Alcanzó la cima a menos de cuatrocientos metros de donde él se encontraba, y tras contemplar un largo rato el mar lamiendo dulcemente las piedras que dejaba al descubierto la marea respiró por última vez, profundamente, y se lanzó, decidido, al abismo.
Lo observó mientras trazaba una trágica pirueta en el aire para ir a estrellarse con un golpe seco contra las rocas de un fondo de veinte centímetros de agua. Luego, lo enfocó con el catalejo comprobando que había muerto en el acto, quebrado el espinazo.
Mientras contemplaba cómo las olas jugueteaban con el cuerpo inerme, antes de arrastrarlo mar adentro, meditó en el hecho de que su Dios debía de haberle abandonado de improviso, o que un nuevo sentimiento de culpabilidad, más fuerte aún que el anterior, le había hecho insoportable la existencia.
Paseó la vista por la isla, hermosa, solitaria y pacífica en la templada tarde ecuatorial, sonrió satisfecho ante el paisaje, y se sumergió de nuevo en la lectura.
Había progresado mucho, y ya apenas necesitaba deletrear las sílabas.
Dos súbditos eran pocos incluso para un reino tan minúsculo como el de la isla de Hood, y su monarca pareció comprenderlo al poco tiempo.
Necesitaba gente, o de lo contrario él mismo tendría que regresar al trabajo, a cultivar la tierra, pescar, cocinar o reparar las cisternas, y eso le impediría dedicar todo su tiempo a lo que en verdad deseaba: leer, aprender, y observar hasta el último detalle de cuanto le rodeaba.
Los barcos que fondearon en la isla durante los meses siguientes, un falucho con todas las trazas de estar tripulado por piratas y un majestuoso buque de guerra de más de sesenta cañones, no le brindaron oportunidad alguna de apoderarse de nuevos cautivos, obligándole, por el contrario, a ocultarse y ocultar a los suyos durante el tiempo que permanecieron en «sus» aguas.
Ambas naves aprovecharon la estancia para cargar iguanas de tierra y galápagos, y advirtió, preocupado, que la población de estas últimas comenzaba a disminuir de forma alarmante. De los centenares que pululaban por el islote cuando desembarcó en él, se habían reducido, en el transcurso de cinco años escasos, a poco más de una veintena, refugiadas en los más inaccesibles barrancos del Oeste.
Las iguanas se reproducían con rapidez y jamás escasearían, pero no ocurría igual con las tortugas, cuyo ciclo vital era lento y terriblemente complicado, pues, pese a los centenares de huevos que solían desovar las hembras, sólo uno de cada diez mil aproximadamente llegaba a convertirse en un animal adulto.
Algunos capitanes habían descubierto ya que el aceite de galápago resultaba muchísimo más apreciado y rentable que el de las propias ballenas. aprovechándose al mismo tiempo su caparazón para fabricar objetos de adorno, y cada vez arribaban buques con mayor frecuencia al archipiélago, no ya para abastecerse de carne fresca para una larga travesía, sino, en especial, a la búsqueda de un fructífero y cómodo cargamento.
Oberlus sabía que podía alimentarse de iguanas, huevos, peces y verduras de sus huertos indefinidamente, pero la carne de galápago había constituido desde el primer momento la base de su alimentación, y le inquietaba seriamente el hecho de que un día pudiera llegar a faltarle. De hecho, las galápagos de Hood, de caparazón distinto a las del resto del archipiélago, se extinguieron por completo, fruto de la depredación, antes de concluir ese mismo siglo, y el propio Oberlus fue la principal causa de su desaparición.
Prohibió por tanto a Mendoza y al noruego que las mataran impidiendo el consumo de su carne salvo pena de severos castigos, y escondió la mayoría de las que quedaban en una gran caverna que se convirtió de ese modo en una despensa de seres vivientes que necesitaban muy poco cuidado y alimento, responsabilizando al chileno de su número y su seguridad.
Éste vivía obsesionado por la idea de evadirse, comenzando a ocultar con tal motivo alguno de los maderos que el mar arrastraba hasta las costas de levante, animado por la esperanza de que algún día estaría en condiciones de construir una balsa hacerse a la mar y alcanzar, en seis o siete días, alguna de las restantes islas del archipiélago.
Habiendo navegado sin embargo como lo había hecho, durante más de quince años por aquellas latitudes, Sebastián Mendoza sabía a ciencia cierta que la fuerte corriente que llegaba de la costa americana le impulsaría de modo indefectible hacia poniente. Si no tenía por tanto la suerte de recalar pronto en la isla de Charles o en la punta sur de Albemarle, esa corriente le adentraría en el Pacífico y transcurrirían en ese caso meses antes de avistar de nuevo tierra firme. Cabía incluso entonces el peligro de ir a caer en manos de las salvajes tribus antropófagas de Nueva Guinea o la Melanesia, si es que, por algún extraño milagro, había conseguido conservar hasta entonces la vida.
Era un bote a remos y una vela lo que necesitaba para salir de Hood, pero no podía siquiera soñar con ello ignorante como se encontraba de que su verdugo, la Iguana Oberlus , había ocultado la lancha auxiliar rescatada del María Alejandra en una diminuta cala de sotavento.
Agreste, rocoso y escaso de vegetación, el islote no ofrecía demasiados escondites próximos al mar, por lo que Oberlus había optado por el sencillo procedimiento de hundir la embarcación cargándola de piedras en un punto poco profundo y bien protegido, justo a unos cinco metros del límite que alcanzaban las aguas en las mareas más bajas. Allí nadie iría a buscarla ni podría encontrarla por casualidad, y sabía que la tendría a su disposición por el medio de introducirse en el agua, descargar de piedras y hacerla flotar nuevamente. Era una ballenera fuerte segura y rápida, capaz para ocho remeros, un timonel y un arponero; una de aquellas valientes lanchas con las que tantas veces había perseguido en mar abierto a las ballenas, o se había dejado arrastrar, a velocidad suicida, cuando la gran bestia se sentía herida e iniciaba una desesperada carrera huyendo de la muerte.
— ¡ Por allá sopla…!
Aún resonaba en sus oídos el grito excitado del vigía, que en la cofa apuntaba con el brazo hacia el punto en que el gran cetáceo había hecho su aparición, y era aquél, sin duda, el más alegre y maravilloso de los gritos: la única frase que consiguió despertar jamás eco en su espíritu, pues a partir del momento en que el capitán ordenaba «¡Botes al agua!», y saltaba de inmediato a la proa del primero, la Iguana Oberlus dejaba de ser el más hediondo monstruo que surcara los mares, para convertirse en el mejor, más valiente, astuto y certero de los arponeros del Pacífico.
Lanzaba el arma con la fuerza de un resorte de acero que se liberase, vibrando, tras meses de permanecer aprisionado, acompañándose de un grito corto y seco que parecía duplicar su potencia, para saltar atrás de inmediato y permitir que el largo cabo se desenrollara sin trabas, siguiendo al animal herido en su loca fuga hacia las profundidades.
Parecía saber luego siempre el momento justo en que la ballena cambiaría de idea y se lanzaría a una desesperada carrera hacia la superficie, y presentía — como si un sexto sentido se lo advirtiese — cuándo llegaba en plan de ataque o cuándo únicamente buscaba aire con el que iniciar una nueva escapada.
Remeros y timonel le obedecían a ciegas, conscientes de que, en más de una ocasión, habían salvado la vida por su causa, y Oberlus se transformaba en esos momentos en el jefe indiscutible, el líder que tal vez hubiera sido en vida, si la Naturaleza no se hubiera ensañado con él proporcionándole aquel rostro impresentable.
Pero media hora más tarde, cuando al fin había vencido, el cetáceo flotaba muerto sobre las aguas y la excitación de la caza y el peligro habían pasado, Oberlus se convertía de nuevo en el «monstruo» el «hijo del Averno», con el que pocos condescendían — o se arriesgaban — a cruzar una palabra.
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