Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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El español le miró con asombro e indignación.

— ¡Fiera dormida…! — exclamó —. ¿Quién te has creído que eres, estúpido…? ¿Dios…? ¡Fiera dormida…! — repitió —. Sucio asesino y basta… Desecho humano que rezuma rencor por algo de lo que nadie más que tú tiene la culpa… ¡Maldito sea yo, en efecto! pero no por lo que hice, sino por ser un viejo caduco y sin fuerzas… Aún no hace diez años que te hubiera estrangulado con mis propias manos, sin importarme esa artillería de fantoche que te cuelgas a la cintura para asustar a tus esclavos.

La Iguana Oberlus rió de buena gana por primera vez en mucho tiempo, o quizá por primera vez en su vida, pues en verdad que no recordaba haberse sentido nunca tan alegre y satisfecho. Aquel curtido lobo de mar, Alonso Pertiñas y Gabeiras, natural de Aldan, en la gallega península del Morrazo, buscaba provocarle, insultándole, no para menospreciarle o enfrentarse a él en una riña abierta y excitante, sino como forma de recibir un castigo que le redimiera de una culpa que, en su origen, no era otra que la de haberle menospreciado en demasía.

El pobre viejo pedía la muerte, no con llantos, sino con amenazas e invectivas, y era digna de ver la humillación que eso debía de significar para él, incapaz de humillarse, sin embargo rogando.

— No me hubiera gustado verte llorar — le dijo —. Ni pedir clemencia por tu vida, porque a un cobarde no vale la pena derrotarle… Pero me gusta comprobar que reclamas tu muerte sin mendigarla, porque te avergüenza tu actual existencia y no eres capaz de poner fin a ella… — le observó muy de cerca, casi inclinándose sobre él —. ¿Por qué…? ¿Sólo porque tu religión te prohíbe el suicidio…? Aquí nadie te va a expulsar del camposanto… Suicídate si quieres… — le animó —. Yo lo apruebo. En realidad, es lo que estoy esperando desde el momento en que te dejé en libertad…

— La muerte me llegará cuando Dios quiera… — fue la serena respuesta del gallego —. Si Él me exige sobrevivir en esta isla en la que cometí un error imperdonable, aquí me quedaré mientras me lo ordene… — Le devolvió la mirada con idéntica intensidad como si de improviso hubiera recuperado su entereza y se sintiera otra vez dueño de sí mismo… — . Y si algo me alegra.. — añadió — es haber descubierto que a ti ni siquiera te queda el consuelo de confiar en la misericordia divina, y en que algún día tu existencia sea menos deleznable. Hagas lo que hagas, estás condenado a seguir encerrado en ese asqueroso cuerpo hasta que se lo coman los gusanos, y como no crees en el infierno, m siquiera allí te verás libre de él.

La Iguana Oberlus se puso en pie con tranquilidad. Vació su pipa golpeándola contra una roca e hizo un leve gesto con la mano, como si se limitara a despedirse de un agradable contertulio.

— Ha sido un hermoso discurso, viejo… — dijo —. Muy hermoso. Pero nada de cuanto has dicho me afecta, porque lo sabía de antemano… — Agitó la cabeza pesimista —. Tenía unos seis años cuando me sujetaron entre cuatro obligándome a contemplarme largo rato en un espejo. De entonces acá, no ha pasado un solo día sin que me asaltara ese recuerdo… Y si lo olvidaba, allí estabais vosotros para refrescarme la memoria… ¿Sabes en cuántos idiomas soy capaz de reconocer la palabra «monstruo»? En dieciocho, incluidos el quechua, el chino y el malayo. ¿Cómo puedo creer en la existencia de un Dios que tuvo el valor de echarme al mundo con esta cara…? — Rió de nuevo —. Si alguna vez lo hubo, se murió del susto, o de vergüenza, al verme.

Casi un mes más tarde el anciano capitán se refirió, en una charla extensa y un tanto incoherente, a la vida en su Galicia natal, a las supersticiones de su pueblo, y al extraño y gigantesco mono blanco que acompañaba a menudo a los pescadores y marinos de Aldan cuando se dirigían, al amanecer, hacia sus barcas.

Recordó luego de igual modo, sin conseguir situarlo exactamente en el tiempo, a su tío Santiago, al que ahorcaron por «pirata de tierra», y, oyéndole, Oberlus comprendió que el pobre viejo perdía día a día la razón, o había entrado en un rápido proceso de senilidad, ya que desvariaba sobre las cosas más simples.

— ¿Qué es un «pirata de tierra»? — quiso saber, puesto que aquel era un término nuevo para él. pese a que durante un corto período de tiempo había sido auténtico pirata de mar.

— Uno como mi tío — fue la ilógica respuesta —. Mi tío Santiago era «pirata de tierra», y bien merecido tuvo que lo ahorcaran de una higuera.

¿Pero ¿qué hacía?

— El no nació en Aldan… — quiso puntualizar el español —. Los de Aldan nunca encallarían un barco a propósito… Él era de tierra adentro… De algún lugar de Orense…

— ¿Cómo los hacía encallar…?

— Como lo hacen siempre los piratas de tierra…

— Pero ¿cómo…? — se impacientó Oberlus.

El otro le miró sorprendido, como S! la pregunta se le antojara estúpida:

— Con luces…

— ¿ Luces…?

— ¡Luces…!

— Ahora fue el viejo el que se impacientó de veras —. ¿Acaso no sabes lo que son las luces de situación de un barco…?

Oberlus no respondió, consciente de que su interlocutor estaba atravesando uno de sus frecuentes momentos de crisis, y optaría por enmudecer por completo si advertía que el tema le interesaba en exceso.

Guardó silencio por lo tanto; comentó algo intrascendente sobre las ridículas evoluciones de una pareja de alcatraces de patas azules, que llevaban más de tres horas danzando cómicamente el uno frente al otro sin decidirse a poner fin al rito prenupcial, y abandonó al gallego, que parecía sumirse cada vez más profundamente en sus extrañas obsesiones, y murmuraba confusas órdenes destinadas al parecer al primer oficial del María Alejandra .

Pero Oberlus volvió sobre el tema a la semana siguiente, cuando encontró al capitán cocinando un puchero repleto de cangrejos escarlatas que pululaban a millares en torno a las colonias de iguanas marinas y las familias de focas.

Inocentemente, Alonso Pertiñas le explicó entonces, con todo lujo de detalles, los trucos que utilizaban algunas gentes de su tierra gallega para engañar en las noches oscuras a los navíos extranjeros que bordeaban sus peligrosas costas, haciéndoles creer que precedían a otra nave que seguía un rumbo correcto. Se encontraban de ese modo súbitamente encallados en una playa o estrellados contra un bajío, sufriendo el ataque inmediato de los piratas, que les asaltaban pasándoles a cuchillo y despojándoles, en cuestión de horas, de su carga.

— Es astuto — admitió Oberlus.

— Es cobarde… — replicó el otro —. La más cobarde forma de pillaje que ha inventado el hombre… Hunden un barco y ahogan a sus tripulantes por conseguir un puñado de fardos empapados… La mayor parte de la mercancía valiosa se guarda bajo cubierta y acaba siempre en el fondo del mar.

— Pero resulta comprensible que, quien no tiene un barco para abordar a otro, emplee su inteligencia para traerle a un terreno donde pueda vencerle con menor esfuerzo…

El capitán Pertiñas se envaró bruscamente, como si de pronto, en su mente, confusa a ratos desde semanas antes, se hubiera abierto paso la idea de que su verdugo le había utilizado, sonsacándole una información que pensaba utilizar algún día.

No dijo nada. No hizo comentario alguno, pero esa tarde, cuando Oberlus leía en lo alto de su roca, espiando de tanto en tanto a sus cautivos con ayuda del catalejo, reparó en la encorvada figura del anciano que ascendía cansinamente la suave pendiente que conducía a los acantilados de barlovento.

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