Alberto Vázquez-Figueroa - Océano

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Esta sugestiva novela se enmarca en la tierra árida y fascinante de Lanzarote. La familia Perdomo se dedica desde siempre a la pesca siendo el océano casi su hábitat natural. Pero su rutinaria vida se verá sacudida por su hija Yaiza. Esta hija menor, poseedora de un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», será el causante de una tragedia que cambiará la vida para siempre de la familia.

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Había tenido en las manos el manojo de llaves y monedas que un hombre llevaba ese día en el bolsillo y que se habían fundido hasta conformar un amasijo casi irreconocible, y se preguntó cuántos miles de grados debieron ser necesarios para que en cuestión de segundos se consiguiera semejante fusión.

Aún continuaba pensando en ello cuando distinguió a lo lejos las primeras luces de Fort-de-France, y fue entonces cuando decidió que necesitaba olvidarse de Saint-Pierre y que, por lo tanto, esa noche se iría de putas.

A pesar de que no podía considerársele un hombre cobarde, Mario Zambrano había pasado la mayor parte de su vida huyendo.

A los veintidós aсos huyó de su casa, incapaz de soportar por más tiempo las constantes disputas entre sus padres, sus hermanos y sus tíos, pues el hogar de los Zambrano, en Granada, se había convertido en aquella primavera de mil novecientos treinta y seis, en una especie de anticipo de lo que sería meses más tarde el país entero. Los enfrentamientos verbales e incluso a menudo físicos entre miembros de una misma familia dividida por profundas diferencias ideológicas se habían ido exacerbando hasta límites tan irracionales, que un buen día Mario Zambrano abandonó sus estudios en la Escuela de Bellas Artes, reunió lo poco que tenía, y subió a un tren rumbo a París donde le constaba que estaría mucho más cerca de lo que amaba: la pintura, y mucho más lejos de lo que odiaba: las discusiones políticas.

No le sorprendió que al poco tiempo Espaсa se enfrascara en una guerra civil, porque aquélla era una guerra que había estado esperando día tras día desde muchísimo tiempo atrás, visto que ni siquiera seres de una misma sangre y una misma educación conseguían ponerse de acuerdo sobre la forma en que deseaban gobernar o ser gobernados.

Sintiéndose espaсol hasta la médula, decidió no obstante aislarse por completo de aquella repugnante contienda, negándose a leer una sola noticia que se refiriese a su país durante los tres aсos siguientes, y, aun sintiéndose muy integrado también a su familia, decidió de igual modo romper sin abrir las canas que recibía, pues le aterrorizaba la idea de averiguar cuál de sus hermanos había sido el causante de la muerte de otro hermano o de su propio padre. Le espantaba tener que llorar por los muertos casi tanto como tener que aborrecer a los vivos, y consideró que, en semejante situación y visto lo irracional que resultaba todo, lo más lógico por su parte era mantenerse en una eterna ignorancia y hacerse la ilusión de que todos seguían vivos y nadie tenía sobre su conciencia la sangre de su sangre. — Aсos después, y cuando ya había conseguido vender algunos cuadros y se sentía profundamente a gusto con su pequeсo estudio y los amigos con los que compartía hermosas horas de diversión y entusiasmo por la pintura, percibió cómo el ambiente comenzaba a espesarse a su alrededor y las diferentes ideologías políticas irrumpían de nuevo en su vida hasta el punto de verse acusado por la mujer que amaba de «pro-comunista» y defensor de los «cerdos-judíos».

Ese día, Mario Zambrano, que jamás había sentido el menor interés por los comunistas, ni la menor curiosidad por la raza, nacionalidad, creencias o filiación de quienes le rodeaban, captó, con aquel peculiar olfato de que la Naturaleza le había provisto para detectar conflictos, que el ambiente volvía a enrarecerse, y sin pensárselo mucho huyó una vez más en busca de un lugar tranquilo en el que nadie hablara de política y hubiera buena luz para pintar.

Lo encontró en una preciosa casita alzada en lo alto de una colina frente al vetusto y hermoso fuerte de Richepanse, en el pequeсo puerto de Basse-Terre de la costa de sotavento de la isla de Guadalupe, teniendo toda la inmensidad y el esplendor del Caribe para llenar sus lienzos de mar, luz y mujeres exóticas.

Allí, y durante los cuatro aсos que siguieron, se negó igualmente a leer un solo periódico ni a consentir que nadie le hablara de una guerra en la que gentes y pueblos que amaba y que hubiera deseado pintar se dedicaban a la siempre estúpida tarea de matarse unos a otros desenfrenadamente.

Vivió de la pesca, la agricultura, regentar un pequeсo restaurante en la playa, vender algunos cuadros, y alquilar a los por entonces escasos turistas una vetusta balandra que había comprado de tercera mano, y en la que se lanzaba osadamente a navegar, llevándoles a visitar las islas y calas vecinas.

Acabada la contienda no sintió deseo alguno de regresar a una Europa triste y convaleciente que tardaría aсos en lamer sus múltiples heridas, y prefirió quedarse para siempre donde estaba, con la única diferencia de que ahora poseía un hermoso local en la Avenida Victor Hugo de Pointe-á-Pitre, la capital de la isla, en el que sus marinas y sus bellas mujeres exóticas se vendían con la suficiente facilidad como para permitirle vivir de la pintura.

A veces, al pensar en Granada o en París continuaba experimentando algo muy parecido a la nostalgia, pero esa nostalgia fue siempre para Mario Zambrano una sensación casi placentera, incomparablemente más dulce que la desagradable realidad de enfrentarse al hecho incuestionable de que algunos de los seres queridos que había dejado atrás ya estarían muertos y enterrados.

Por ello, y aunque llevase aсos sin moverse, podría decirse que Mario Zambrano continuaba huyendo, porque de lo que huía era de sí mismo y de su incapacidad de sufrir, ya que aborrecía la realidad de la época que le había tocado vivir y su única forma de luchar contra ella era ignorarla.

Pero resultaba evidente que nadie puede estar corriendo ante su propio destino eternamente, y aquella soleada y agobiante maсana de noviembre el olfato de Mario Zambrano falló cuando al tropezarse en plena calle con el comandante Claude Duvivier, éste le espetó, sin más preámbulos:

— ¡Buenos días, Zambrano…! Usted es la persona que estaba necesitando.

— ¿Para qué…?

— Para hacerme un pequeсo favor… Acompáсeme al hospital y se lo explicaré por el camino.

Fue así como Mario Zambrano se encontró de improviso frente a la más hermosa y exótica criatura que hubiera deseado pintar nunca, cuyos inmensos y profundos ojos verdes le miraban con fijeza mientras tomaba asiento junto a su madre y delante de dos hermanos que se mantenían en pie, muy erguidos, en una amplia y luminosa sala del Hospital General de Pointe-á-Pitre.

— Lamento ser portador de tan malas noticias, pero el comandante de Marina me na pedido que lo haga, ya que él no habla espaсol. A pesar de que durante estos tres días varios barcos y aviones han rastreado la zona, no ha sido posible encontrar huella alguna de su padre… — Se volvió a Aurelia como si intentara escapar de la fascinación que ejercía sobre él la mirada de Yaiza—. Créame que lo sentimos, pero ya se ha dado la orden de suspender la búsqueda…

Si esperaba enfrentarse a una escena de gritos, llantos y aspavientos sufrió una decepción, porque se diría que aunque los Perdomo «Maradentro» se esforzaban por alimentar una remota esperanza, en lo más profundo de sus corazones sabían y lo habían sabido desde el momento mismo en que comenzaron a remar apartándose del «Isla de Lobos», que Abel acabaría hundiéndose con el barco.

A medida que iban alejándose y lo que quedaba de la goleta se empequeсecía en la distancia hasta convertirse en un triste montón de maderos empapados que a duras penas mantenían el equilibrio sobre las aguas, se fueron convenciendo, sin necesidad de intercambiar una palabra o tan siquiera una mirada, de que aquel bondadoso hombretón que había sido el eje sobre el que giraban sus vidas, les abandonaba para siempre.

Cuando ya ni siquiera Asdrúbal fue capaz de distinguirle y se diría que la azul inmensidad del Océano se había abatido sobre él, cubriéndolo y convirtiéndolo en parte de sí mismo, apretaron con más fuerza los dientes y bogaron con más brío, conscientes de que no era tiempo de llorar, sino de intentar salvarse para que al menos su sacrificio no resultara estéril.

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