fuerza a su tosca butaca, y luchó denodadamente por mantener el equilibrio, pero acabó derribado y zarandeado por una gigantesca mano invisible que parecía divertirse cruelmente arrojándolo de una parte a otra de la amplia estancia.

Llegó luego la calma; una calma en la que se diría que la Tierra permanecía anormalmente firme, y con esa calma llegaron también la quietud y el silencio de un instante en el que los seres vivientes no se atrevieron siquiera a respirar.

Más tarde, un ronroneo profundo ganó intensidad a medida que ascendía nuevamente, y nuevamente las paredes de la cueva pretendieron juntarse las unas con las otras, cayeron con estrépito algunas estalactitas, se desparramó por el suelo el aceite de las lámparas, y el fuego de una de ellas prendió con avidez en el colchón que había pertenecido al capitán del Madeleine .

Oberlus trató de huir de las llamas yendo hacia la salida, pero era como intentar caminar sobre las aguas de un océano encrespado, y cayó redondo cuantas veces pretendió erguirse, aun buscando apoyo en sillas y mesas que se volcaban con estrépito.

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