Alberto Vázquez-Figueroa - Océano

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Esta sugestiva novela se enmarca en la tierra árida y fascinante de Lanzarote. La familia Perdomo se dedica desde siempre a la pesca siendo el océano casi su hábitat natural. Pero su rutinaria vida se verá sacudida por su hija Yaiza. Esta hija menor, poseedora de un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», será el causante de una tragedia que cambiará la vida para siempre de la familia.

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Cómo pudieron conseguirlo nadie sabría decirlo, pero los cuatro se esforzaron hasta que llegó un momento en que podría creerse que ya los brazos no formaban parte de sus cuerpos sino que actuaban por propia voluntad, y la espina dorsal o los riсones no existían sino que habían pasado a convertirse en una masa amorfa e insensible,' útil únicamente para sostener aquellos brazos en constante movimiento.

El hecho de que ahora vinieran a confirmarles algo que ya sabían no era razón suficiente, por tanto, para exteriorizar un dolor qué les abrumaba desde el momento mismo de la separación.

— Gracias… — fue todo lo que dijo Aurelia.

— Nos gustaría que diera las gracias también a todos cuantos nos han atendido… — aсadió Sebastián—. Han sido muy amables.

— Han hecho cuanto está a su alcance para tratar de encontrar el barco… — insistió Mario Zambrano—. Pero es que ese Océano es muy grande…

— Lo sabemos… — admitió Aurelia, con lo que pretendía ser una leve sonrisa—. Nosotros, mejor que nadie, lo sabemos…

— ¿Qué piensan hacer ahora…?

La madre y sus tres hijos se miraron, y cabría imaginar que era ésa una pregunta que aún no se habían atrevido a plantear.

— No lo sé… —admitió Aurelia con voz queda—. Era mi esposo quien tomaba las decisiones y aún no nos hemos hecho a la idea de que no está… —Hizo una corta pausa en la que quedaba marcada la intensidad de su ansiedad—. Tampoco nos habíamos hecho a la idea de llegar a un país en el que no entendiéramos el idioma, y haber perdido el barco… El barco era cuanto nos quedaba…

— ¿Tienen dinero…?

Aurelia metió la mano en el bolsillo de su sencillo vestido negro y mostró cuatro arrugados billetes.

— Ochocientas pesetas… — dijo—. Los últimos tiempos fueron malos…

Al contemplar los tristes billetes sobre la palma de la mano de la mujer, Mario Zambrano experimentó de una forma clara aquella sensación de peligro que siempre le había permitido escapar a tiempo; olfateó en el aire el indescriptible aroma que le impulsaba a huir de los problemas, y por un instante estuvo a punto de ponerse en pie y abandonar la estancia, consciente de que había cumplido la misión que le encomendaron y nada más le quedaba por nacer en aquel hospital.

Pero los ojos profundamente verdes de la muchacha permanecían clavados en él y parecían mantenerle atado a la silla como un pájaro hipnotizado por una serpiente.

— ¿Adonde quieren ir…? — se sorprendió diciendo.

— A Venezuela.

— ¿Tienen parientes allí?

— No tenemos parientes ni amigos en parte alguna… Salvo en Lanzarote.

A.

— Tal vez deberían regresar… El Consulado tendría que hacerse. cargo de ustedes y repatriarlos…

— No podemos volver a Lanzarote…

Mario Zambrano hizo un leve gesto de asentimiento:

— Entiendo… El comandante Duvivier ha preferido no comunicar al cónsul su presencia aquí por si ustedes no deseaban que conociera su llegada… Sabemos que actualmente el Gobierno espaсol pone graves impedimentos a la emigración, y son muchos los enemigos políticos del Régimen que escapan sin permiso… Supongo que desean que el cónsul continúe ignorando que han llegado a Guadalupe…

— Desde luego…

— Duvivier lo arreglará. —Hizo una corta pausa—. Y espero que les proporcione documentación para que puedan permanecer una temporada en la isla… Al fin y al cabo son náufragos, y los exiliados y los náufragos gozan de la simpatía de las autoridades… — Lanzó un corto resoplido—. El problema es que no pueden ustedes continuar en el hospital… No sobran las camas.

— Lo comprendemos.

— ¿Tienen adonde ir…?

Aurelia mostró una vez más los billetes que tenía en la mano:

— ¿Cree que podremos alojarnos en algún sitio con este dinero…?

Mario Zambrano hizo un rápido cálculo y negó pesimista.

— Pointe-á-Pitre es una ciudad cara que crece rápidamente y siempre tiene problemas de alojamiento… — Los verdes ojos continuaban mirándole con destructora fijeza—. Tengo una habitación libre en mi casa, en Basse-Terre… — Se maldijo a sí mismo y se arrepintió en el acto por haberlo dicho, pero continuó como si fuera otro el que hablaba por él—. Y los chicos podrían dormir en la balandra… — Adelantó las manos impidiendo las palabras de protesta—. Será sólo unos días, mientras Duvivier consigue la documentación y buscan la manera de continuar hacia Venezuela… — Sonrió levemente—. Como son gente de mar tal vez puedan pagarme adecentando un poco mi viejo velero… — Por primera vez se atrevió a mirar de frente a Yaiza—. Y me encantaría que usted me sirviera de modelo para un cuadro: Soy pintor…

Una hora después se amontonaban los cinco: Aurelia junto a Mario Zambrano y sus hijos detrás, en el interior de un viejo «Citroлn» que abandonaba sin prisas los arrabales de Pointe-á-Pitre y enfilaba la sinuosa carretera que se abría camino entre la espesa vegetación tropical de la isla, rumbo a Basse-Terre.

No hablaron mucho. Los pasajeros continuaban sumidos en sus recuerdos y en la incertidumbre de su futuro, y el hombre que conducía iba atento a la estrecha y peligrosa carretera de la que de tanto en tanto surgían como fantasmas veloces autobuses enloquecidos.

Llegaron a su destino cerrada la noche; los Perdomo prefirieron retirarse a descansar sin probar bocado, y cuando los supo durmiendo, Mario Zambrano se preparó un bocadillo y una cerveza y salió a la terraza desde donde dominaba el fuerte y la ciudad, observando las luces y preguntándose una vez más por qué razón había decidido dejar a un lado su egoísmo e implicarse en uno de aquellos malditos problemas a los que siempre había sabido esquivar con tanta habilidad.

— Debo de estar haciéndome viejo… — musitó mientras encendía con infinita parsimonia una de sus innumerables cachimbas—. O me hago viejo, o esa chica me ha embrujado sin abrir la boca.

Cayó en la cuenta de que hasta ese momento Yaiza no había dicho ni siquiera una palabra, y, no obstante, tenía la sensación de que sabía de ella más de lo que supiera nunca de mujer alguna.

Comenzó a imaginar el cuadro que empezaría a pintar al día siguiente teniendo como marco el último torreón del fuerte de Richepanse, el azul del mar y el verde lujurioso de la vegetación de la colina, y por primera vez en tantos aсos de retratar mujeres se preguntó si sería capaz de plasmar en el lienzo toda la belleza y el misterio que encerraban el rostro y los inmensos ojos de aquella muchacha.

— Si lo consigo… — musitó antes de quedarse profundamente dormido en la ancha hamaca—, pasaré a la historia de la pintura… Pero, en lo más profundo de sí mismo, sabía que no estaba en condiciones de aprehender cuanto se adivinaba más allá del rostro y de los ojos de la menor de los Perdomo «Maradentro».

La «Graciela» era una balandra sin personalidad, que había ido pasando por tantas manos a lo largo de su azarosa existencia, que en ellas se había quedado el poco espíritu que pudiera haber tenido en un principio.

Olía a moho, se lamentaba de continuo aun fondeada como estaba en un quieta ensenada, y parecía negarse a obedecer las más elementales reglas de la navegación, como si sus velas, su casco y su timón hubieran decidido romper sus mutuas relaciones y su imprescindible necesidad de colaboración muchísimo tiempo atrás.

La «Graciela» debió de ser una embarcación construida en serie sobre unos planos ya sobados por alguien que no tenía otro interés en esta vida que acabarla cuanto antes, pasarle una mano de pintura e intentar embaucar a algún incauto que acabara de obtener su flamante título de Patrón de Yate. Nació muerta y muerta navegó a trancas y barrancas sobre infinitos mares, sin que ninguno de sus dueсos sintiera por ella más afición que la de revenderla cuanto antes; y así fue a parar a manos de Mario Zambrano, que la utilizó como medio de vida el tiempo estrictamente necesario y la dejó luego meciéndose en un olvido del que ella nunca pretendió salir.

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