En menos de veinticuatro horas, la Iguana Oberlus se había convertido para Gamboa en una obsesión exasperante; la representación de todo lo odioso y despreciable de este mundo: una alimaña a la que tenía que aniquilar aun a costa de su propia vida.
Sus posibilidades de triunfo eran pocas, y de eso estaba seguro, pero, armándose de paciencia, confiaba en encontrar el punto débil de su captor. Al fin y al cabo, y pese a su apariencia, su enemigo no era más que un ser humano como otro cualquiera, y los seres humanos solían cometer siempre, pronto o tarde, algún tipo de error.
Ese día, él, Joao Bautista de Gamboa y Costa, estaría esperando.
Niña Carmen era hija de don Álvaro de Ibarra, y había nacido en la ciudad de Quito, antigua capital de la Provincia Norte del Imperio Incaico, en la que se decía que había nacido, también, fruto de los amores del emperador Huayna Capac con una nativa, el Príncipe Atahualpa, que más tarde le disputaría el trono a su hermano mayor, Huascar.
Huascar moriría a manos de Atahualpa, éste en el patíbulo de Pizarro, Pizarro bajo los puñales asesinos de los partidarios de su antiguo amigo Almagro, y Almagro había sido a su vez ajusticiado previamente por el propio Pizarro.
Se diría que aquella larga cadena de sangre, muertes y violencia, había marcado de un modo trágico a la ciudad de Quito y a la familia Ibarra, ya que el hermano mayor de Niña Carmen , Alejandro, había caído con el corazón atravesado de una cuchillada, en un estúpido duelo, y su tío Juan a manos de unos salteadores.
Y es que se aseguraba que, por parte de su abuela materna Carmen de Ibarra — Niña Carmen para los conocidos — llevaba en sus venas algo más que algunas gotas de sangre de la estirpe de Atahualpa, y una rama de los Ibarra estuvieron también emparentados con otra rama de los Pizarro.
El resultado de semejante mezcla de razas, había sido una muchacha no demasiado alta, pero de marcada y provocativa silueta, rostro alargado, nariz levemente aguileña y boca sensual y prometedora. Una mata de espeso cabello negrísimo le caía, liso, hasta casi la cintura, ocultándole a menudo la mitad del rostro; un rostro en el que brillaban dos ojos enormes, oscuros y enigmáticos, cuya forma de mirar estaba considerada como la más subyugante y misteriosa de la ciudad.
En conjunto, nadie se habría atrevido a clasificar a Niña Carmen como clásica belleza criolla, pero resultaba evidente que no existía en Quito, ni en todo lo que había sido en su tiempo Reino del Norte, una muchacha a la que pretendieran más hombres, ni que despertase, con su sola presencia, pasiones más ardientes.
Por todo ello, y como cabía esperar, a los dieciocho años Carmen de Ibarra eligió entre sus múltiples admiradores y decidió casarse con Rodrigo de San Antonio, el más guapo, arrogante, simpático, generoso, noble e inteligente de los ricos herederos de la región, cuyo padre poseía vastas haciendas en Ambato, Loja y Zamora.
La boda, fastuosa, atrajo a todo el que «era alguien» de Lima a Cartagena de Indias, y la pareja se estableció en San Agustín, una hermosa hacienda-palacio al pie del volcán Cotopaxi, a una jornada a caballo de la capital.
El lugar parecía elegido por los dioses para que disfrutaran de todo cuanto esos mismos dioses habían desparramado sobre la tierra para hacerles la vida más dichosa, y allí encerrados, sin mostrarse apenas, enamorados hasta un extremo casi enfermizo, vivían el uno para el otro en una suerte de mutua posesión obsesiva, convertidos en un ser único y perfecto que se alimentaba de sí mismo en una especie de maquiavélico rito de antropofagia amorosa.
Pero un día, justamente la mañana en que cumplía veintiún años, Niña Carmen descubrió que necesitaba sentirse libre, ser sólo ella misma, escapar de aquel círculo que había contribuido a crear, y demostrarse — o demostrar al mundo — que no había pasado a convertirse en propiedad privada de su esposo pese a que Rodrigo de San Antonio hubiera pasado a convertirse en su propiedad privada.
Lo meditó durante dos días y dos noches en las que una ronca voz parecía aconsejarle, decidió que le apetecía hacer el amor con su primo Roberto, del que siempre supo que estaba profundamente enamorado de ella pero al que nunca había hecho el menor caso, se fue a buscarle y se acostó con él.
Repitió la aventura cinco o seis veces en dos semanas, dejó pasar un mes y se lo contó a Rodrigo.
En un principio el pobre muchacho se negó a creerla. Al fin, ante su insistencia y el lujo de detalles, se rindió, abrumado, a la realidad, y trató, estupefacto, de comprender los motivos.
— Me apeteció — fue la respuesta.
— Pero ¿por qué…? — insistió angustiado —. ¿Es que ya no me amas? ¿Es que no he sabido hacerte feliz…?
— Sí… — admitió Carmen de Ibarra con naturalidad —. Te quiero más que a nada en este mundo, continúo enamorada de ti, y me haces muy feliz en todo… Pero quise hacerlo, y lo hice.
— ¿Así sin más…?
— Así sin más… — admitió —. Me sentía demasiado ligada a ti demasiado prisionera de nuestro amor, y necesitaba saber lo que significaba ser libre… — Hizo una pausa —. De pronto, descubrí que te pertenecía incluso en mis más secretos pensamientos, y habías invadido mi intimidad, aposentándote en ella como amo absoluto… — Apartó los visillos y contempló a través del amplio ventanal la cumbre del hermoso volcán eternamente nevado. Sin mirarle, añadió —: Y decidí demostrarme a mí misma que podía expulsarte cuando quisiera…
— Pero yo no hice eso a la fuerza… — protestó Rodrigo de San Antonio —. Y a cambio de ello consentí en que tú fueras también dueña absoluta de mí, mis secretos y mi intimidad…
— Saber que estoy en ti, no me compensa por el hecho de saber que estás en mí… — argumentó Niña Carmen con tranquilidad —. Es mi libertad la que me inquieta, no la tuya.
— Eso no tiene sentido.
— Sí que lo tiene para mí… Y soy yo quien decide. Acabo de cumplir veintiún años, y no quiero que un día, a los sesenta quizá, me detenga a pensar en mi vida v descubra, demasiado tarde, que me limité a ser esclava dé un hombre y unos sentimientos. Nací libre, y pretendo continuar sintiéndome libre, pese a quien pese…
— ¿Aunque a causa de ello pierdas cuanto amas…? — quiso saber él.
Asintió con firmeza:
— Aun así.
Fue la última frase que cruzaron en su vida. Rodrigo de San Antonio dio media vuelta, abandonó el amplio salón acristalado desde el que tantas veces había contemplado la puesta de sol sobre las laderas del Cotopaxi, y, ya en el exterior, se volvió a mirarla, en pie junto a su caballo, con la mano firmemente apretada sobre la culata de su pistola. Pero pareció comprender que no podía matar a quien tanto amaba, rompió a llorar, subió a la silla y se alejó para siempre de su casa.
Rodrigo de San Antonio vagó por Quito durante dos largos año como borracha sombra de sí mismo, se embarcó más tarde en una loca aventura amazónica a la búsqueda del fabuloso tesoro del general Rumiñahui, y murió, comido por los mosquitos y la malaria, a orillas del río Aguaruna, sin haber llegado a comprender aún en qué se había equivocado.
Por su parte, Carmen de Ibarra — aún seguía siendo Niña Carmen para algunos — regresó a casa de sus padres, se negó a dar cualquier clase de explicación sobre el fracaso de su matrimonio, ni aun a su hermana, viuda, con la que compartía las largas horas de soledad y silencio, y se negó, igualmente en redondo, a recibir las visitas de su ansioso y enamorado primo Roberto.
Al conocer la muerte de su esposo, se vistió de luto y asistió, impasible, a los funerales por su alma, pese a que su hermana comprobó, desconcertada, que pasó luego meses llorando silenciosamente en la soledad de su alcoba.
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