Nada de aquello podía en lógica ser verdad, y aguardó, con los ojos abiertos, observando el techo, como si confiara en que la absurda pesadilla iba a esfumarse y pasaría a encontrarse nuevamente acostada en su litera de la goleta o en su casa de Quito.
Pero no fue así.
Insistente, el áspero y ennegrecido techo de la cueva se mantenía sobre su cabeza, frente a sus ojos, y los objetos se le aparecían cada vez más concretos bajo una suave luz que penetraba a través de pequeños agujeros de las paredes, mientras el agudo grito de cientos de gaviotas y rabihorcados llegaba, nítido, desde el exterior.
Estaba despierta. Viva y despierta, y cuanto había ocurrido, no era fruto de un sueño o de su imaginación enferma, sino la más angustiosa realidad.
Aquella criatura repugnante era de carne y hueso, había asesinado brutalmente al que estaba a punto de convertirse en su amante, y la había violado una y otra vez a lo largo de toda una noche indescriptible.
Y ahora la mantenía allí, encadenada, amarrada a un poste como un perro desnudo, esclavizada, «ella», que siempre había amado su libertad por encima de todas las cosas de este mundo.
Trató de erguirse, y un grito de dolor subió a sus labios. Era como fuego lo que sentía en las entrañas y al bajar los ojos descubrió que aún sangraba como si la violación hubiera tenido lugar con un objeto punzante. Las piernas se negaron luego a mantenerla en pie en el primer momento, y comprendió al instante que también había sido sodomizada e igualmente sangraba por el ano.
Se mordió los labios para no gritar nuevamente, o para no estallar en un llanto incontenible porque había llorado ya demasiado en su vida por culpa de sus propios errores, y no iba a seguir haciéndolo ahora cuando se consideraba inocente de esta nueva desgracia.
Se limpió como pudo, conteniendo la hemorragia con un trozo de sábana ya sucia de por sí de sangre seca, y buscó agua para lavarse.
La cadena, sujeta a la pierna por medio de un grillete que cerraba un perno, le permitía una amplia libertad para deslizarse por el interior de la caverna excepto en su punto más alejado, en el que distinguió tres grandes arcones y un rústico catre.
De las estalactitas goteaba un agua muy limpia que iba a depositarse en un ingenioso recipiente construido con grandes conchas de galápago intercomunicantes, de las que bebió, lavándose luego a conciencia, esforzándose por contener el dolor. Por último, tomó asiento de nuevo al borde de la cama y lo observó todo a su alrededor mientras meditaba en su habitación.
Quién era aquella «cosa», y de dónde había salido, no podía imaginarlo, pero resultaba claro que, por lo que recordaba de él, más semejaba una bestia o un demonio que un ser humano, pese a que su comportamiento, a juzgar por los objetos que le rodeaban, era, sin lugar a dudas, el de un hombre.
Varios libros se amontonaban en un rincón de la tosca mesa, en cuyo centro. y abierto, descansaba lo que podría considerarse un Diario. Lo tomó. Las dos terceras partes aparecían escritas en francés, idioma que apenas entendía, por lo que, a duras penas, dedujo que se trataba del relato de los viajes y experiencias personales de un marino. Más adelante, casi al final, la minúscula y cuidada caligrafía daba paso a una letra grande y tosca que contrastaba violentamente con la anterior.
La primera frase, en español, pero escrita con pésima ortografía de difícil interpretación, resultaba, sin embargo, significativa: «Éste ha muerto y aquí acabó su historia. Murió porque se tropezó conmigo, yo, Oberlus, rey de Hood y de sus aguas, antes conocido por la Iguana …»
Evocó el rostro de sus pesadillas, y no le cupo duda de que, en efecto, su violador se asemejaba más a una iguana que a un auténtico ser humano. Aquél debía de ser por lo tanto Oberlus rey de Hood , y por lo que sabía del archipiélago, Hood era la más meridional de las islas, un islote tan minúsculo y aislado, que ni siquiera había entrado a formar parte de los planes de explotación de Diego Ojeda.
Cerró los ojos, dolida, al recordarle, y le asaltó, nítida, su expresión de sorpresa y agonía cuando comenzó a inclinarse con el cuerpo atravesado de parte a parte. Una vez más, su sino era atraer la desgracia sobre los seres que amaba, y era aquélla una maldición de la que jamás conseguiría liberarse, ya que estaba en ella misma y en su propia voluntad, sin depender de factores externos.
Durante cinco meses en Quito, una semana en Guayaquil y diez o doce días de navegación por las calmadas aguas del Pacífico, se había resistido a la idea de entregarse a Ojeda, pese a que deseaba hacerlo, le apetecía, y aun casi lo necesitaba. Podía, de igual modo, haber esperado una noche más, aguardando el arribo a una de las islas grandes en las que pensaban establecerse de forma definitiva, pero, sin embargo, sin saber por qué extraña razón, aquella vieja voz ronca y autoritaria parecía haberle gritado, al divisar la tranquila playa, que era allí, y en ningún otro lugar, donde debería hacer el amor con Ojeda la primera vez.
Allí, en el punto en que la bestia le estaría esperando.
No se había dado cuenta entonces de que era la misma voz que otra vez le había ordenado marcharse de viaje con el conde de Rioseco, o, mucho más atrás en el tiempo, hacer el amor con su primo Roberto.
Pero ahora sí, a solas en la cueva, reconocía el timbre de aquella voz, que no era, como ella había creído siempre, la voz que la empujaba hacia la libertad, sino la que había acabado por conducirla a concluir encadenada de aquel modo en el corazón del más desolado de los islotes, y en poder de la más repugnante criatura que hubiera existido nunca.
¿O se trataba tal vez de un castigo?
No le había bastado a los cielos, quizá, todo cuanto se había castigado a sí misma por haber menospreciado las oportunidades de ser feliz que se le concedieron, y decidían por tanto condenarla a una auténtica esclavitud, bien distinta desde luego a todas cuantas su estúpida fantasía había imaginado hasta el momento.
Pero, qué culpa tenía Ojeda? ¿ Por qué había tenido que pagar con su vida, al igual que Rodrigo o que Germán de Arriaga?
Cuatro muertes, pues le constaba que debía incluir también la de su anciano padre, eran demasiadas para que cayeran sobre su conciencia por el simple delito de haberse negado a pertenecer por completo a un hombre.
Desde que tenía apenas uso de razón, Niña Carmen se había acostumbrado a mirar a su alrededor, rebelándose contra la mansedumbre con que las demás mujeres — incluida su madre o su propia hermana — aceptaban convertirse en propiedad privada de sus esposos, sumisas y resignadas a un papel que no iba mucho más allá del de simples siervas de unos amos a menudo tiránicos, zafios, alcohólicos y brutales.
Su madre, una andaluza inteligente y delicada, había tenido que soportar, resignada, la altivez y el despotismo de don Álvaro, un marido inflexible al que bastó sin embargo la «deshonra» de su hija, para venirse abajo como lo que en realidad era: una burda estatuilla de arena y barro.
Ya antes de casarse, le asombró advertir cómo sus amigas temblaban a veces al hablar de sus esposos, y a una de sus primas — hermana de Roberto —, su ridículo novio le llamó la atención la noche de bodas porque advirtió que estaba comenzando a excitarse.
— ¿Cómo te atreves? — le había gritado —. ¿Es esto propio de una mujer casta de noble familia española? Pareces una india
— Deja entonces de moverte… — le había rogado ella con humildad —. No me es posible mantener mi castidad si te mueves de ese modo, arriba y abajo.
— Reza… — fue la respuesta que obtuvo del hidalgo extremeño —. Reza como es tu obligación, mientras yo me muevo con el fin de procrear un hijo, como es la mía.
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