Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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Aquel energúmeno, al que siempre quiso que partiera un rayo y al que un rayo fulminó al cruzar los páramos del Cayambe, utilizaba a su prima como podía utilizar a su caballo, sus botas o la jarra en que bebía, y se permitía, además, hacerla callar en público, ridiculizándola, cuando era él, en verdad, el auténtico patán ignorante y bocazas que aguaba todas las reuniones.

Fueron quizás aquellas injusticias las que la marcaron en un tiempo, impidiéndole por lo tanto entregarse abiertamente, aun amando como había amado a Rodrigo de San Antonio, Germán de Arriaga, o incluso Diego Ojeda.

Y ahora se encontraba allí, sometida al fin a un hombre — ¿era realmente un hombre aquel engendro? — , encadenada, ofendida, utilizada y humillada, como no lo estuvieran nunca su prima, su madre, ni ninguna otra mujer de este mundo.

¡Oberlus, rey de Hood!

Escuchó un rumor en el exterior, advirtió cómo una sombra deforme y encorvada se proyectaba sobre el suelo de tierra apisonada de la entrada, y tuvo que apretar los dientes para no gritar de espanto, cuando su silueta se recortó contra el deslumbrante hueco de la entrada.

El permaneció allí unos instantes, sin duda para acostumbrar sus ojos — «lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable» — a la penumbra y avanzó luego, cojeando levemente, para detenerse frente a ella y observarla con una mirada hiriente que parecía pretender hipnotizarla.

— ¿Cómo te llamas…? — inquirió autoritario.

— Carmen… Carmen de Ibarra.

— Carmen de Ibarra… — repitió —. Bien… De ahora en adelante no tienes nombre. Eres la única mujer en esta isla, y por lo tanto lo necesitas… Y escucha, porque solamente digo las cosas una vez… — le advirtió —. Aquí mando yo, el que me obedece vive, el que no, muere, aunque la muerte no es el peor de los castigos que puedo aplicar… Cada vez que hagas algo que me enoje, te daré veinte latigazos, y si la ofensa es grave te cortaré un dedo de una mano — sonrió, y la mueca de su boca, de dientes putrefactos, le espantó aún más, si ello era posible, que su indescriptible fealdad —. Puedo ser muy cruel cuando me lo propongo… — continuó —. Hazme caso por tanto: limítate a mantener la casa limpia, prepararme buenas comidas, y abrir las piernas cuando yo lo ordene y te garantizo que vivirás en paz hasta que me canse de ti… ¿Has entendido?

Asintió en silencio, convencida de que hablaba completamente en serio, y la Iguana Oberlus comenzó a despojarse de los pantalones mientras ordenaba:

— En ese caso, túmbate en la cama y abre las piernas.

Anonadada, incapaz de emitir una sola palabra, muda de terror, indefensa y entregada como un pájaro frente a la mirada de una anaconda, Carmen de Ibarra se tumbó en la cama, cerró los ojos, abrió las piernas y lanzó un alarido de dolor cuando penetraron en ella, desgarrándola y destrozando su sexo en carne viva.

Luego, perdió de nuevo el sentido al sentir sobre su cuerpo el contacto viscoso y repelente de aquel ser deforme que buscaba, además, besarla ansiosamente en la boca.

Ya era todo un rey, dueño de una isla, una mujer, cinco hombres, dos cañones, un tesoro y un oculto palacio inaccesible. Ya era todo un rey, cuando hacía poco más de un año, tal vez dos, que había decidido enfrentarse al mundo, y ese mundo había comenzado a pagarle sin rechistar, y generosamente, el tributo que exigía como compensación por sus sufrimientos anteriores.

Docenas de vidas, tres barcos, nueve o diez esclavos de los que aún conservaba la mitad, una mujer hermosa, libros, armas, dinero y mercancías… ¡Todo! se le entregaba ahora con la misma facilidad con que antaño se le negó incluso la posibilidad de considerarse una persona, y se maldecía por su estupidez al no haber reclamado antes cuanto juzgaba que le pertenecía.

Años rumiando su soledad y su angustia en la proa de un barco, soportando los embates del mar, la lluvia, el viento o un sol implacable, a la espera siempre de una voz amiga, un gesto amable o un atisbo de justicia por parte de quienes se negaban a aceptar que no tenía la culpa de haber nacido contrahecho. Y años de compartir esa misma soledad con las bestias de un peñasco rocoso.

Y ahora, súbitamente, descubría que todo era sencillo, y había bastado con intercambiar el papel de víctima por el de verdugo.

A la crueldad había que responder con sadismo; a la injusticia con tiranía, y a los azotes con asesinatos. El resultado a la vista estaba: había pasado de ser la Iguana Oberlus , un monstruoso arponero, hijo del Averno, a Oberlus, rey de Hood, y tal vez, algún día, rey de Las Galápagos.

Ya no necesitaba excusarse por su aspecto y su presencia, ni pasar las noches en vela ofreciendo sacrificios a Elegbá para que le cambiase las facciones. La puta diosa negra podía pudrirse en sus hediondos pantanos dahomeyanos, porque ya él, Oberlus, jamás pediría nada a nadie. Ni siquiera a los dioses.

Lo que deseaba, lo tomaba por la fuerza, y a quien se le oponía, lo aniquilaba.

Y así el mundo entendía.

Tumbado en su roca, paseaba el catalejo sobre la isla y distinguía a sus súbditos, doblado el espinazo, afanados en trabajar doce horas diarias sin pronunciar palabra ni dejar escapar una queja. Disciplinados y sumisos, ni siquiera se atrevían a alzar el rostro hacia donde él se encontraba por miedo a que pudiera estar enfocándoles en ese instante. Incluso para hacer sus necesidades tenían que darse prisa y mantenerse bien visibles, porque sabían que — de ocultarse — su «rey» era muy capaz de descender de su trono y azotarles.

Cada tres días revisaba con sumo cuidado sus cadenas, advirtiéndoles que, quien pretendiera librarse de ellas, estaba condenado a una pena que iba, desde perder un pie, a la ejecución inmediata.

Y sabían que lo haría.

Su crueldad y su indiferencia ante el dolor ajeno había alcanzado las más altas cotas de lo infrahumano, y podía asegurarse que — sin disfrutar por ello — tampoco experimentaba el más leve síntoma de compasión cuando aplicaba, o hacía aplicar, aquellos refinados castigos a los que tan a menudo echaba mano para mantener la disciplina.

Esa disciplina era lo único que parecía importarle, y se comportaba como una máquina de guerra que lo arrasara todo a su paso con tal de alcanzar sus objetivos.

Aquellos hombres, aquellas bestias, o aquellas cosas, que poco le importaba la diferencia, eran «suyas», y únicamente tenían razón de ser en cuanto a que le fueran o no de utilidad.

De igual modo, la mujer que mantenía encerrada en la cueva constituía tan sólo un objeto para su disfrute personal — como El Quijote o La Odisea —, y así como a nadie se le ocurriría escandalizarse en exceso porque alguien arrancase una página a un libro, tampoco él se escandalizaría si un día se le antojaba arrancarle un dedo a su cautiva.

Le gustaba morderla y golpearla, en todas partes excepto en el rostro y contemplaba satisfecho las huellas de sus dientes o sus manos, no por sadismo, sino por el hecho de que encontrar las marcas sobre su cuerpo confirmaba la indiscutibilidad de su propiedad sobre ella.

Carmen de Ibarra, por su parte, soportaba estoicamente tales castigos, las continuas violaciones e incluso que la sodomizara manteniéndole la cabeza clavada contra el suelo, como si con ello estuviera pagando una larga lista de cuentas pendientes.

A menudo perdía el conocimiento por el dolor o por el asco que sentía, aunque, a decir verdad, la mayor parte del tiempo permanecía como sonámbula, fuera de la realidad o, más exactamente aún, confundiendo la realidad con la fantasía.

Pero un día, cumplida ya la tercera semana de cautiverio, se sorprendió a sí misma, y sorprendió a su violador con un largo y desesperado alarido, que no era de dolor, ni aun siquiera de asco, sino el grito incontenible que acompañaba al más profundo, intenso, desconcertante y prolongado orgasmo que había experimentado a todo lo largo de su vida.

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